Jose María Fuente Sánchez, coronel de Caballería. r, asociado de AEME publica este articulo en La Critica.
España: ¿monarquía o república?
Dejando de lado las tiranías y dictaduras que en el mundo han sido y que todavía son más del 50% de los países, recordemos que en las democracias se dan dos formas de Estado. Por un lado, la monarquía, que es aquella forma de Estado en que la soberanía o Jefatura del Estado es ejercida por una sola persona, generalmente con carácter vitalicio y hereditario. Recordaremos –sin ningún ánimo docente, que no me corresponde– que la monarquía puede ser absoluta, cuando la autoridad del monarca no tiene limitación alguna, bien por estar basada en la teoría del “origen divino” –muy propia del Antiguo Testamento bíblico– bien por estar basada en el “principio cesarista” de que la voluntad del príncipe es ley. También puede ser constitucional cuando la soberanía nacional reside en las Cortes junto con el rey, que es quien nombra al gobierno, es decir, al poder ejecutivo. O bien puede ser parlamentaria cuando el gobierno o poder ejecutivo proviene sólo del poder legislativo, es decir, de las Cortes, no del Rey. La otra forma de Estado, la república, es muy diferente, ya que tanto su primer ministro como su presidente o jefe del Estado, son elegidos –para un período de tiempo– bien por voto directo bien por un colegio de personas elegidas por el pueblo.
La historia de España nos muestra claramente que en nuestro país ha primado siempre la monarquía salvo pocas excepciones temporales. Como es de todos conocido, tras los primeros pobladores, de España –iberos, tartesios, celtas y comerciantes fenicios– y los sucesivos invasores –cartagineses y Roma, la gran potencia, esta última, de la antigüedad y reconocida madre de nuestra cultura y civilización–, llegaron a nuestras tierras los pueblos bárbaros –suevos, vándalos y alanos–. Les siguieron los visigodos –parte del gran pueblo godo– quienes compartieron la ocupación de la península con los suevos, que se habían establecido ya en Galicia y Lusitania. El prestigioso historiador Ballesteros y Beretta afirma que fue precisamente uno de sus reyes, el visigodo Eurico, desligado ya de su dependencia romana, quien puede considerarse como el primer rey de Hispania, nombre con el que empezó a llamarse nuestro país. El año 711 se produjo la invasión musulmana, que barrió nuestro país de sur a norte y que no dio lugar –precisamente– a una coexistencia pacífica de las tres culturas como pretenden vendernos nuestros llamados “progres”, siempre dispuestos a considerar al enemigo como el bueno y a los compatriotas como los malos, sino más bien una sucesión de matanzas jalonadas por la violencia cotidiana y las grandes batallas –Covadonga, Simancas, Niebla, Alarcos, Navas de Tolosa, Salado, Sevilla, etc., etc. Unidos todos los hispanos por el común ideal de recuperación de sus territorios, robados por los musulmanes, las que podríamos llamar regiones empiezan a organizarse como reinos de Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón, etc. Esta larga guerra contra el moro invasor, de casi ocho siglos, finalizó con los Reyes Católicos, que, tras la conquista de Granada, crearon y fundaron nuestra gran nación España, regida por una monarquía. Puede apreciarse, por tanto, que desde el principio de nuestra historia, fue la monarquía la forma de Estado que primó en nuestra patria, con reyes que procedían de diferentes casas reales –regionales como Asturias, León, Castilla, Aragón, Navarra– y nacionales como Trastamara, Austria, y Borbón.
No obstante, como ya hemos indicado, hubo algunas excepciones temporales en la presencia histórica de un rey. La primera excepción fue la limitación que implicaba la ya citada invasión musulmana, que duró exactamente desde 711 a 1492 y que limitó la soberanía de los sucesivos reyes regionales antes indicados y les obligó a dedicar todos sus esfuerzos a la expulsión del musulmán invasor. La segunda excepción podríamos situarla en el período de ocupación napoleónica de nuestra nación (1808-1814) período en el que Napoleón hizo y deshizo lo que le venía en gana con nuestros reyes, siempre obstaculizado por la resistencia heroica de nuestros ciudadanos y de nuestro Ejército. La tercera excepción la materializaron el llamado sexenio revolucionario y la primera república (1868-1874), que se inició con la sublevación de Prim, Serrano y Topete, quienes desterraron a Isabel II. La cuarta excepción se produjo durante la segunda república y la guerra civil entre 1931 y 1939. Y, por último, la quinta excepción la materializaron los años de autocracia del general Franco, vencedor en la contienda.
