No son cuestiones de actualidad las que motivan este artículo, mi pluma sigue ajena a las noticias que van surgiendo, al no ser ése el fin de esta sección. Sin embargo, desde una perspectiva histórica, sí que me parece más que paradójico e interesante, y por tanto digno de reseñar, que mientras hay algunos de nuestros hermanos que hoy denuncian no sentirse españoles, y por ello pretenden romper la unidad del Estado argumentando ilusorias estupideces, la comunidad sefardí, que fue expulsada de estas tierras ya hace más de cinco siglos, sigue encariñada y aferrada a nuestra patria común, la cual sienten como parte de sus raíces más entrañables y utilizan como seña identitaria.
Se ha de comenzar señalando que tres son principalmente las grandes comunidades de judíos que existen, cada una con sus propias tradiciones e, incluso, con su propia lengua. La comunidad askenazí, que se asentó en Europa central y oriental, es quizá la más conocida, dado que una parte fundamental de sus integrantes emigraron a los EEUU y, muy especialmente, en la segunda mitad del siglo XX. Hablan el yidis, que surgió de la mixtura de términos alemanes, eslavos y provenientes del hebreo. Mucho menos valorada ha sido la mizrajim, establecidos en los países de Oriente próximo y el norte de África, llegando incluso a la India, territorios donde se han acostumbrado a comunicarse en árabe. Y la tercera, que siempre ha gozado de una gran reputación, como veremos, es la sefardita, proveniente de Sefarad, nombre bíblico que se le dispensó a la península Ibérica. Cuando fueron expulsados del sur de Francia (1394 – último de los decretos), Castilla y Aragón (1492), Portugal (1496) y Navarra (1497), inmersos en una nueva diáspora, fue cuando tomaron una mayor conciencia de pertenencia a la misma. Su idioma es el ladino, muy influenciado por el castellano antiguo.
Se estima que los primeros hebreos llegaron a la península Ibérica en el primer siglo antes de Cristo, pero que fue a raíz de la invasión islámica cuando su cultura eclosionó, dando lugar a un periodo de prosperidad realmente sorprendente, que en parte se debió a un proceso de arabización. El acceso a los valiosos textos que conservaban las bibliotecas musulmanas, muchos escritos en la antigüedad, revolucionó todas las ramas del saber, como la Filosofía y la Teología entre las Humanidades; y las Matemáticas, Astronomía o Medicina entre las Ciencias. Pero, además, se comenzaron a realizar traducciones de todas esas obras y de las que se estaban componiendo por entonces, siendo luego los reinos de España desde donde se introdujeron en Europa. Ciudades como Córdoba, Toledo, León, Granada o Sevilla se convirtieron, en parte gracias a ellos, en centros culturales de primer orden de Occidente.
Son muchos los judíos sefardíes ilustres, pues muchos fueron los siglos que esta comunidad residió en España. Algunos nombres conocidos son Yehudá Abravanel o León Abravanel, médico, filósofo y poeta hijo de un importante tesorero de los Reyes Católicos, se trasladó a Nápoles, donde sirvió al Gran Capitán e impartió clases en la universidad. Moshé Sefardí, luego conocido como Pedro Alfonso de Huesca, escritor, teólogo y astrónomo que sirvió como médico a dos reyes: Alfonso I de Aragón y Enrique I de Inglaterra. Abraham ibn Ezra o Benjamín de Tudela, poeta, traductor, gramático e incansable viajero cuyas aventuras nos trasmitió en sus escritos. Pero, sin duda, el más célebre fue Moisés ben Maimón, más conocido como Maimónides. Este cordobés es considerado uno de los mejores estudiosos de la Torah durante el Medievo. Fue además médico, filósofo, astrónomo y rabino. Vivió una época convulsa, pues los Almohades, que se hicieron con el poder en Al-Ándalus, siendo un pueblo menos aristocrático y culto que los Omeyas, impusieron un rigor religioso que le obligó a emigrar hacia el este del Mediterráneo. Su fama debió ser tal, que terminó siendo el médico personal del gran sultán Saladino.
