Traemos a la web el recuerdo de un hecho heroico ocurrido el 1 de abril de 1993, en las proximidades de la ciudad de Konjic, en los Balcanes, por un puñado de soldados españoles
Hoy les contaré la hazaña de unos hombres que estuvieron dispuestos a morir por defender al débil y al desamparado.
Una historia de héroes españoles que, como casi todas, permanece arrinconada en el olvido y que no sucedió hace siglos ni la protagonizan los rudos arcabuceros y piqueros del Rey… Bueno, en definitiva, son los mismos hombres, la vieja y fiel infantería.
La ciudad de Konjic está situada a unos cuarenta kilómetros de Sarajevo. Allí los musulmanes bosnios, que no eran unos santos, puesto que allí ningunos lo fueron, pues allí nadie respetaba al contrario y todos cometían salvajadas inenarrables, seres humanos al fin y al cabo con una metralleta entre las manos.
En la zona, la limpieza étnica la perpetraban los seguidores de Alá, los muhaidines de pañuelo verde en la cabeza y barbas cerradas como las del profeta que degollaban a los infieles y crucificaban a los curas ortodoxos o católicos mientras metían fuego a las iglesias… Igualito que los otros pero con mucha menos propaganda.
Era abril y apenas había puesto la Agrupación los pies en la zona de operaciones, y ya desde el primer momento supimos que allí no habíamos ido a rascarnos la barriga y que las bombas y los tiros no sonaban igual que en las películas.
La situación en los Balcanes para qué les cuento, aquella gente se desjarretaban a base de bien todos contra todos, serbios, croatas y musulmanes, todos bosnios y todos odiándose a muerte. Todos tratando de exterminar al otro con saña y esa mala leche tan espantosa que sacamos los seres humanos en tales situaciones. Menos mal que también afloran otros sentimientos.
La columna de cascos azules españoles avanza hacia la ciudad de Konjic y ya se ven las primeras casas derruidas y se oyen muy cercanas las detonaciones de las granadas y los rafagazos de fusil, se oyen también gritos desgarradores y llanto de niños.
De pronto saliendo de entre el polvo y el humo aparecen las figuras de ciento y pico civiles aterrorizados que son en su mayoría mujeres y niños croatas habitantes de la ciudad que huyen despavoridos, detrás de ellos una docena de soldados de las milicias croatas protegen la retirada de los civiles, y los bombazos y los disparos empiezan a llover alrededor de unos y de otros.
Los civiles entonces se refugian entre los costados de los blindados españoles, los famosos “beemerres” y se arrojan bajo ellos implorando la protección de los soldados de la Unprofor.
Después de disparar sus últimos cartuchos defendiendo a su gente, los soldados croatas supervivientes llegan hasta los blindados, arrojan sus armas y se entregan, manos en alto, a los cascos azules.
Asoman entonces, rematando fríamente a los soldados heridos que hay en el suelo, los combatientes de Ala. Son los llamados “Cisnes Negros” que han jurado morir defendiendo el Islam.
Tienen fama en toda Bosnia de ser sanguinarios y de crueles.
Son unos trescientos hombres armados con fusiles de asalto AK, ametralladoras y los temibles RPG-7 que son capaces de abrir un BMR como una lata de sardinas.
Exigen de inmediato a los españoles y de muy malas maneras que entreguen a los civiles y a los soldados croatas y que se vayan y miren a otro lado o de lo contrario abrirán fuego y los matarán a todos, que para el caso también son infieles.
El jefe de la columna española que forman cuatro BMR y un VCZ, que es lo mismo pero con una pala y que usan los zapadores, es un joven teniente de La Legión. Y de inmediato ordena a sus hombres desplegarse y a los tiradores de las “maquinas”, las temibles Browning de 12,7 milímetros de calibre, que apunten a los tíos de los lanzagranadas y que al más mínimo gesto hostil abran fuego.
Pero son muchos los que les apuntan con ellos. La tensión crece y las mujeres y los niños croatas lloran aterrorizados, los mujaidines gritan y enseñan los dientes y se pasan los dedos por el gaznate, los hideputas. Todo el convoy español tiene un solo pensamiento: ¡No os los llevareis, antes tendréis que matarnos a todos!
Desde el Cuartel General, al conocerse la delicada situación de la columna se le ordena al teniente que regrese y que abandone a los civiles y que sin mirar atrás, se repliegue…
– ¡De aquí no se va ni Dios! – es la respuesta del teniente Monterde, una respuesta para enmarcar en La Academia de Infantería.
Y se pasa por el forro las órdenes y se queda allí plantando cara a los Cisnes Negros.
A estos al menos no los vais a degollar, piensa Monterde.
Los bosnios impresionados y convencidos de que los españoles aquellos están dispuestos a morir y a matar por aquella gente se arrugan y envían emisarios para parlamentar…
No es lo mismo perseguir mujeres y niños que liarse a tiros con aquellos tíos de los blindados y la cara de pocos amigos, que encima, les regalaban a los niños sus raciones y sus chucherías.
Había algo noble y valiente en la actitud de aquellos soldados.
¡Moriremos matando! – parecían decir. Y lo habrían hecho.
Estoy seguro de que aquel día de abril del año 1993, si los de los pañuelos verdes se hubiesen echado adelante, ante ellos se habrían encontrado con las viejas picas y los viejos arcabuces y con los viejos redaños de la leal y feroz infantería española.
Porque hubiese sido un deshonor y una vergüenza abandonar a aquellas madres y a sus hijos. Y así lo entendió el joven teniente Monterde y los hombres que salieron con él aquel día de patrulla.
No somos héroes, dijeron después, solo cumplimos nuestro deber, nuestra obligación.
Para las doscientas personas que salvaron y para mí, si son héroes… Por supuesto olvidados. Y como tal les rindo el tributo que se merecen. Por valientes, por humanos, por soldados.
Por el par de cojones que le echaron aquel día de abril.
(Artículo publicado por Antonio Villegas Glez. en el blog La pluma y la espada.)
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