Se ha escrito muchísimo sobre las excepciones antes relacionadas. No es objeto de este artículo su descripción detallada, que ya ha llenado muchas páginas de muchos libros. No obstante, entiendo que es oportuno y conveniente subrayar algunas ideas significativas de algunos de los períodos de excepción, empezando por la segunda excepción temporal constituida por el sexenio revolucionario y primera república, que nos describe exhaustivamente el profesor y escritor Juan Ferrando Badía recordándonos que en 1868, como ya hemos apuntado, Prim, Serrano y Topete se levantaron al grito de “España con honra”, hartos de la agitación permanente en que nuestra nación vivía y dispuestos a expulsar a Isabel II y a cambiar el panorama de inestabilidad en que vivía nuestro país. Eso sí, resulta significativo que las Cortes Constituyentes que se organizaron se preocuparan de precisar, como primera declaración, que “la forma de gobierno de la nación española es la monarquía”. La revolución prometía también dar al país una constitución definitiva que asegurara “la libertad dentro del orden” y que diera al pueblo la “soberanía”. Todo parecía indicar que pretendían instaurar una democracia –naturalmente con la visión de la época– con un rey como jefe del Estado. Pero, en palabras de Badía, España es un país de extremismos, incapaz de lograr un consenso fundamental, que sucumbe históricamente ante la “ley del péndulo”, que le hace bascular repetidas veces de la extrema derecha a la extrema izquierda y a la inversa. Consecuentemente, tras el ensayo monárquico fallido de Amadeo de Saboya, se produjeron los excesos revolucionarios cantonalistas que obligaron a la intervención del Ejército y llevaron a la proclamación, en 1873, de la Primera República española, que –sorprendentemente– duró menos de un año. De nada sirvió, en medio de la revolución cantonal, la debilidad de Figueras, el federalismo de Pi y Margall, la represión de Salmerón y la oratoria de Castelar. El 3 de enero de 1874, el general Pavía terminó con la aventura republicana y el general Martínez Campos remató la situación el 29 de diciembre de 1874 con la proclamación de Alfonso XII como rey de España. Primera constatación: la monarquía regresa a España en medio de la guerra carlista y de la revolución cantonal. Segunda constatación: en España, tras la república siempre “salen” los cañones.
Ya en el siglo XX, se producen las dos últimas excepciones. La cuarta excepción temporal, con la proclamación de la Segunda República, la sublevación del general Franco y la subsiguiente guerra civil, tras unas elecciones irregularmente aplicadas –porque se trataba de unas elecciones municipales no nacionales–, y falsamente interpretadas –ya que había ganado la monarquía con ventaja considerable de votos, pero el vocerío callejero obligó al Comité Revolucionario de líderes republicanos a proclamar la República y a exigir la inmediata expulsión del rey Alfonso XIII. La República inició su andadura el 14 de abril de 1931 con un gobierno que promulgó una avalancha de legislación tan sectaria que provocaría el giro a la derecha en las elecciones de 1933. Giro no aceptado por la extrema izquierda que, al mando del realmente comunista Largo Caballero, dio, en octubre de 1934, el primer golpe de Estado contra la República. Posteriormente, la situación empeoró, sobre todo tras las elecciones de febrero de 1936, ya que el denominado Frente Popular –sumatorio de comunistas y socialistas marxistas– provocó un período de disturbios y asesinatos, que dieron lugar al segundo golpe de Estado el 18 de julio de 1936, dirigido por el general Franco y demandado por la mayoría de la población –insignes republicanos incluidos– y sólidamente justificado por el balance desolador de la República, que contabilizaba ya más de 2.500 muertos, iglesias ardiendo y dos tiros en la cabeza al líder de la oposición. Con el tiempo se completarían los 7.000 religiosos fusilados y los miles de detenidos, fusilados y enterrados en el cementerio de Paracuellos. Como puede apreciarse, el llamado levantamiento nacional no fue un simple divertimento de militares desocupados.
