En el marco del Programa de Actualization de Asociados, AEME PAA 1S 25, se publica este trabajo de nuestro asociado Tomas Torres Peral, Comandante de Caballeria, r, abogado y economista
LA PRIMERA GUERRA CARLISTA
1.- Introducción.- Durante el primer tercio del siglo XIX, España se vio inmersa
en una profunda lucha política y social derivada del enfrentamiento entre dos corrientes
ideológicas antagónicas: el liberalismo y el absolutismo. Este choque de ideas no solo
transformó el panorama político de España, sino que también propició el surgimiento
del carlismo, un movimiento que se consolidó como la principal expresión del
absolutismo en la época.
El liberalismo, inspirado en las ideas de la Ilustración y en el ejemplo
revolucionario de Francia, impulsó la transformación de la monarquía absoluta en una
monarquía constitucional. Los liberales abogaban por la limitación del poder real y
defendían la soberanía de la nación, así como la garantía de los derechos civiles
fundamentales. La influencia de la Revolución Francesa y la posterior invasión
napoleónica de España aceleraron este cambio, alterando las estructuras políticas,
sociales y económicas del país. Los liberales, deseosos de modernizar la nación,
promovían un modelo de gobierno en el que el rey fuera un mero representante
constitucional, subordinado a la voluntad de las Cortes y a la organización de un Estado
regido por leyes y principios democráticos.
En contraposición, los absolutistas defendían el tradicional poder monárquico.
Para ellos, el rey debía mantener su autoridad absoluta, considerada como el garante del
orden y la unidad nacional. Cualquier intento de limitar esta autoridad se veía como una
amenaza a la estabilidad y a las viejas tradiciones. Las tensiones entre ambos bandos se
intensificaron, desembocando en conflictos políticos y, en ocasiones, en
enfrentamientos bélicos que dejaron una huella perdurable en la historia española.
2.- El conflicto dinástico.-. La exclusión del trono del hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro, provocó una crisis sucesoria que dio origen al carlismo. Este movimiento se erigió como respuesta directa a la imposición de un modelo liberal y a la ruptura de las tradiciones absolutistas, defendiendo la legitimidad de la línea carlista y la restauración del poder real absoluto.
Así, la pugna entre liberalismo y absolutismo se convirtió en el eje central de las transformaciones políticas de nuestra patria, marcando el inicio de una larga serie de conflictos que definirían el devenir de España durante el siglo XIX.
En el siglo XVIII, con la llegada de los Borbones, España adoptó la Ley Sálica,
que impedía a las mujeres heredar el trono. Esta norma, instaurada por Felipe V, fue
ratificada por los monarcas sucesivos y se consideraba fundamental para la estabilidad
dinástica. Sin embargo, en 1830, Fernando VII promulgó la Pragmática Sanción para
restablecer los derechos sucesorios femeninos, asegurando así el trono para su hija, la
infanta Isabel II. Esta decisión generó gran controversia, ya que muchos sectores de la
aristocracia y el ejército consideraban la Ley Sálica inalterable. Al fallecer Fernando
VII en 1833, la proclamación de Isabel II como reina, bajo la regencia de su madre,
María Cristina de Borbón, desató una crisis dinástica. Su hermano, Carlos María Isidro,
reclamó el trono, alegando la vigencia de la Ley Sálica, lo que provocó la Primera
Guerra Carlista.
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Los liberales apoyaron a Isabel II, viendo en su reinado una oportunidad para consolidar una monarquía constitucional basada en ideas ilustradas. En contraste, los carlistas defendían el absolutismo y la tradición monárquica, oponiéndose a las reformas liberales. Así, el carlismo no solo representó una lucha dinástica, sino también un movimiento político y social que rechazaba la modernización del país.
El conflicto entre isabelinos y carlistas marcó el siglo XIX español, generando divisiones políticas y
sociales que persistieron durante décadas. La guerra carlista fue el primer gran enfrentamiento entre
absolutistas y liberales en España, en pugna por consolidar el proceso de transición hacia una monarquía constitucional.
