De Facebook de la Biblioteca Gonzalo de Berceo, extraemos este interesante relato resumido del libro:
Sexo, mentiras y Edad Media: el derecho de pernada y el cinturón de castidad en la España Medieval, de Ortega Baún..
El derecho de pernada en la Península Ibérica
En la Península Ibérica los textos que se han presentado como pruebas de la existencia del derecho de pernada son discutibles. Se trata de un corpus no muy amplio con el que el historiador Carlos Barros defendió su existencia mediante una tesis interesante pero incompleta, donde los silencios son más importantes que las fuentes. Su teoría parte de que los abusos sexuales que cometían los nobles y sus subordinados en el siglo XV tienen un origen muy anterior, donde el derecho de pernada era practicado y aceptado. Con el devenir de los siglos la costumbre fue cada vez menos aceptada hasta llegar al siglo XV, donde el rito degeneró en mera violación de cualquier mujer por parte del señor y sus subordinados (Barros, 1993: 3). Por desgracia el autor no puede ofrecer ninguna muestra sobre la existencia del rito en la Alta o en la Plena Edad Media, algo excusable porque estaríamos ante un derecho consuetudinario de carácter oral según el autor. A esto habría que añadir las graves carencias documentales en la Castilla medieval (no así en la Corona de Aragón). Pero el verdadero problema de la tesis de Barros reside en interpretar de una manera errónea algunas leyes del siglo XIII y abusar de los silencios de las fuentes en provecho de su tesis.
Dos son los textos legales que Barros presenta como muestras indirectas de la existencia y prohibición del derecho de pernada en el siglo XIII castellano. El primero de ellos se encuentra en la ley IV, V XII del Fuero Real y trata del castigo que merece el hombre que deshonre a un novio o a una novia el día de su boda (anexo 5). El castigo es una elevada multa pecuniaria o un año en el cepo, pero no por ello eso significa que Alfonso X esté prohibiendo la exigencia señorial de desflorar a la novia. La dureza de la condena podía deberse perfectamente a que nos encontramos en una celebración pública delante de muchas personas, donde un insulto o una acción insultante no sólo sería vista o escuchada sino que no tardaría en ser conocida por toda la comunidad. La deshonra por tanto sería mayor dado lo público del evento (Pitt-Rivers, 1968: p. 27), de ahí su castigo. Si nos fijamos en otra ley del Fuero Real que pena el insultar con determinados vocablos, veremos como el fantasma del derecho de pernada se aleja. En la ley IV, III, II se condena al pago de trescientos sueldos, doscientos sueldos menos que si se deshonra a un novio o a una novia, a quienes llamen a otra persona gafo (leproso), fududiculo (jodido por el culo), cornudo, traidor, hereje o a una mujer casada puta (anexo 5). El segundo documento pertenece a Las Siete Partidas, en concreto al manuscrito de la Primera Partida que se encuentra en el British Museum. Según Barros en la ley I, 5, 35 se castiga con la pérdida de oficio y beneficio al clérigo que mantiene relaciones sexuales con una mujer casada y virgen, es decir, una desposada que aún no ha mantenido relaciones sexuales con su prometido (Barros, 1993: 4). Pero esta lectura es parcial e interesada. Si leemos la ley entera vemos que tras tratar el asunto de qué hacer y cómo castigar a los clérigos que cometen determinados pecados, se pasa a comentar cómo se ha de actuar ante uno que ni mantiene castidad ni esconde sus faltas sexuales. El texto indica que no se debe despojar de su cargo al clérigo que tenga sexo con solteras aunque sea algo público, a no ser que se le haya pedido que deje de hacerlo y se haya negado a ello. Y si va diciendo públicamente que mantuvo relaciones sexuales con una mujer casada o que antes de casarse perdió con él la virginidad en vez de con su marido, se le ha de castigar vedándole el acceso a nuevos oficios y beneficios (anexo 5). La diferencia es bastante clara. Por tanto no estamos hablando de una ley que persigue a los clérigos que como señores feudales tenían el derecho de desflorar a las novias el día de su boda, sino de una que castiga a quienes perteneciendo al estamento clerical dicen haber mantenido relaciones sexuales con mujeres casadas aunque cuando ocurrieron los hechos fueran solteras. No se castiga la relación sexual si no el acto de presumir de ello cuando las mujeres están casadas, pues tales palabras pueden generar múltiples problemas a la mujer protagonista de tal rumor (Ortega Baún, 2012: 359). Esta norma no es ajena al derecho medieval del siglo XIII, pues aparece en algunos fueros (Ortega Baún, 2011: 105).