Y, por último, la quinta excepción, que se produce durante los años de gobierno del general Franco, vencedor en la guerra civil que siguió al levantamiento de media España el 18 de julio de 1936. No es misión de este artículo analizar la idoneidad o fracaso del gobierno de Franco, que empezó autocrático y terminó menos autocrático, con un despegue económico llamativo durante los años 60 gracias al equipo de economistas llamados del Opus, que pusieron en marcha una política económica de corte liberal, única que –como confirma la historia– desarrolla a los pueblos y que es propia del mundo occidental al que pertenecemos. Posteriormente, el general Franco, tras este desarrollo económico, atisbó la conveniencia de preparar el paso a la normalidad monárquica, que, tal como se aprecia, parece constituir la forma de Estado preferida por los españoles a lo largo de la historia de España. Con tal finalidad, Franco empezó a programar la enseñanza juvenil, el bachillerato y la posterior formación civil y militar del entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, previo acuerdo con su padre Don Juan, al que se excluía de facto de sus derechos sucesorios.
El escritor Josep Carles Clemente, en su libro “La educación de don Juan Carlos y otras crónicas de la transición”, describe con detalle la formación civil y militar del futuro rey de España, que empezó en el colegio que podríamos llamar de Las Jarillas, nombre de la finca donde se ubicaba. Continuó su bachillerato en diferentes centros y, se decidió, posteriormente, que D. Juan Carlos se incorporara con la XIV promoción a la Academia General Militar del Ejército de Tierra con la XIV promoción, donde cursaría, en Zaragoza, el primero y segundo año de carrera; el tercer año lo cursaría en la Escuela Naval Militar; el cuarto año en la Academia General del Aire; para concluir su formación militar en la Academia General Militar, de nuevo, durante un trimestre denominado segundo período final. Para intentar corregir ciertas opiniones de personas poco informadas, puedo certificar –porque lo viví– que, en la Academia General, el entonces Príncipe Juan Carlos fue un buen compañero más entre buenos compañeros, sin distancias ni prepotencias. Doy fe. Tras estos años de formación militar, recibió su formación civil en las Facultades de Derecho, Económicas y Filosofía y Letras, lo que le permitió adquirir conocimientos relacionados con la administración del Estado que años más tarde necesitaría para el desempeño de su Jefatura del Estado.
Llegados a este punto, cabe preguntarse por las ventajas e inconvenientes de las dos formas de Estado posibles: monarquía y república. Es cierto que al presidente republicano se le elige democráticamente y al rey no. Pero también es cierto que un presidente republicano elegido pertenece a un partido y el rey no, lo que implica su neutralidad, cosa, sin duda, deseable. No se puede negar –los números cantan– que el coste de unas elecciones de presidente de república cada cuatro años es grande, gasto que no se precisa en una monarquía. También es cierto que el rey necesita un palacio donde residir, pero también lo necesita el presidente de una república, por tanto, en este campo hay empate presupuestario. También es cierto que una monarquía necesita una guardia de seguridad de cierto tamaño. Pero también la necesita una república. Por tanto, los gastos de residencia/palacio/seguridad son iguales en las dos formas de Estado, pero, considerando el gran gasto añadido de las elecciones, la monarquía tiene –sin duda– un coste inferior al de la república. No debe olvidarse tampoco que la historia demuestra que la monarquía ha sido la forma de Estado tradicional en nuestro país, con general aceptación por la mayoría de la población, pese a la presión constante que el marxismo ha ejercido desde su salida al mundo a mediados del siglo XIX. También es cierto que hay que admitir que las dos repúblicas que hemos ensayado han terminado con “tiros y cañones” en las calles, amén de los odios y divisiones que han creado en la población y que hoy perduran con todo su vigor, en paralelo con la obsesión anti-Iglesia Católica que acompaña siempre en España, –no sabemos por qué– a la forma de Estado republicana.
