En el marco del Programa de Actualization de Asociados, AEME PAA 1S 25, se publica este trabajo de nuestro asociado Miguel Zafra Caramé, Capitán de Navío, r
HISTORIAS DE LA PRIMERA CIRCUNNAVEGACIÓN
Introducción
La primera expedición española a las islas Molucas tuvo dos protagonistas sobresalientes: Hernando de Magallanes, que la condujo hasta Filipinas, y Juan Sebastián de Elcano, que llevó de regreso a España la única nao superviviente y completó la primera vuelta al mundo de la Historia.
En un segundo término, hay personajes como Gonzalo Gómez de Espinosa, Francisco Albo o Juan de Acurio que, aunque no gozan de un reconocimiento tan universal como los dos anteriores, tienen el suficiente como para acreditar el importante papel que tuvieron dentro de la expedición.
Pero no hay que olvidar que en aquel viaje participaron dos centenares y medio de hombres. Y entre ellos hubo algunos que, a pesar de su menor relevancia, protagonizaron actuaciones especialmente notables, hechos puntuales significativos o simples circunstancias curiosas por las que merecen igualmente ser recordados. Estos son algunos de ellos:
Juan de Campos
Madrileño de Alcalá de Henares, embarcó como despensero en la nao Concepción.
En Filipinas, después de que la expedición quedara muy mermada por el combate de Mactán y la matanza de Cebú, su barco fue quemado por falta de gente para dotarlo y Campos fue pasado a la Trinidad y ascendido a escribano.
En el mes de junio de 1521 las dos naos supervivientes llegaron a la isla filipina de Palawan en busca de alimentos. Venían en estado de suma necesidad, pero también con mucho recelo hacia los indígenas después de la enorme traición que habían sufrido en Cebú. En una de las playas de la isla divisaron un grupo de nativos que les hacían señas para que desembarcaran. López Carvalho, entonces capitán general, no lo vio claro pues poco antes, en otra playa de la misma isla, habían sido recibidos a flechazos.
Juan de Campos se ofreció entonces voluntario para bajar a negociar con los isleños diciendo «que si le matasen, que en ello no perdían gran cosa y que Dios se compadecería de su alma».
El valiente escribano fue conducido a tierra y se dirigió completamente solo a parlamentar con el grupo. Por suerte, fue muy bien acogido y, gracias a su decisión y a su habilidad negociadora, las naves salieron de allí un mes más tarde con las bodegas repletas de arroz y con un montón de gallinas, cabras y cerdos correteando por cubierta.
No fue esta su única actuación meritoria pues, más adelante, ya en las Molucas, cuando la Trinidad salió de Tidore para intentar llegar al Darién y de ahí a España, Campos quedó en la isla al frente de cuatro hombres a cargo de la factoría que habían levantado en tierra, «como escribano e tesorero de asiento». Allí permanecieron, solos e indefensos, a sabiendas de que en cualquier momento podía llegar una fuerza portuguesa con intenciones hostiles. Cuando, efectivamente, llegaron los portugueses con siete barcos y 300 hombres, se apropiaron de la factoría y encarcelaron a Campos y los suyos. El bravo escribano complutense acabó muriendo ahogado al naufragar un junco en el que era conducido a la prisión de Malaca.
Ginés de Mafra
Jerezano de nacimiento, fue miembro de una familia de navegantes radicada en Palos. Su primo, Juan Rodríguez de Mafra, piloto en la San Antonio y en la Concepción, había navegado con Colón en dos de sus viajes. Ginés embarcó en la Trinidad como simple marinero. Sabía leer y escribir y, posiblemente, fue adquiriendo y ampliando conocimientos de navegación durante la travesía.
Cuando salieron de Tidore para intentar el tornaviaje hacia la costa americana la nao no tenía piloto, ya que Carvalho había fallecido dos meses antes. El capitán Gómez de Espinosa encomendó entonces el pilotaje de la nave a Ginés de Mafra y al genovés León Pancaldo, también marinero.