El silencio es el protagonista del documento presentado por Barros, que tiene por actores al monasterio de Sobrado y a los campesinos de Aranga en el año 1385. En la sentencia del pleito que los enfrentó se reflejan los abusos a los que los labradores eran sometidos por parte de la
abadía. Entre impuestos y derechos para explotar diferentes recursos aparece un pago en especie que apenas se describe. Implica que las mujeres de Aranga vayan a la granja de Carballotorto durante dos o tres días dos veces al año, no se dice para qué (anexo 6). O el procurador de los campesinos realmente no sabía en qué consistían esos trabajos o, como defiende Carlos Barros, realmente no quiso mencionarlos. Son dos los motivos de este investigador para presentar el texto como la muestra de que antaño el monasterio ejercía el derecho de pernada y ahora el ritual se ha convertido en simple violación. Por un lado el hecho de que las mujeres no quieran ir a cumplir con sus deberes a la granja y tengan que ser llevadas contra su voluntad. Por el otro que el fuero sea descrito por el juez del caso como no honesto y por tanto vinculado a la sexualidad (Barros, 1993: 4-5). Pero el documento puede interpretarse de otras maneras.
Dejando a un lado que deshonestas pueden ser muchas cosas que nada tienen que ver con la sexualidad, es comprensible que se tildara de no honesto el hecho de que una mujer casada pasase varias noches fuera de la guarda de su marido en una granja habitada por un hombre. El granjero puede ser un violador que abusa de las mujeres que van a trabajar como dice Barros. Pero puede no serlo. Un hombre y una mujer lejos de los ojos vigilantes del marido de ella y pasando varias noches untos, podía dar lugar a una aventura sexual consentida y hasta apetecible si los implicados eran discretos y contaban con el silencio de las personas que los pudiesen sorprender. Y aunque no ocurriera nada, dado lo proclive de la situación para el adulterio u otras relaciones extraconyugales, la gente podría murmurar y fantasear, llegando a acusar a la mujer de unos contactos sexuales que no son ciertos. El Arcipreste de Talavera denuncia que ambos géneros creen que para seducir a una fémina honesta simplemente hay que declararla nuestras intenciones, una creencia que expresan al sospechar de contactos entre hombres y mujeres muy simples y sin mala intención (Alfonso Martínez de Toledo, 1985: p.100) . Por ello las mujeres se resistirían a ir, pues hacerlo de buen grado sólo podría significar ante el resto de la sociedad el deseo de querer adulterar. Su negativa simplemente serviría para mostrar su honradez, su intención de no traicionar a su marido. No olvidemos que estamos en un mundo donde se prefiere que la mujer se quite la vida a que sea violada, puesto que el suicidio se ve justificado o atenuada su pecaminosidad por el honor (Serra Ruiz, 1969: 237; Madero, 1992: 116).
Por tanto las actividades que realizaban las mujeres en la granja no eran deshonestas per se sino que lo era la situación, las noches que pasaban allí con un hombre ya que podían derivar en, eufemísticamente hablando, males y deshonestidades. Nótese que el juez utiliza la forma verbal “podría ende seguir”, claramente hipotética en vez de la de “se sigue”, que afirmaría la relación directa entre la de ir a la granja y la aparición de males y deshonestidades. Finalmente, el hecho de que mediante la sentencia los campesinos de Aranga consiguen pactar con el monasterio quién será a partir de ese momento el granjero de Carballotorto, es presentado por Barros como otra forma de desmantelar los restos del derecho de pernada (Barros, 1993: 5). Pero leyendo el documento lo que parece interesarle a estos hombres es que el granjero respete la sentencia del juez donde se determinan cuáles son los derechos del monasterio y se libera a los campesinos de los injustos, los injustificados y los que habían sido eliminados con anterioridad, pues él es el encargado de recaudar todos estos impuestos y obligaciones (anexo 6).
Otra prueba que Carlos Barros da para afirmar la existencia del derecho de pernada y su paso de rito a violación, tiene a un arzobispo de Santiago de Compostela como protagonista. Según el Memorial de diversas hazañas, Rodrigo de Luna fue llamado en 1458 por el Rey para que se presentara ante él. El motivo era unas informaciones sobre el “desonesto bivir” del Arzobispo, entre ellas el hecho de que había secuestrado a una novia de la cámara nupcial la misma noche de bodas y la había tenido con él hasta el amanecer. La joven ni se entregó ni fue entregada, fue raptada, lo cual demostraría la conversión del rito en violación (Barros, 1993: 8-9 y 11). Pero más que creer en los silencios y en sugerencias muy sutiles, parece más verosímil que estemos ante un fenómeno de difamación, una mentira utilizada como arma política.
