El profesor Pablo Yurmán, director del Centro de Estudios de Historia Constitucional Argentina, reivindica la labor de los españoles en la civilización de las tierras americanas.
¿Pedir perdón por todo ello?
Un nuevo 12 de octubre y la acostumbrada retahíla de frases denigratorias de nuestro pasado hispánico, la nostalgia inocultable de algunos por no haber sido colonia británica y la idealización con ribetes de literatura fantástica de un mundo indígena más parecido a un Edén que a una sociedad humana.
Frente a este panorama de engaño, muchas veces fomentado y financiado a contrapelo de la verdad histórica, acaso la
comprensión de un fenómeno tan complejo y de tanta duración -nada menos que tres siglos- como fue el de la conquista y poblamiento por España del fenomenal espacio americano, pueda explicarse formulándonos preguntas simples y razonables.
Cualquier persona curiosa y honesta debería preguntarse cómo fue posible que Hernán Cortés derrotara al imperio azteca contando con no más de doscientos españoles. Esa sola interpelación lleva inevitablemente a comprender que no todos los pueblos mesoamericanos eran aztecas, y que éstos dominaban y explotaban -mucho antes de la llegada de los españoles- a decenas de pueblos esclavizados que serán precisamente los que liderados por Cortés ingresen, en número cercano a los doscientos mil, a Tenochtitlán a liberarse del yugo azteca.
Otra pregunta razonable podría ser la siguiente: si España vino aquí únicamente con afán de lucro y para ello no dudó en explotar e incluso exterminar a pueblos enteros, ¿es ello compatible con que haya sido la única potencia europea que construyó hospitales y fundó universidades apenas desembarcó en este continente y lo siguió haciendo durante siglos?
Acotemos el análisis a las universidades y los hospitales ya que son instituciones que por sus características -fomento de la cultura superior y cuidado de la salud de un pueblo- están en las antípodas de la idea de explotación imperialista de una nación sobre otra.
Apuntemos que los holandeses, que dominaron hasta hace pocas décadas Surinam e Indonesia, jamás fundaron una universidad en esos lugares. Tampoco lo hicieron en el nordeste de Brasil que integró durante décadas su vasto imperio comercial. La primera universidad en Surinam se fundó recién en 1966. Tampoco Francia fundó universidad ni hospital alguno en Argelia o en Chad. Bélgica explotó el inmenso Congo durante un siglo y medio para extraer marfil y caucho. Murieron en esa región africana siete millones de nativos (sólo en los siglos XIX y XX). Jamás el estado belga fundó allí institución civilizatoria alguna como las que analizamos. Inglaterra pobló Australia de presos y prostitutas, pero no con universidades. En Estados Unidos las universidades surgieron por iniciativa privada y no por impulso de la corona británica, cuando las élites norteamericanas, bien entrado el siglo XVIII, quisieron evitar que sus hijos se educaran en la metrópoli y pudieran hacerlo en América. Salvo el caso de Harvard, fundada en 1636, las restantes casas de altos estudios se inician en el siglo XVIII.
Lo llamativo de esta enumeración es que no existe acusación a Holanda, Bélgica o Inglaterra de haber cometido genocidios en siglos pasados, ni se exige a sus gobiernos pedir perdón por su pasado colonial. Esa actitud recriminatoria se le reserva, curiosamente, sólo a España.
En 1503 el gobernador de La Española (actuales Haití y República Dominicana), Nicolás de Ovando, fundó en la ciudad de Santo Domingo el hospital de San Nicolás de Bari, el primero de América. Es de notar la fecha temprana si se toma en cuenta el reciente descubrimiento de Colón. El caso más llamativo es el del Hospital de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno, fundado por el mismísimo Hernán Cortes en México el mismo año de la toma de Tenochtitlán, para la atención de todos los habitantes sin distinción de etnias ni condición social. Allí mismo en 1578 se anexó la Facultad de Medicina de la Real y Pontificia Universidad de México. Es el hospital universitario más antiguo del continente, aún en funcionamiento.