3.- La Primera Guerra Carlista. Esta primera Guerra Carlista tuvo lugar entre
1833 y 1840, fue un conflicto que marcó profundamente la historia de España. El 29 de
septiembre de 1833, Fernando VII falleció sin dejar un heredero varón, sucediéndole en
el trono su hija Isabel, como ya se ha indicado, generándose no solo un conflicto
dinástico, sino que también dejó al país en una situación política inestable. España, que
había sido devastada por la Guerra de Independencia (1808-1814), ahora se encontraba
en un estado de fragilidad política y social. La falta de una transición ordenada y el
vacío de poder facilitaron la radicalización de las facciones y la entrada en una guerra
civil que se prolongaría por siete años, y que habitualmente se la estudia en tres fases
bien diferencias que analizamos a continuación.
3.1 Desde el inicio hasta la muerte de Zumalacárregui. El estallido se inicia
en Talavera de la Reina, el de octubre de 1833, donde e funcionario de Correos Manuel
María González lanza el primer «¡Viva Carios V!». Era el 3 de octubre de 1833. El
funcionario González, se puso al frente de una partida de antiguos realistas, depone a las
autoridades liberales y proclama a don Carios como rey legítimo de España. La partida
Isabel II es pronto dispersada por las tropas leales al Gobierno, y González es detenido y
fusilado. Esta sería la tónica general de las primeras semanas. Desorganizados, sin
armas y sin planes previamente diseñados, ni dirigidos, la mayoría de las partidas se
alzarían, con los antiguos voluntarios realistas, con jefes locales, pero sin encontrar eco
alguno en los cuarteles. El carlismo si tuvo eco en el norte de España, donde Carlos María Isidro contaba con un amplio apoyo, especialmente entre la nobleza rural, el clero y los sectores más
conservadores de la sociedad. Desde el principio, los carlistas se alinearon con un
modelo político absolutista y centralista, que defendía la monarquía tradicional y la
centralización del poder en el rey, en contraposición al sistema liberal que los isabelinos
intentaban implantar.
En las Provincias Vascongadas, Navarra y parte de Aragón, los carlistas
comenzaron a organizarse rápidamente en pequeños grupos de resistencia. La situación
se complicó aún más cuando la reina regente, María Cristina, madre de Isabel II, solicitó
la intervención del ejército para sofocar los levantamientos. Sin embargo, los carlistas,
que contaban con el apoyo popular, consiguieron hacer frente a las fuerzas isabelinas en
una serie de batallas iniciales.
El carlismo se sustentaba en la movilización popular y la creación de guerrillas,
que eran una característica definitoria de las primeras fases del conflicto. Los carlistas
sabían cómo aprovechar el terreno montañoso del norte de España para llevar a cabo
tácticas de guerrilla, lo que les permitió resistir los avances de las fuerzas regulares del
ejército isabelino.
Uno de los momentos más determinantes para el carlismo fue el ascenso de
Tomás de Zumalacárregui, un militar experimentado, que rápidamente se convirtió en el
militar más destacado del bando carlista. Zumalacárregui había servido como oficial en
el ejército español durante la Guerra de Independencia, y su conocimiento del terreno y
su habilidad táctica fueron cruciales para la organización y expansión del movimiento
carlista en el norte de España.
Inicialmente, los carlistas carecían de una estructura militar organizada, pero la
llegada de Zumalacárregui cambió el panorama. Tomás no solo organizó a las fuerzas
carlistas en una estructura más coherente y eficaz, sino que también desarrolló una
estrategia militar que priorizaba las tácticas de guerrilla y la utilización del terreno
montañoso para evitar enfrentamientos directos con el ejército regular, más numeroso y
mejor equipado.
La habilidad de Zumalacárregui se evidenció especialmente en sus victorias en
Navarra. Con Zumalacárregui ya a al mando, los combates, muy conocidos, se suceden,
siempre a su elección: Nazar y Asarta, el 29 de diciembre de 1833; Güesa, el 3 de
febrero de 1834; Urdániz, 18; Abárzuza, el 29; venta de Alsasua, el 22 de abril; 18 de
junio, Venta de Gulina; Muez, el 26; Artaza, 31 de julio; Peñas de San Fausto, 19 de
agosto; Eraul y Viana, a principios de septiembre, se estrena brillantemente la
caballería carlista; Alegría, 27 de octubre; Venta de Echávarri, al día siguiente;
incursión en la Ribera, en noviembre. Todos ellos son muy parecidos; o bien los
carlistas esperan el ataque en una posición fuerte, para romper el contacto cuando lo
juzgan oportuno o necesario, o bien asestan duros golpes contando con la ventaja de la
sorpresa. Son acciones calculadas, en las que los de don Carlos sufren menos bajas que
sus enemigos, y al tiempo refuerzan su confianza, a medida que disminuye la de los
adversarios, lo que consolidó la figura de Zumalacárregui como el jefe indiscutido del
carlismo en el norte. A medida que avanzaba la guerra, las fuerzas carlistas comenzaron
a ganar terreno, y Zumalacárregui demostró ser un general capaz de mantener la moral
alta en su ejército, a pesar de las innumerables dificultades.