Los dos improvisados pilotos siguieron una derrota similar a la que, años después, trazaría con éxito Andrés de Urdaneta, pero la suerte les fue esquiva y los vientos no les favorecieron. A los cuatro meses de su salida tuvieron que volver a las Molucas, imposibilitados de alcanzar su destino y habiendo padecido grandes temporales, temperaturas muy frías y una fuerte hambruna que acabó con la vida de 31 de sus 57 tripulantes. Al llegar fueron apresados por la misma fuerza portuguesa que había encarcelado a Campos y sus hombres.
Ginés de Mafra sobrevivió a la terrible travesía y al largo cautiverio de más de cuatro años a que le sometieron los portugueses por las prisiones de Ternate, Banda, Java, Malaca, Cochín y Lisboa. En 1527 fue liberado y se convirtió en el último de los expedicionarios que consiguió regresar a España, casi ocho años después. Allí se encontró con que su mujer, dándole por muerto, se había casado con otro y vendido todos sus bienes.
Ginés marchó a América y, años después, participó como piloto de la nao San Cristóbal en la expedición de Ruy López de Villalobos. Allí volvió a navegar por aguas de Filipinas, redactó un manuscrito relatando su viaje con Magallanes y volvió a conseguir estar entre los supervivientes, que fueron menos de la tercera parte de los que salieron.
Roldán de Argote
Fue un lombardero flamenco, natural de Brujas, que sirvió en la Concepción y posteriormente en la Victoria.
Durante la exploración del estrecho de Todos los Santos, estando en el puerto de Las Sardinas, Magallanes destacó una embarcación con un puñado de hombres en misión de descubierta. Entre ellos estaba Roldán de Argote. Después de dar muchas vueltas y perderse un par de veces, se arrimaron a la costa y treparon a un cerro para otear el horizonte. De esta forma fueron los primeros en avistar la salida al océano y en dar la noticia al capitán general y al resto de la expedición.
El promontorio desde el que hicieron el avistamiento ha quedado para la Historia como «la campana de Roldán», lo que convierte al lombardero en el único expedicionario, aparte del propio Magallanes, cuyo nombre está inmortalizado en un topónimo. No fue, sin embargo, el navegante flamenco quien avistó por primera vez la salida al Mar del Sur. Este honor, si nos fiamos del premio en metálico —o albricias— que se les concedió por ello, corresponde a otros dos tripulantes del bote, el barbero Hernando de Bustamante y el marinero Ocacio Alfonso. El hecho de haber dado su nombre al cerro en cuestión hace pensar que Roldán de Argote era quien mandaba el pequeño destacamento.
Roldán, Bustamante y Alfonso acabarían siendo integrantes del pequeño grupo que completó la vuelta a la Tierra, aunque solo el barbero estuvo entre los 18 que llegaron a Sanlúcar con la Victoria. Tanto el lombardero como Ocacio Alfonso quedaron retenidos por los portugueses en Cabo Verde si bien, respecto a Argote, los registros que se conservan en el Archivo General de Indias señalan que “quedó en la isla de Cabo Verde enfermo” por lo que quizá no estuviera en el bote apresado sino que lo dejaran allí debido a su estado de salud. También pudiera ser esa la causa de que, junto a dos compañeros, tardase cuatro meses más que el resto en ser repatriado.
Tres años más tarde, Roldán de Argote se alistó en la segunda expedición a las Molucas, la de frey García Jofre de Loaisa. Con ella llegó por segunda vez a la isla de Tidore y allí se vio envuelto en diversas peripecias. En una de ellas, que conocemos por la crónica de Andrés de Urdaneta, se enfrentó con un portugués y «…tirándose el uno al otro con sendos falconetes, el portugués acertó al nuestro en mitad de la boca y le llevó la media boca con dientes y muelas y quijadas, que quedó el más feo hombre del mundo después que sanó.»
Aunque, como dice Urdaneta, acabó sanando, no formó parte del pequeño grupo que terminó regresando a España. Muy probablemente quedó en las Molucas por propia voluntad.
Gonzalo de Vigo
Embarcó como grumete en la Concepción. Cuando se quemó esta nao, le tocó pasar a la Trinidad, con la que llegó a las Molucas.