Las crónicas de la época no son ajenas al uso de rumores como propaganda política, y más si cabe en el siglo XV. Hay múltiples ejemplos. Álvaro de Luna y Juan Pacheco fueron acusados de sodomía por sus adversarios políticos (Carrasco Manchado, 2008: 140). Y en plena lucha por el trono castellano, de Enrique IV no sólo se dijo que era un sodomita sino que era impotente y consentía en que su mujer tuviera sexo con otros (Firpo, 1984: 221). Diego de Varela, el autor de la crónica, no desconocía esta arma. Aunque quien mejor la manejó fue Alonso de Palencia, verdadero maestro en ocultar tras los rumores sus opiniones contrarias o juicios de valor (Carrasco Manchado, 2006: 80). En efecto sabemos que Valera no simpatizaba con el Arzobispo de Santiago (Barros, 1993: 10), de ahí que recoja la existencia de un rumor cuya única función en el texto es desprestigiar al arzobispo. La acusación hacia un clérigo de no respetar con su comportamiento el sacramento del matrimonio aparece de forma regular a lo largo de la Edad Media, siendo una táctica de ataque bastante clara ante adversarios eclesiásticos (Boureau, 1995: 266). Con el ejemplo del Arzobispo, los esfuerzos de la Iglesia reflejados en los sínodos para que los castellanos respetasen el vínculo matrimonial pasarían a ser palabras vacías La difusión de rumores con la clara intención de convertirse en veraces, como en este caso, nos introduce en el ámbito de la propaganda política (Carrasco Manchado, 2006: 78-79). El resto de contenidos del capítulo buscan también el desprestigio del Arzobispo. Inmediatamente antes de sugerir las malas acciones de Rodrigo de Luna, Valera describe la buena vida de fray Alfonso de Palenzuela, Obispo de Ciudad Rodrigo y de Oviedo (anexo 7). Este vivió limpiamente, dedicado por entero a su labor pastoral, confesando y predicando continuamente. En contrapunto el Arzobispo de Santiago no sólo se dedica a secuestrar recién casadas, sino que es sobrino del tan denostado Álvaro de Luna e hijo ilegítimo. Su muerte es tratada también de manera muy dura y muy alejada de la subjetividad que se requiere al historiador: “murió derramado y pobre, por sus grandes culpas y deméritos” (anexo 7).
El texto más importante que posee la Edad Media peninsular para demostrar la existencia del derecho de pernada se encuentra en la llamada Sentencia Arbitral de Guadalupe de 1486. En ella y bajo el arbitraje de la Corona, los señores y los remensas ponían fin a un enfrentamiento que duraba varias décadas. Con la abolición de los malos usos por parte de los señores se acababa con el derecho que tenían estos de mantener relaciones sexuales con la recién casada en su noche de bodas (anexo . Pero el Proyecto de Concordia de 1462 pone dudas con respecto a su veracidad. En él aparece la misma queja que los remensas repetirán veinticuatro años más tarde, pero en esta ocasión los señores responden que no creen que nadie exija tales servicios, dudan de su existencia y no muestran ningún problema en abolirlo (anexo 9).
Para Barros tales palabras no demuestran perplejidad sino cinismo (Barros, 1993: 17). Pero la comparación que realiza Boureau de estas quejas con las de diferentes casos franceses tiene más base histórica. Nos encontraríamos ante un discurso reivindicativo o denunciador en un contexto de lucha social que no tendría por qué amoldarse a la realidad de las exigencias señoriales, y que explota una imagen de los señores feudales que los identifica con tiranos en momentos de conflicto (Boureau, 1995: 266-267). El derecho de pernada aparece como un arma más de propaganda política contra los señores, una forma de degradar su imagen pública a través de una práctica sexual considerada socialmente perversa. El Ius primae noctis, que aparece por primera vez en Normandía a mediados del XIII en la lucha entre dos jurisdicciones por el campesinado, reaparece en Cataluña dos siglos después en el enfrentamiento entre señores y remensas. El conflicto es diferente pero las armas son las mismas.
