El Almirante, r Juan Rodriguez Garat, asociado de AEME, publica este articulo en el diario digital EL DEBATE.
Imagine el lector —si le place, que no es cuestión de forzar a nadie a hacer lo que no quiere— que la Cultura de Defensa es la luz que penetra entre los árboles de un frondoso bosque.
Nadie debería esperar que toda esa luz se concentrara en un escondido claro donde, en un cofre mágico con la llave de oro, se ocultaría el tesoro de la verdad. Eso solo ocurre en los cuentos de hadas, donde los buenos son buenos y los malos, malos. Lo que se exige de nosotros es que, sin ataduras ni complejos, admiremos los rayos que se filtran entre los árboles iluminando las distintas partes del bosque. A partir de esa débil luz se puede descubrir una primera verdad sin la cual no es posible seguir adelante: la Cultura de Defensa —como toda cultura— es más una búsqueda, un método de razonamiento, que un dogma irrefutable.
Para hacemos más difícil la tarea de encontrar la luz que buscamos, el bosque está protegido por fieros gigantes: los prejuicios. Habrá, como he escrito en un artículo anterior, quién crea que son inocentes molinos. Pero eso es lo que ellos quieren que pensemos: si nos dejamos apresar entre sus brazos, nuestra búsqueda habrá fracasado para siempre.
En busca de Gurb
El primero de estos feroces guardianes es el gigante ciego. Y no es porque no vea, sino porque cierra sus ojos a la realidad, seguramente ofuscado porque nuestra especie se hace trampas en el solitario. No hay, creo, otra manera de calificar el hecho de que nos demos el nombre de seres humanos y luego usemos precisamente la palabra que nos identifica como sinónimo de bondadoso, solidario, compasivo, magnánimo o generoso.
¿Somos de verdad humanos los humanos? Muchos lectores de El Debate habrán leído «En busca de Gurb». En la divertida novela de Eduardo Mendoza, Gurb es un desinhibido extraterrestre que disfruta de la noche barcelonesa disfrazado de Marta Sánchez. Con tal artificio, Mendoza se permite echar un vistazo a nuestra especie desde fuera. Pero imaginemos que Gurb no fuera un personaje de ficción. ¿Qué diría de nosotros una inteligencia no humana —y no me refiero al ChatGPT— que nos observara sin los prejuicios con los que nosotros nos miramos?
Solo hace, al parecer, seis millones de años desde que nuestra especie biológica se separó de la de nuestro pariente más próximo sobre la tierra, el alborotado y pendenciero chimpancé. Hemos progresado desde entonces, es cierto, pero la evolución no nos ha dotado de un mecanismo de control de calidad. Desde la imparcial perspectiva de Gurb, tan humano es Jack el destripador como Teresa de Calcuta. La mayoría, desde luego, estamos en algún punto intermedio, muy lejos de ambos extremos. Pero casi todos encajamos en lo que dijo el propio Mendoza cuando recibió el premio Cervantes: «Somos una especie atolondrada y agresiva». Me gustaría creer que fue el propio Gurb quien le susurró esta sincera confesión.
¿Son justos los adjetivos que empleó Mendoza? ¿Conoce el lector a alguien atolondrado y agresivo? ¿O solo los hay entre los partidarios de los clubes de futbol con los que no simpatizamos? Pero… ya estoy yo, a pesar de que estoy prevenido contra ello, llevando las cosas al terreno de lo colectivo. Por desgracia, no soy el único que lo hace.
La herencia tribal
Si, uno por uno, la mayoría de los seres humanos somos razonablemente razonables —como el doctor Jekyll, y discúlpese la redundancia— cuando formamos tribus dejamos salir a nuestros respectivos Hydes. Condicionados por una herencia evolutiva en la que los machos Alfa tuvieron su momento y su papel, casi siempre elegimos por líderes —hoy ya hombres o mujeres— a quienes encabezan las manifestaciones. A los que más gritan. En demasiadas ocasiones permitimos que, como el aprendiz de brujo del poema sinfónico de Paul Dukas magistralmente interpretado por Mickey Mouse en «Fantasía», nos conjuren con consignas de odio para utilizarnos en apoyo a unas causas que, las más de las veces, solo les benefician a ellos. Y eso nos convierte en una especie extremadamente peligrosa.