En el intento de tornaviaje padeció, como todos a bordo, el tormento del hambre, la violencia de los temporales y el intenso frío que tuvieron que soportar sin apenas ropas con las que cubrirse. La visión de sus compañeros muriendo día tras día y la poca confianza en sus propias posibilidades de supervivencia le llevaron a tomar una drástica decisión: escapar de la nave y buscar refugio en tierra desconocida.
A finales de agosto de 1522, al pasar a la altura de las islas de Mao, desertó, probablemente a nado, junto a dos compañeros, el despensero Alonso González y el marinero Martín Genovés, mientras la Trinidad seguía su viaje de vuelta a las Molucas.
Cuatro años más tarde, en septiembre de 1526, apareció por aquellas aguas la nao Santa María de la Victoria, única que quedaba de la segunda expedición española a las Molucas mandada entonces, tras la muerte de Loaisa y Elcano, por Toribio Alonso de Salazar. A la altura de la isla de los Ladrones salió a recibirla un grupo de nativos en canoas. Uno de ellos, según relata Gonzalo Fernández de Oviedo, se dirigió en perfecto castellano a los sorprendidos tripulantes diciéndoles: «En buena hora vengáis, señor capitán, maestre y la compañía». Era la misma fórmula con la que saludaban a Magallanes sus capitanes al declinar la tarde.
Aquel supuesto indígena era Gonzalo de Vigo. Sus dos compañeros habían fallecido al poco de desertar, pero él había sobrevivido todo ese tiempo viviendo como un nativo más. Contó su historia, le fue concedido el perdón real y se incorporó a la expedición de Salazar en la que desempeñó un importante papel gracias a su conocimiento de la lengua y a su intrepidez en combate. Nunca, que se sepa, volvió a España. Es muy posible que quedara por aquellos parajes a los que tan bien se había aclimatado.
En el año 2017 sus paisanos, fascinados por su historia, le levantaron una estatua en el puerto de Vigo como homenaje a su espíritu aventurero y a su destacada labor de mediación con los indios.
Juan de Morales
Natural de Sevilla, estaba embarcado en la nao capitana como cirujano de la expedición. Era la cabeza visible de una atención sanitaria que contaba además con cinco barberos, uno por barco, personas con ciertos conocimientos básicos de medicina que se ocupaban principalmente de tareas sencillas como curar heridas o sacar muelas, aunque a veces las circunstancias les colocaban en situación de ejercer muy por encima de su nivel.
Durante el fallido intento de tornaviaje de la Trinidad, como ya ha quedado reseñado, llegaron a morir más de la mitad de sus tripulantes. El cirujano no debía de tener muy clara la causa de tantas muertes y, en un momento dado, decidió abrir en canal al próximo fallecido para intentar averiguarla.
Así lo relata Ginés de Mafra en la crónica que escribió años más tarde: «…abriendo uno para ver de qué morían, halláronle todo el cuerpo que parescia que todas las venas se le habían abierto y que toda la sangre se le había derramado por el cuerpo por lo cual de ahí adelante al que adolecía sangrábanle pensando que la sangre los ahogaba y también se morían, dejábanlo de sangrar y no escapaba: así que el que una vez enfermaba como cosa sin remedio no le curaban».
En definitiva, aquella operación no aclaró gran cosa y los tripulantes siguieron muriendo, con o sin sangría. El propio cirujano acabó falleciendo víctima de aquella dolencia el 25 de septiembre de 1.522.
De cualquier forma, aunque no obtuviera resultados, Juan de Morales merece figurar en la historia de la Medicina como autor de la primera autopsia en alta mar de la que se tiene noticia.
Juan Rodríguez, el sordo
Fue uno de los cuatro únicos tripulantes de la Trinidad que consiguieron regresar a España. Empezó el viaje en la Concepción y luego pasó a la capitana hasta el hundimiento de la nao en Ternate después de haber sido capturada por los portugueses.
Era marinero, sevillano y, a la vista de sus andanzas, persona sumamente avispada. No queda muy claro si «sordo» era un apodo debido a alguna limitación de audición o era apellido, ya que hay un documento en el que aparece como Juan Rodríguez Sordo.