Uno de los hechos clave durante esta primera fase de la guerra fue el primer
asedio de Bilbao, en 1835. Bilbao era una ciudad clave para los isabelinos debido a su
ubicación estratégica y su importancia económica, por lo que su control era crucial para
ambos bandos. Zumalacárregui, sitió la ciudad durante meses, con la esperanza de
forzar una rendición.
Sin embargo, el asedio también mostró las limitaciones de los carlistas, quienes
carecían de los recursos necesarios para mantener una campaña prolongada. La falta de
suministros, especialmente de artillería pesada, impidió que los carlistas pudieran
obtener una victoria decisiva en Bilbao.
El 24 de junio de 1835, durante un reconocimiento en el campo de batalla,
Tomás de Zumalacárregui fue gravemente herido en el pie por una bala enemiga. Su
condición empeoró rápidamente, y el 25 de junio falleció, dejando un enorme vacío en
el bando carlista. La muerte de Zumalacárregui fue un golpe devastador para el
carlismo, ya que había sido el comandante más capaz y carismático del carlismo hasta
ese momento.
3.2.- De la muerte de Zumalacárregui a la Expedición real. Como se ha
señalado,, la muerte de Tomás de Zumalacárregui, representó un grave golpe para el
bando carlista ya que este no solo había sido un general de gran prestigio, sino que
también era el estratega que había sabido imponer disciplina y organización entre las
tropas carlistas. Sin embargo, durante los años siguientes, varios generales carlistas
continuaron luchando con determinación, aunque el curso de la guerra fue marcado por
vaivenes y conflictos territoriales que dificultaron una resolución definitiva.
El bando isabelino aprovechó la oportunidad para intentar consolidar su poder y
recuperar los territorios que estaban en manos de los carlistas. No obstante, la guerrilla y
la resistencia en el norte del país, particularmente en los valles de las Provincias
Vascongadas y Navarra, continuaron siendo una fuerza estimable. Los carlistas se
reorganizaron bajo el liderazgo de otros generales, destacándose entre ellos Ramón
Cabrera, quien tomaba un papel destacado en el Maestrazgo, y José Zárategui, Basilio
Antonio García y Pablo Sanz en el frente norte.
En 1836, se produjo un nuevo intento por parte de los carlistas para reforzar su
posición, y fue en este contexto cuando entró en escena el brigadier Miguel Gómez y
Damas, un veterano militar que se unió a las filas carlistas. Gómez había sido uno de los
oficiales más respetados durante la Guerra de Independencia, y su experiencia adquirió
gran valor en las batallas de este periodo. Gómez salió el 26 de junio de 1836 de
Amurrio con 2.700 hombres a pie, 180 a caballo y dos cañones. Su intención era
desplazar la guerra a Asturias y Galicia, pero seis meses más tarde, y tras haber
recorrido casi toda la península, la expedición volvió a su línea de salida sin haber
cumplido su misión. Gómez tomó Oviedo, Santiago de Compostela, León, Palencia,
Albacete, Córdoba, Almadén, Cáceres y Algeciras, en ocasiones tras duras batallas y en
ocasiones sin siquiera disparar una sola vez. No obstante, en cuanto sus soldados
dejaron estos emplazamientos, los liberales volvieron a hacerse con ellos, de forma que
la misión de extensión de la guerra no pudo cumplirse. Tras el fracaso de la expedición,
Gómez logró mantener la moral de las tropas carlistas e impedir que el ejército isabelino
avanzara de forma definitiva. Su habilidad para dirigir un ejército desmoralizado fue
crucial para prolongar la resistencia carlista.