No es Putin, con sus mentiras sobre Occidente y sus errores en Ucrania, el único aprendiz de brujo que en estos años se ha mostrado atolondrado y agresivo. No es preciso ir muy lejos para encontrar otros especímenes de su clase. Menos poderoso pero con parecidas maneras tenemos en España a Puigdemont, que conjuró a muchos catalanes utilizando el «¡España nos roba!» a modo de singular «abracadabra». Ambos líderes, Putin y Puigdemont —que últimamente parecen más cercanos de lo que cabría haber esperado— han encontrado en su pecado parte de su penitencia: cuando intentaron frenar a sus propios seguidores, estos, enardecidos como las escobas del poema sinfónico, no se lo permitieron. Al primero, ya son muchas las voces rusas que le califican de blando y contemporizador. Al segundo, bastantes de sus partidarios le han llamado traidor.
La guerra contra la guerra
Con la materia prima de que estamos hechos —ya sea el barro bíblico o la herencia del primate ancestral, no tenemos mucho de qué presumir— no es extraño que la humanidad tenga que sufrir la lacra de la guerra. También la padecen los chimpancés, como en su día nos mostró Jane Goodall, la prestigiosa naturalista que tan bien llego a conocerlos. Lo que quizá deberíamos preguntarnos, desde la racionalidad que se nos supone en pleno siglo XXI, es por qué vamos perdiendo la guerra que de verdad importa a la humanidad: la que todos libramos contra la propia guerra.
Habrá quien diga que seis millones de años no son suficientes. Que hace demasiado poco tiempo que nos bajamos de los árboles. Pero yo no puedo estar de acuerdo. No del todo. Aprovechando que él no puede defenderse, prefiero adjudicar la mayor parte de la culpa al gigante ciego. Él es quien, incapaz de entender lo que hay de tribal y agresivo en nuestra naturaleza, se equivoca en el diagnóstico y quiere llevarnos hacia la paz por atajos equivocados, impidiendo que encontremos soluciones ajustadas a nuestros problemas. Para eliminar la violencia que padecemos, el camino no es prohibir las armas. Los Hutus en Ruanda no las necesitaron. Sus machetes y sus cuchillos de cocina fueron suficientes para consumar un genocidio. Tampoco es el camino eliminar los ejércitos, fácilmente sustituidos por milicias, clanes o simples bandas de malhechores que, como los hutíes del Yemen o los terroristas de Hamás, ni siquiera sienten la necesidad de aparentar respeto por el Derecho Internacional Humanitario.
Para eliminar esa combinación de ambición personal y violencia tribal que provoca las guerras, es preciso desterrar la agresividad de nuestros corazones. Pero cambiar la conducta de la especie no es algo tan sencillo. Hará falta voluntad, educación y mucho, mucho tiempo. Por eso es bueno que existan colectivos pacifistas que hablen de la paz, que prediquen la paz, que siembren la paz entre nosotros. Es bueno y, además, imprescindible para resolver el problema a largo plazo. Pero, solo con eso, no vamos a expulsar de Ucrania a Putin ni a restablecer el tráfico marítimo en el mar Rojo.
Así pues, y por mucho que lo niegue el gigante ciego, son necesarios otros colectivos —también pacifistas de hecho aunque no se les dé ese nombre— que no se limiten a hablar de la paz, sino que trabajen por ella. Entre estos colectivos, los ejércitos ocupan un lugar único e insustituible: solo ellos pueden enfrentarse al mal con sus propias armas.
No quiero ocultar mi convicción —alguien dirá que hija de mis propios prejuicios— de que quienes en nombre de la paz se oponen a las Fuerzas Armadas del siglo XXI, que tienen el honroso papel de dejar la huella de España en los tramos más duros del camino por el que progresa la humanidad, no son más pacifistas de lo que fui yo mismo. Solo son menos eficaces.
Juan Rodríguez Garat Almirante retirado De la Asociacion Española de Militares Escritores
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