Sobrevivió a todas las penalidades sufridas durante el desdichado intento de tornaviaje y a todas las cárceles portuguesas por las que les fueron paseando a continuación. Se ahorró la última de ellas, la de Lisboa pues, estando en Cochín, un buen día el sordo desapareció. Había conseguido zafarse de sus carceleros, se había introducido en un barco portugués que iba a Lisboa y, al llegar allí, desembarcó tranquilamente y pasó a España.
Hubo otros dos tripulantes, el maestre Punzorol y León Pancaldo, que intentaron algo similar, este último por dos veces, pero fueron descubiertos, apresados de nuevo y trasladados a Mozambique primero y, después, ya solo Pancaldo, a Lisboa. Juan Rodríguez estuvo más hábil pues, o bien se escondió mejor y encontró la forma de alimentarse o bien, lo que parece más probable, consiguió enrolarse como marinero ocultando su condición de fugitivo o sobornando de alguna manera a los responsables del barco.
Llegó a España en 1525, anticipándose en casi dos años a los otros tres supervivientes de la Trinidad, el capitán Gómez de Espinosa, Ginés de Mafra y León Pancaldo. No consta que en Sevilla haya ninguna estatua suya aunque, desde luego, méritos no le faltan.
Martín Méndez
Natural de Sevilla, embarcó en la nao Victoria como escribano.
Después de la matanza de Cebú del día 1 de mayo de 1521, fue el único de su oficio que quedó de los seis que habían salido de Sanlúcar, contando entre ellos a Antonio de Coca, Contador de la Armada. Hubo que convertir en escribanos a otros tripulantes, como fue el caso de Juan de Campos, y Méndez pasó a desempeñar las funciones de Contador y a tener un papel importante en la dirección de la reducida Flota junto a Punzorol, Espinosa y Elcano. Ello trajo consigo un mayor rigor del observado hasta entonces en la contaduría y en los registros.
Martín Méndez fue quien redactó en su totalidad cuanto se recoge en el llamado Libro de las Paces, hasta entonces sin estrenar a pesar de los acuerdos alcanzados con algunos jefes indígenas.
Aparte de su meticulosidad como escribano, Méndez demostró ser persona resuelta en cuantas tareas tuvo que asumir en la última parte del viaje. La más notable de ellas se produjo cuando Elcano le comisionó para entenderse con los portugueses de Cabo Verde en la adquisición de los suministros que necesitaban de forma acuciante.
A riesgo de ser apresados, era crucial ocultar que la nao procedía de las Molucas y que iba cargada de clavo. El sevillano bajó a tierra, contó una historia fantástica respecto a la identidad y la procedencia de la nao y debió de hacerlo de forma tan convincente que consiguió mantener el engaño durante cuatro preciosos días.
Al quinto día, los portugueses descubrieron la farsa. Martín Méndez y los doce hombres que le acompañaban en el bote fueron detenidos y encarcelados, pero el arroz embarcado en ese tiempo salvó sin duda la vida de quienes quedaron a bordo y les permitió culminar la portentosa hazaña de rodear por primera vez la Tierra.
Finalmente, Carlos I pudo conseguir su liberación y su regreso a España.
Diego Martín
Fue un marinero de la Trinidad que durante el levantamiento de los capitanes españoles ejerció de informador para Magallanes. De alguna forma tuvo conocimiento de las intenciones o los movimientos de los rebeldes y se lo transmitió al capitán general. En pago a sus servicios, Magallanes le nombró maestre de la nao Victoria y después, según parece, de la Concepción.
No debió de sentar muy bien entre los oficiales este nombramiento en la persona de un simple marinero del que, además, no parecían tener muy buena opinión. Este malestar llegó hasta los responsables de la Casa de Contratación que, después del viaje, a la hora de calcular su sueldo, no consideraron el tiempo que pudo haber servido como maestre sino que le pagaron como marinero de principio a fin. La razón de ello, recogida en el mismo documento, no deja en muy buen lugar al tal Diego Martín: «…el cual dicen, no seyendo suficiente para ser marinero, cuanto más para ser maestre, le puso por maestre en la nao Vitoria y Concebición, no se le cuenta a causa de le poner sin necesidad, contra voluntad de los oficiales, por Fernando Magallanes le tener afición, por ser reportador de parlerías… ».