El mito del derecho de pernada circulaba por la Cataluña de mediados del siglo XV y con toda probabilidad ya lo hacía antes. Pero toma impulso durante el conflicto. Los momentos de cambio, de rápida transformación en el horizonte político y social son propicios para la difusión de rumores (Gauvard, 1993: 9). El señor feudal es, ahora y más que nunca para los remensas el enemigo, lo que convierte este momento en el mejor para recordar quién es o quién puede llegar a ser. Los rumores no son informaciones falsas sino no verificadas, y para que sean creídos han de ser realistas para la gente entre la cual van a circular (Kapferer, 1989: 22 y 76). Cabe entonces preguntarse si creían los remensas en la veracidad del rumor o pensaban que era una mentira que se utilizaba como arma de difamación política. Pertenece a cada uno de aquellos campesinos el determinar si al mirar a su señor feudal creían que este sería capaz de llegar a esos extremos que se decía habían llegado otros señores. Es decir, si el rumor tenía posibilidades de ser auténtico (Kapferer, 1989: 80-81). Lo que sí se puede afirmar es que conocían lo que era el derecho de pernada y tenían tanto miedo a que fuera verdad que se pidió su eliminación, pues no se ha encontrado ningún otro documento sobre su existencia en Cataluña. Sean verdad o mentira, los rumores sirven para conocer los miedos de una sociedad, sus obsesiones, sus fantasmas y sus valores sociales (Gauvard, 2011: 28-29 y 1994: 159-160). Es una forma de recolectar y reportar las creencias de un grupo en un momento concreto de su Historia (Gauvard, 2011: 31-32). Y ello nos permite saber por qué un grupo de opinión es receptivo a un rumor (Gauvard, 1993: 8-9). En este caso es evidente que los remensas tienen miedo de que sus señores feudales mantengan relaciones sexuales con sus mujeres. Sus temores no son una muestra de consideración hacía ellas, víctimas de una tradición que las obliga a mantener relaciones sexuales con quien no desean.
En la Edad Media las creencias sobre la sexualidad femenina hacen que la mujer pase rápidamente de ser víctima de una violación a acusada de haber consentido y hasta provocado la relación sexual; la “desconfianza social hacia la honestidad de la mujer” es total (Rodríguez Ortiz, 1997: 248-249). Lo que parece sustentar el miedo al derecho de pernada es un ataque directo a la masculinidad de los remensas. La experiencia sexual en la mujer es vista con recelo. En su confesional Martín Pérez hace referencia a aquellos que con sus conversaciones enseñan a los demás pecados sexuales que nunca practicaron o que no conocían. Pero a la hora de poner un ejemplo y pese a la amplitud de la obra, el único que existe es femenino. Martín Pérez carga contra los grupos de hilanderas porque cuando se reúnen hablan de sexualidad de manera descuidada, lo que provoca que las más jóvenes adquieran nuevos conocimientos y los pongan en práctica (Ortega Baún, 2013: 171).
Por otro lado una mujer desflorada por un hombre diferente al marido o que ha cometido adulterio ya no es una mujer de cuya fidelidad sexual no quepan dudas (Bazán Díaz, 1995: 314-315). La sombra del adulterio o de la promiscuidad siempre la perseguirá. Esta idea tiene su origen en la creencia de la naturaleza femenina hipersexual, de donde parten las creencias de que siempre está preparada para el coito y de que tras el queda cansada pero no saciada. Y a ello hay que unirle su debilidad moral y su falta de juicio (Jacquart y Thomasset, 1989: 78). Los remensas no quieren que sus mujeres les engañen, ni tampoco tener dudas sobre la paternidad de sus hijos. Pero desflorar es también transmitir un conocimiento (Jacquart y Thomasset, 1989: 112). Cuando una mujer ha mantenido relaciones sexuales sólo con un hombre no puede comparar a este con otros, quedando resguardada la virilidad de este y por tanto su masculinidad. Pero cuando sí posee experiencia y por tanto conocimientos sexuales se encuentra en pie de igualdad al hombre, pudiendo no sólo comparar sino criticar y hasta adulterar o abandonar por razones sexuales, ejerciendo plenamente su libertad sexual. No hemos de olvidar que uno de los insultos más antiguos en castellano es el de cornudo, el hombre incapaz de satisfacer sexualmente a su mujer (Madero, 1992: 113). Este es un motivo por el cual una mujer desflorada por un hombre diferente al marido ya no es una mujer de cuya fidelidad sexual no quepan dudas. Para la mentalidad medieval la sombra del adulterio o de la promiscuidad siempre la perseguirán. Así pues es muy posible que debajo del temor de los remensas a que sus mujeres mantengan relaciones sexuales con los señores feudales sin ser ni ellas ni ellos castigados, detrás de ese miedo a la existencia del derecho de pernada esté otro bien diferente, el de ver su masculinidad herida.