La monarquía presenta, por tanto, las ventajas de neutralidad, menor coste y continuidad, lo que implica la muy deseada estabilidad de la nación. Obsérvense las monarquías europeas –Inglaterra, Noruega, Suecia, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Liechtenstein– todas con rotunda estabilidad, desarrollo y libertad democráticas. Sin duda, hay repúblicas y monarquías excelentes –que admiramos– y las hay malísimas, incluso detestables. Pero cada país es un mundo distinto y sus sociedades muy diferentes. A la vista de nuestra historia, se evidencia que, tras una república España siempre huele a pólvora, por lo que casi podríamos afirmar que nuestro país no aguanta otra experiencia republicana. Pero no podemos –ni debemos– olvidar que España es una democracia, lo que implica la obligación de respetar los deseos de la sociedad que vota y elige. Pero tampoco podemos –ni debemos– olvidar aquella sabia sentencia de Cicerón que nos recordaba que “el pueblo que desconoce su historia está condenado a repetirla”, yo diría que, a veces, de manera sangrienta. Surge, por tanto, la gran pregunta: ¿nuestra sociedad conoce su historia y está concienciada de sus virtudes y de sus defectos reales o se la han “contado” a la “manera” del gobernante o del partido de turno?
Debemos, por tanto, preguntarnos con qué sociedad contamos, teniendo en cuenta algo que, a veces, nuestros analistas políticos parecen ignorar: el hecho de que en una nación sus ciudadanos, sus partidos, sus instituciones e, incluso, la sociedad en su conjunto no es inmutable y puede cambiar, a lo largo de la historia, de opinión, de ideología y hasta de valores. Es el caso de la actual España del siglo XXI, en que, tras el “asalto al cielo” –generado por el recién llegado populismo español de las nuevas generaciones– se ha producido un cambio tan radical de nuestra sociedad que España se ha convertido en el único país social-comunista de Europa. Todo ello promovido por el equipo gobernante actual –que un prestigioso socialista democrático bautizó como gobierno Frankestein– que, siguiendo a Julio César con su divide y vencerás, ha reverdecido la profunda y casi histórica división entre las llamadas dos Españas, sobre la base de una serie de señuelos de obligada aceptación y cumplimiento: cupo feminista versus trabajo para el mejor; cambio climático versus cierta contaminación; la España avanzada versus la España democrática; lo público versus lo privado; desjudicializar versus predominio de la justicia; enternecedora protección animal versus no al aborto de niños no nacidos; género versus sexo; ellas, ellos y elles versus sólo mujer y hombre; 1936 España era un remanso de paz versus 1936 España era una selva; república versus monarquía; etc., etc. Realmente, España está dividida en dos partes enfrentadas y separadas por un muro: una es la que respeta los valores y otra es la del asalto al cielo y todo vale.
Mientras las nuevas generaciones, hábilmente adoctrinadas, creen con fe casi religiosa, por ejemplo, en que la colonización española de América fue un genocidio; que la leyenda negra de los Orange es cierta; que lo privado es el arma del capitalismo, que los empresarios son los destructores de la justicia, que un partido como Podemos no es la solución porque es un partido comunista muy especial en el que lo adolescente se mezcla con lo bolivariano y cuyos integrantes adolecen de una llamativa desinformación histórica y de la realidad que vive y que desea la mayoría. A la juventud adoctrinada le faltan referencias históricas de pensamiento, por lo que se va a lo instintivo: la república como forma de Estado elegible. Desconocen que en España es llegar la república y, en secuencia inmediata, surgir la revolución y la violencia y salir los cañones a la calle. Pero, a pesar de todo, muchos en esa juventud se creen capacitados para ejercer de “salvapatrias” de nuestra nación. Perfil podemita que nos hace recordar lo que comentaba el brillante teólogo inglés F.J. Sheed cuando sentenciaba que “el mayor peligro que actualmente amenaza a la humanidad es el peligro de no ver nada, no luchar por nada y no vivir por nada”. Y, como siempre ocurre, en la búsqueda de las causas de esta situación topamos con la enseñanza como “madre” que es de todas las batallas civiles y donde está la matriz de todas las bondades y de todas las maldades que en el mundo han sido. Pero las leyes de enseñanza –como ya hemos apuntado– se dedican más al adoctrinamiento ideológico que a enseñar el teorema de Pitágoras. Y así nos va y nos irá, teniendo en cuenta que el cenit del adoctrinamiento ha llegado con la llamada ley Celaá que lanzará al mundo a miles de jóvenes fuertemente adoctrinados por la mayor manipulación docente de nuestra historia.