La enumeración de las universidades fundadas por los españoles por impulso de la Corona sería sumamente extensa; basta decir que sólo en el siglo XVI llegarán a ser más de quince en los distintos territorios americanos.
Pese a lo que pudiera suponerse, las universidades eran en general gratuitas y abrían sus puertas a todos los grupos sociales americanos, blancos, indios y mestizos.
Como señala Marcelo Gullo, en referencia al Colegio Imperial de Tlatelolco “no sólo fue el más importante centro de enseñanza de las ciencias y las artes de todo el continente americano durante la primera mitad del siglo XVI, sino que se convirtió en uno de los más relevantes del mundo. En 1552 dos científicos indígenas, ex alumnos y profesores del colegio, Martín de la Cruz y Juan Badiano, dieron a conocer un tratado de Botánica y Farmacología que describía las propiedades curativas de las plantas americanas empleadas por los mexicas. Llevaba por título Libellus de medicinalibus indorum herbis, más conocido como Códice De la Cruz-Badiano” (Marcelo Gullo, “Madre Patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán”, Espasa).
En Perú, además de la famosa Universidad Real de la ciudad de los Reyes de Lima fundada en 1551, destacó el Real Colegio de Caciques San Francisco de Borja creado en 1621 en Cuzco, específicamente dedicado a la enseñanza de los hijos de los caciques incas, que durante dos siglos impartió clases trilingües, es decir, en latín, castellano y quechua.
El Perú fue asimismo testigo del nacimiento de la Escuela Cuzqueña de pintura a comienzos del siglo XVII, que tras un primer impulso a cargo de artistas europeos, fue protagonizada enteramente por indios y mestizos americanos, entre los que destacan Luís de Riaño, Diego Quispe Tito y el muralista Diego Cusihuamán. Característica propia de este estilo artístico es la combinación del barroco europeo con rasgos telúricos expresados en la inclusión de flora y fauna andina y en los rasgos indígenas presentes en los rostros. Según Wikipedia “tal es la fama que alcanza la pintura cuzqueña del siglo XVII, que durante la centuria siguiente se produce un singular fenómeno que dejó huella no sólo en el arte sino en la economía local. Nos referimos a los talleres industriales que elaboran lienzos en grandes cantidades por encargo de comerciantes que venden estas obras a ciudades como Ayacucho, Arequipa y Lima, o incluso en lugares mucho más alejados, en las actuales Argentina, Chile y Bolivia”.
Interesante dato que autoriza a afirmar que el arte cuzqueño indígena y mestizo tendrá durante el Imperio Español una producción masiva y un mercado consumidor a nivel continental, es decir, arte exquisito y a la vez en cantidades pocas veces vistas, en la misma época en que Londres no contaba ni con calles empedradas.
Dejando la zona andina y adentrándonos en las áreas selváticas nos encontramos con las famosas Reducciones Jesuíticas, pueblos en los que los jesuitas llevaron a cabo durante dos largos siglos el proceso de sedentarización y evangelización de las etnias guaraníes.
Si en tierras andinas descolló la pintura, acá será la música la vía de exteriorización artística de los guaraníes, sobre todo la ejecutada con instrumentos de viento. Según especialistas, los indios llegaron a fabricar en medio de la selva y bajo el calor tropical arpas, violines y chelos de calidad similar e incluso superior a los europeos. Pero estos datos, fácilmente constatables, no se difunden porque desarticularían en el acto el relato antihispánico al que nos referíamos al comienzo.
En todos los casos fue la Iglesia, generalmente por impulso del obispo del lugar, mecenas de todas esas obras que contradicen por sí mismas que se hubieran llevado a cabo en un clima de extermino, explotación y genocidio.
¿Pedir perdón por todo ello? Quien así procede es, consciente o inconscientemente, víctima de las mentiras de la leyenda negra y padece de un severo cuadro de amnesia cultural. En contraste, no se tienen noticias de florecimiento artístico alguno en las colonias holandesas, inglesas o francesas en el continente americano, sin que las actuales élites de esos países se sientan obligadas a pedir perdón por su pasado.