Lo sorprendente no fue la decadencia del Imperio español: lo sorprendente fue que el Imperio español durase tanto, que incluso creciera en extensión en el siglo XVIII cuando la hegemonía militar se había desplazado hacia Francia e Inglaterra. Esa persistencia se explica en libros como Historia de un triunfo. La Armada española en el siglo XVIII, del historiador Rafael Sánchez Torres. ¿No es un título un poco extraño para un libro? ¿Qué triunfos tuvo España en ese setecientos que empezó con una guerra dinástica liderada por austriacos y franceses y que terminó en la debacle de Trafalgar?
«El énfasis se ha puesto siempre en Trafalgar porque de Trafalgar tenemos mucha información: sabemos qué barcos combatieron, qué mantenimiento tenían, qué comía la tropa, cómo vestían…», explica Torres Sánchez. «Pero resulta que la imagen de Trafalgar no es significativa, porque la marina que combatió en Trafalgar ya era el producto de la quiebra política y operativa de 1793, 12 años antes. A partir de 1793, los sueldos no se cobraban en la Marina, los barcos se reparaban mal, no hubo innovación… Pero aquella derrota no fue de la marina española; fue la derrota de un Estado que estaba en camino de convertirse en un estado fallido, sin autoridad, ni estructuras, ni capacidad de regeneración. Si España hubiese ganado Trafalgar, hubiese dado igual porque el Estado ya estaba derrotado, ya se dirigía al sálvese quien pueda de la Guerra de la Independencia».
Su estudio –un libro de historia que casi parece un catálogo de arte de tan lujoso que es su aspecto– sostiene que la marina española, derrotada y casi destruida en 1680, vivió un admirable proceso de reconstrucción que llevó 100 años y que fue una obra coral e ilustrada y no el fruto de tres o cuatro momentos de heroísmo, como se tiende a pensar. «En el siglo XVII ya hubo esfuerzos que se dirigían en este camino de reconstrucción. Desde 1680 había una política dirigida a cambiar el sistema de aprovisionamiento de la Marina Española. Hasta ese momento, España había dependido de proveedores extranjeros para armar sus barcos. Después, entró en un proceso de nacionalización que se repartió por todos los territorios del imperio. Desde el papel de los informes hasta las anclas de los barcos, todo venía de fabricantes españoles».
Ese paso propició una industrialización antes de la industrialización, un tejido de innovación y desarrollo dirigido desde el Estado. «El cambio de dinastía aceleró el proceso, no porque los reyes fueran franceses sino porque volvió a existir una estructura de Gobierno. El cambio no respondió a la genialidad de un ministro sino al esfuerzo de cuatro generaciones de españoles y sólo se detuvo con la crisis de 1793».
Por eso, las victorias de Historia de un triunfo no son las batallas ganadas, sino la eficiencia de un modelo. «Se creó un organismo que estaba vivo y que aprendía de sus errores, que estaba en un proceso acumulativo. Mejoraban las sábanas de los hospitales, mejoraba las cuadernas de los barcos, mejoraba la dieta de los marineros… Los marineros españoles tenían menos escorbuto que los de cualquier otro país y eso no era casualidad. La Habana cayó en 1762; a los dos años España ya sabía en qué se había equivocado. A los cuatro, recuperó todo lo perdido. A los seis, había cambiado el sistema de funcionamiento para que no ocurriera de nuevo», explica Torres Sánchez.
Hay un ejemplo que expresa la sofisticación de la Marina Española de la época: el estado de sus competidores. En el setecientos, Inglaterra tenía la mejor marina del mundo sin competencia. Sus dos rivales en el mar eran España y Rusia, la otra potencia emergente de la época. «Pero Rusia no se podía comparar con España. Mire, cinco co seis años después de Trafalgar, España empezó a pensar en reconstruir su marina pero, como ya no tenía capacidad de producir navíos nuevos, alguien pensó en comprar barcos a los rusos. Lo que pasó es que los barcos rusos no sirvieron para nada porque su tecnología era mucho peor que la española. En el siglo XVIII, los rusos sólo actuaban en dos escenarios: en Crimea y un poco, sólo un poco, en Alaska. En cambio, España estaba operando a escala global. Tenía bases en Manila, en Chiloe o en San Blas, que emitían informes hacia España, y que tenían profesionales muy cualificados».
España tenía también arsenales; Cartagena, Ferrol, Cádiz, todos de vanguardia, aunque concebidos con un fin defensivo que dificultaba su funcionalidad. Y tenía un sistema de protección que se parecía a la seguridad social de nuestro tiempo y que convertía a los marineros en una élite social: «El marino tenía derecho a médico, a medicinas, a hospital… Eso era ciencia ficción para cualquier civil de España y para cualquier marinero de otro país. En cuanto a los sueldos, un capitán de navío tenía de sueldo base lo que mismo que ganaba un comerciante de una gran ciudad. Con las gratificaciones y dietas, lo triplicaba».
Y sobre todo, tenía una industria innovadora y rigurosa en torno a su marina. «El I+D de la época incluye cosas como las pastillas de caldo concentrado de carne, que se crean para alimentar a las tripulaciones. Con 36 kilos de pastillas de caldo tenían para toda la travesía. Y como ese ejemplo, había mil: un señor en el Ferrol, un señor anónimo, inventaba una máquina para remover la pintura que conseguía que el casco durase más tiempo. ¿Era más líder en este proceso el capitán que el señor que inventó la pastilla de caldo?».
Rafael Torres Sánchez estudia el renacimiento naval del Imperio español en el siglo XVIII como un logro coral y basado en la investigación y el desarrollo. Sólo Inglaterra tuvo una posición de dominio por encima de la de los españoles
POR LUIS ALEMANY MADRID
Fuente
El Mundo. 13/10/2021. Pag. 44