Tras las consideraciones anteriores, sería útil resumir nuestras reflexiones sobre el tema que nos ocupa. Desde los comienzos de nuestra historia la monarquía ha sido siempre la forma de Estado preferida por los españoles, naturalmente a la manera y costumbres de cada época. Empezando por nuestro primer rey –el visigodo Eurico– se han sucedido, durante la Edad Media, los reyes por regiones hasta que, tras los casi ocho siglos de invasión musulmana, nuestra gran reina Isabel la Católica y su consorte el rey Fernando de Aragón fundaron el primer reino de Europa, llamado España. Sin duda, entre los monarcas de la historia ha habido de todo, como en cualquier otra profesión: buenos, malos y regulares. Pero, al igual que a los presidentes de las repúblicas, el pueblo debe juzgar a sus reyes por su ejecutoria profesional, que es el único criterio racional, objetivo y justo para calificar un reinado. No su vida privada, en la que, como en cualquier cargo o profesión, ha habido y hay de todo, tanto en la forma de Estado republicana, como en la forma de Estado monárquica, como en cualquier otro oficio que en el mundo ha sido y será. Por otra parte, en el momento actual en que no abundan los monárquicos por sentimiento, sería más práctico e inteligente aplicar el tan conocido método coste/beneficio para elegir qué “mercancía” nos interesa más, pidiendo de antemano perdón por utilizar esa palabra tan comercial y ese método tan poco romántico y palaciego. Pero las cuentas son las cuentas y las ventajas e inconvenientes de que hablamos anteriormente son inequívocas: la monarquía –forma de Estado tradicional en España– presenta las ventajas de neutralidad, menor coste y continuidad, lo que implica la muy deseada estabilidad de la nación.
Cabe añadir que España ha pasado, a lo largo de su historia, por las tres modalidades monárquicas y, en el momento actual, es una monarquía parlamentaria, en la que, según define la Constitución española en su artículo 56, el Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, y cumplidor obligatorio de tres misiones esenciales para el buen funcionamiento del Estado español: en primer lugar, arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones; en segundo lugar, asumir la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales; y, por último, ejercer las funciones que le atribuyan expresamente la Constitución y las leyes. El problema es que, bajo el gobierno social/comunista que rige España en el momento actual, la monarquía es cuestionada, especialmente por la juventud, que, como hemos ya indicado, ha sido adoctrinada a conciencia y desposeída de aquellos elementos que tan brillantemente resaltaba el cardenal Newman, anglicano converso al catolicismo, cuando sentenciaba que “Es la educación la que confiere al hombre una visión consciente de sus propios juicios y opiniones, así como la verdad para desarrollarlos, la conciencia para expresarlos y la energía para proponerlos”. Ayuna de tan sabios consejos, muchos de nuestros jóvenes se inclinan hacia lo instintivo: en una república se elige al presidente y eso, para ellos, imprime un imprescindible carácter. No hay que pensar más. Para ellos sobra cualquier otro análisis sobre las ventajas monárquicas de neutralidad, menor coste y continuidad, que implica la deseada estabilidad.
Un rey Felipe VI a veces ninguneado y un rey emérito vecino forzoso de Abu Dabi no es precisamente un buen ejemplo de nación occidental civilizada. Como consuelo, recordaremos, con desesperada impotencia, aquella triste lisonja –supongamos que lo era– del Canciller Bismark, jefe de gobierno con los reyes alemanes Guillermo I, Federico III y Guillermo III y artífice de la unificación alemana, que habló de nuestro país en estos términos: “La nación más fuerte del mundo es, sin duda, España. Siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que deje de intentarlo volverá a ser la vanguardia del mundo”.
Qué bien nos conocía.
José María Fuente Sánchez Coronel (R) de Caballería, DEM. Economista y estadístico
Asociación Española de Militares Escritores (AEME)