Es decir, lo que para Magallanes fue un buen servicio y una información muy valiosa, para la Casa de Contratación no fueron más que chismorreos o «parlerías».
En la persona de Diego Martín concurre además una curiosa circunstancia: según se deduce de la filiación de tripulantes, Diego tenía dos hijos embarcados en la expedición, ambos también como marineros. Uno de ellos, Francisco, estaba además en el mismo barco que su padre. El otro, Luis, en la carabela Santiago.
Diego y Francisco murieron durante la expedición. Primero lo hizo el hijo, asesinado en Cebú por los hombres de Humabón el día 1 de mayo de 1521. Su padre le sobrevivió más de tres años. Murió cautivo de los portugueses en la prisión de Cochín, el día 10 de septiembre de 1524. En cuanto al otro hijo, Luis, después de naufragar con la Santiago, lo más probable es que pasara a la San Antonio y llegara con ella a Sevilla.
Dos héroes anónimos (o quizá tres)
El día 22 de mayo de 1520 la Armada de Magallanes perdió el primero de sus barcos. Ese día la carabela Santiago, que exploraba sola lejos del resto de la flota, se vio sorprendida por un violento temporal que la terminó lanzando contra la costa, donde quedó destrozada.
La treintena larga de hombres que formaban su dotación consiguió alcanzar la playa, con la única excepción de un esclavo del capitán que murió ahogado. Quedaron allí en el lugar del naufragio, un frío paraje a 50º de latitud sur y con el invierno asomando, a más de 20 leguas de donde se encontraba el resto de la expedición, alimentándose de mejillones y lapas que cogían de las rocas y, a buen seguro, sin ropas apropiadas para protegerse.
A los pocos días, según relata el cronista Fernando de Oliveira, «determinaron volverse a buscar la flota, y se fueron al río que estaba a tres leguas, más pasaron dos días para atravesar una gran sierra, áspera y nevada, sin camino alguno seguido ni gente que se lo mostrase».
Allí se toparon con el río Santa Cruz. Situados en su orilla sur, se les presentaba como una barrera casi infranqueable en su camino a la bahía de San Julián, donde se hallaba fondeado el resto de la flota. Con unas tablas recuperadas del naufragio fabricaron una pequeña e inestable balsa, con cabida para no más de un par de hombres. A ella se encaramaron dos de los náufragos —Oliveira habla de tres— que, jugándose el tipo, consiguieron atravesar el ancho río y, una vez ganada la orilla norte, siguieron viaje por tierra.
Durante once largos días transitaron a pie por un terreno nevado y escarpado, alimentándose de hierbas y raíces, calmando la sed a base de derretir hielo, ateridos de frío y sin apenas poder detenerse a descansar pues, en cuanto dejaban de moverse, corrían un serio riesgo de morir congelados. Por fin, llegaron a San Julián «tan desmadejados que no los conocieron», informaron a Magallanes y éste pudo enviar una expedición de socorro que, después de muchas penalidades, consiguió llegar hasta los náufragos, hacerles atravesar el río Santa Cruz y conducirlos sanos y salvos hasta San Julián.
Ninguno de los autores que relatan este episodio ha considerado oportuno reseñar la identidad de aquellos dos —o tres— hombres cuya marcha a través del hielo y la nieve salvó la vida de sus compañeros y fue una de las mayores epopeyas de aquel viaje, ya épico de por sí.
Hubieran merecido de sobra que sus nombres fuesen recordados para siempre en lugar de quedar ocultos bajo un injusto anonimato.
Reflexión final
Posiblemente estas pequeñas historias no tengan tanta grandeza ni tanto atractivo como los relatos de las hazañas de Magallanes o Elcano, pero sirven para dar visibilidad a gentes sin la cuales éstas no hubieran sido posibles y para mostrar la cara humana de aquella increíble empresa. Ellos fueron, sin duda, parte importante de la expedición y merecen que se reconozca su papel en uno de los más grandes acontecimientos jamás registrados en toda la Historia de la Humanidad.
Miguel Zafra Caramé. Capitan de Navío, r
Asociacion Española de Militares Escritores