En paralelo a la figura de Gómez, hubo otros generales carlistas que se
destacaron en los combates en el norte, particularmente en las regiones de Navarra y
Aragón, entre ellos, Basilio Antonio García, quien el 1 de julio de 1836, al frente de un
par de batallones y un escuadrón, inició una expedición por Castilla, cuyo auténtico
objetivo era distraer a las tropas isabelinas que pudieran marchar en persecución de
Gómez, pero que no por ello dejaba de tener interés, pues el 16 del mismo mes hizo su
entrada en Soria, donde se le unieron numerosos voluntarios. De allí pasó a la provincia
de Segovia, ocupando Riaza y acercándose a La Granja, donde se encontraba en
aquellos momentos la Reina Gobernadora. El 26 batía en Arauzo de Miel a la columna
del coronel Azpiroz.
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Días más tarde sorprendió a una columna de francos en Maranchón (Guadalajara), parte de cuyos efectivos se incorporaron a sus filas. El 26 de agosto, al frente de cuatro batallones y tres escuadrones, o sea, de más de duplicadas fuerzas que las que llevaba al salir de las provincias, Basilio repasaba el Ebro al frente de una expedición que, dentro de su falta de pretensiones, fue de las más afortunadas entre las emprendidas por las armas de don Carlos.
Pablo Sanz, otro general carlista de gran experiencia, también participó en las luchas del norte, particularmente en la defensa de las montañas de las Provincias Vascas y en las operaciones de guerrilla. Dirigió su expedición, aunque fue una expedición menor, y que fracasó en sus objetivos, podría haber sido peor si se hubieran mantenido las instrucciones oficiales, de 20 de agosto de 1836, según las cuales Sanz debía marchar hacia el Maestrazgo como comandante general de Aragón y Valencia. Sin embargo, cuando la expedición estaba en marcha y ya próxima a pasar el Ebro Sanz le dieron instrucciones para que se digiera a Asturias, noticia que no fue de su agrado: Colocado al frente de tres batallones y dos escuadrones, Sanz emprendió su marcha el 25 de septiembre, y el
28 penetraba en Asturias. Desistiendo ocupar Oviedo, con cuya guarnición mantuvo un
Carlos María Isidro breve tiroteo, la expedición se mantuvo cerca de un mes por la zona, haciendo un nuevo reconocimiento sobre la capital el día 19 de octubre. El 22 ocupaba Gijón y el 23
Avilés, pero poco después, tras amagar sobre León y regresar a Asturias, iniciaba su
retorno a las Provincias Vascas, donde hizo su entrada a mediados de noviembre.
A lo largo de 1837, la situación militar para los carlistas se complicó aún más
debido a la falta de apoyo internacional y a las derrotas sufridas en los frentes de
combate. En este contexto, los carlistas intentaron llevar a cabo la llamada Expedición
Real de 1837, que consistía en una incursión de un ejercito 10.780 infantes y 1.200
jinetes, en territorio por Aragón y Cataluña para reunirse con las tropas de Cabrera en el
Maestrazgo, con la particularidad que estaba encabezada por el infante Don Carlos,
quien había llegado a España en 1835 con la esperanza de consolidar el poder de los
carlistas en el norte.
La Expedición Real tuvo un comienzo prometedor, pero rápidamente se
encontró con la falta de suministros, las dificultades logísticas y las resistencias de las
fuerzas isabelinas. A pesar de algunos éxitos iniciales, la expedición fracasó por no
haber conseguido objetivo alguno. Llegó a las puertas de Madrid sin atacarlo.
A pesar de la frustración que supuso el final de la Expedición Real, los generales
carlistas continuaron luchando en el norte. Gómez, García, Zárategui y Sanz, junto con
otros generales carlistas, se enfrentaron a una situación difícil, pero no abandonaron la
resistencia. La guerra continuó en un entorno de guerrillas y de desgaste, donde las
fuerzas carlistas, aunque derrotadas en el plano estratégico, siguieron siendo una
amenaza en las montañas y en las zonas rurales. Estos generales jugaron un papel
fundamental en mantener la moral y la cohesión de las tropas carlistas, y su lucha
permitió que el conflicto continuara por varios años más.
3.3.- De la Expedición Real al fin de la guerra. La Expedición Real que había
sido un intento por parte de los carlistas de recuperar la iniciativa en la guerra, pero
fracasó debido a la falta de recursos y el mal desarrollo de la operación. El fracaso fue
devastador para la moral de las fuerzas carlistas y abrió un período de reorganización
interna.