Por el valor que tiene para la cultura judía, otro gran hito que se debe a la comunidad sefardí es el desarrollo de la Cábala, principal escuela mística o exotérica hebrea. En realidad, este tipo de estudios nació en la Provenza, que técnicamente era también un área sefardita, desde donde luego irradió hacia la península Ibérica. Una de sus primeras figuras, el francés Isaac el Ciego, influyó notablemente en la comunidad judía de Gerona, donde se desarrolló lo que podríamos calificar como primer círculo cabalístico. El gran exponente de la misma fue Moshéh ben Najmán, a quien se le conocía como Najmánides. Éste fue un gran rabino, aunque en discordancia con las enseñanzas de Maimónides. De la Corona de Aragón saltó a la de Castilla, donde sin duda alcanzó su máximo esplendor. Allí se fundaron núcleos de especial relevancia, como el de Toledo, si bien, el cabalista más destacado vivió en León. Se atribuye a Moisés ben Semtob de León o, simplemente Moisés de León, la autoría de el Zóhar o Libro del esplendor, una obra tan valiosa, que mantuvo la misma consideración que el Talmud o la Biblia. Que en España los judíos alcanzaran tales cotas de conocimiento, es la principal causa de la alta estima de la comunidad sefardita que aún perdura en el pueblo hebreo.
No desarrollaré aquí todo lo concerniente a la famosa convivencia pacífica de las tres grandes culturas en Toledo, porque a mi modo de entender tiene tanto de real como de legendario, e incita a negar las muchas tensiones que existieron entre ellas o el tamaño dispar de esas comunidades tan distintas, que no obstante hubieron de cohabitar en un espacio tan delimitado. Eso no implica negar la trascendencia de la cultura judía en España y, de hecho, creo que resulta mucho más significativo e ilustrativo referirme a los llamados judeoconversos o “marranos”.
Tras el decreto de expulsión firmado por los Reyes Católicos hubo una serie de cambios muy interesantes. El primero es crucial incluso para entender nuestra propia historia y responde a aquéllos que aún creen que España surgió como tal en 1700, pues el término “sefardí” dejó de identificar a los hebreos naturales de la península, para designar únicamente a los que pertenecían a los Estados regidos por los monarcas que en las crónicas aparecen citados como “reyes de España”. Los judíos portugueses pasaron a ser una comunidad desligada de la anterior.
Por otro lado, muy a pesar de esa forma tan despectiva de referirse a ellos, y sin tratar de ocultar que esa política generó cierto odio hacia los que vivían según este credo, lo cierto es que el verdadero rechazo lo sufrieron los falsos conversos, y sólo ellos hubieron de responder ante las pesquisas de la Inquisición. Porque España no podía prescindir de gente tan preparada, justo cuando estaba formándose el Estado Moderno, y porque muchos de aquellos judíos estimaban tanto esta tierra y su vida en ella, que decidieron convertirse y su transformación fue sincera. Es oportuno incidir, también, en que éstos engrosaban en su mayoría un sector social muy necesario y que hoy calificaríamos como clase media. Necesitaría muchas hojas para recoger el nombre de todos los españoles ilustres de procedencia hebrea y que sobresalieron como secretarios reales, burócratas, religiosos o escritores. Con todo, sirvan de ejemplo san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, fray Hernando de Talavera, fray Luis de León, Juan de Coloma, Fernando de Rojas, Bartolomé de las Casas, Juan Luis Vives, Miguel Servet y, cómo no, el mismísimo Miguel de Cervantes Saavedra. España nunca habría sido lo que fue y es sin ellos.
Una de las características del pueblo judío es justamente la importancia que otorga a la tradición oral, al conocimiento de sus costumbres e historia. Según he adelantado, los sefardíes nunca dejaron de adorar esta tierra y sentirse orgullosos de su vinculación a ella, y sus hermanos jamás han dejado de reconocer en dicha comunidad su grandeza. Merced a ello, aún expatriados, algunos han seguido siendo embajadores de nuestra cultura y no en vano, en ciudades como Venecia el viajero o turista puede encontrar una sinagoga “española”, muy humilde; y en otras como Budapest y Praga, también tildados de “españoles”, preciosos templos que reproducen la estética y el arte nazaríes de la Alhambra de Granada.
En resumen, como otros tantos autores han señalado, es curioso que ellos que sí conocen su pasado no cesan de reivindicarlo, mientras que aquéllos que lo desconocen o detestan, muy influidos por políticas actuales ajenas al rigor histórico, prefieren inventárselo.
Hugo Vázquez Bravo
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