A pesar de los contratiempos, el carlismo no se disolvió. Continuaron luchando
en un frente de guerrilla con tácticas de desgaste, resistiendo la presión de las fuerzas
isabelinas en diversas partes del país, especialmente en el norte y en algunas zonas de
Aragón. Sin embargo, el bando carlista se encontraba fragmentado, y la falta de
cohesión en su jefatura comenzaba a ser un problema, ya que las disputas internas y las
dificultades logísticas afectaron el rendimiento del ejército carlista.
A partir de 1837, los isabelinos, bajo el mando de destacados generales como
Espartero comenzaron a tomar la iniciativa en el terreno militar. A pesar de las derrotas
sufridas por las tropas liberales en el primer período de la guerra, el ejército isabelino se
reorganizó eficazmente y empezó a recuperar territorios clave en el norte, así como a
someter el levantamiento carlista en Cataluña.
En 1838, uno de los generales carlistas más destacados, Ramón Cabrera, «El
tigre del Maestrazgo» conocido por su carácter autoritario y su implacable lucha, fue
uno de los más fervientes defensores de la causa carlista. Su habilidad para movilizar
tropas y realizar incursiones por supresa a lo largo de la región le permitió durante un
tiempo mantener el control de una parte importante del territorio. Tomó Morella y la
convirtió en la capital del territorio.
En el bando liberal, el ascenso de Espartero fue crucial para el éxito de las
operaciones militares. Espartero se convirtió en una figura clave en la guerra como
general al frente de sus tropas. La habilidad táctica de Espartero para aplastar las fuerzas
carlistas fue determinante, especialmente a partir de 1839. El progresivo avance de los
liberales hacia el norte fue imparable, y las fuerzas carlistas, aunque intentaron resistir,
se vieron obligadas a luchar en condiciones extremadamente adversas. A lo largo de
este período, las fuerzas carlistas se vieron acosadas por la falta de unidad interna. La
falta de recursos y la creciente presión de las tropas liberales obligaron a los carlistas a
retirarse de varias posiciones estratégicas en Cataluña y Navarra.
En 1839, tras años de lucha, se alcanzó un punto de inflexión con el Abrazo de
Vergara, un acuerdo entre Rafael Maroto, general carlista, y el general isabelino
Espartero, que puso fin a la resistencia organizada de los carlistas en el norte de España.
Este acuerdo fue clave para el fin de la guerra, ya que permitió a las fuerzas carlistas
mantenerse organizadas en una serie de condiciones favorables, aunque sin posibilidad
de alcanzar sus objetivos políticos. El Abrazo de Vergara no fue una victoria carlista,
sino más bien una rendición condicionada, de hecho algunos carlistas decepcionados
por el tratado lo denominaron «La traición de Vergara», De hecho, figura de Don
Carlos, que nunca logró obtener el trono, quedó marginada. La rendición de los carlistas
en el norte consolidó la victoria del bando liberal.
Tras el acuerdo, los últimos vestigios de resistencia carlista se mantuvieron en
algunos focos, especialmente bajo el liderazgo de Ramón Cabrera en su zona de
influencia. Cabrera, al principio del conflicto, había sido una de las figuras más
destacadas del carlismo, pero la resistencia bajo su mando se fue debilitando ante el
avance imparable del ejército liberal y la incapacidad para recibir refuerzos
significativos.
En 1840, la derrota final de Cabrera y la disolución de las fuerzas carlistas
marcaron el fin de la Primera Guerra Carlista. Cabrera, que había sido uno de los
últimos bastiones del carlismo, al ser derrotado, se exilió a Francia, donde continuó
siendo un símbolo de la resistencia carlista, pero sin ningún poder militar en España.
El Abrazo de Vergara y la posterior derrota de Cabrera pusieron fin a la Primera
Guerra Carlista. La guerra había dejado un saldo terrible de muertes y sufrimiento, pero
la victoria de las tropas isabelinas y la consolidación de Isabel II en el trono significaron
la derrota definitiva de la causa carlista en este primer intento de restauración del
absolutismo. Sin embargo, a pesar de la derrota, el carlismo no desapareció. Las ideas
absolutistas y la oposición a los cambios liberales continuarían presentes en la política
española durante muchos años, alimentando los conflictos internos que darían lugar a la
Segunda (1846-1849) y Tercera (1872-1879) Guerra Carlista, así como otros
levantamientos a lo largo del siglo XIX.
Tomás Torres Peral
Comandante de Caballería, r Abogado y Economista
De la Asociacion Española de Militares Escritores