El Capitan de Ingenieros militares Roque Joaquín de Alcubierre que descubrió las ruinas de Pompeya y Herculano, según narración del escritor Hugo Vazquez Bravo
Escribió un historiador italiano de apellido Rago que, el Gran Capitán, tras haber tomado posesión de la ciudad de Nápoles, requirió que le llevaran y mostrasen las ruinas romanas de Pozzuoli. Esto nos muestra por un lado el interés que despertaban los restos de ese imperio en que tomamos parte y de forma tan crucial, como del conocimiento que se tenía sobre dichos vestigios. Sin embargo, lo más deslumbrante aún estaba por descubrir y quiso la diosa Fortuna a la que glosaban los escritores de nuestro siglo de Oro, que fuese un ingeniero militar español quien los trajera a la luz, devolviéndoles aún más esplendor a estas ciudades del que en su día tuvieron, al convertirse en los testimonios más ricos de lo que había sido la vida en Roma.
Reinaba por entonces en Nápoles nuestro Carlos III, a quien en Italia conocen como Carlo di Borbone. La llegada de este monarca nacido en Madrid a la ciudad que se erige a las faldas del Vesubio fue muy bien recibida. Aunque éste fuera extranjero, era la primera vez en siglos que el reino gozaba de cierta independencia. Carlos, por su parte, quedó deslumbrado por la belleza de aquella tierra que se le ofrecía y por su cultura. Y no debemos olvidar que las perspectivas que tenía de gobernar España eran bien pocas, pues era el tercero en la línea de sucesión de Felipe V.
De la unión de voluntades del nuevo monarca y su pueblo resultó una época brillante, que devolvió a Nápoles parte de su antiguo esplendor. A fines de la Edad Media a ésta se la podía considerar la perla del Mediterráneo occidental, viéndose luego relegada por el interés de las potencias europeas en el Atlántico, que la dejaron de lado. El nuevo soberano tenía la intención de ennoblecerla, crear la Corte regia que no había tenido y volver a hacerla visible a los ojos del mundo. Para ello mandó construir en Caserta un palacio inspirado en el de Versalles, de los más grandes del continente, un hospicio en la ciudad también de proporciones considerables y, por supuesto, el gran Teatro Real de San Carlos, que de inmediato se convirtió en un referente internacional para los amantes de la ópera.
En 1738, mismo año en que contrajo matrimonio con María Amalia de Sajonia, encargó a un capitán de ingenieros recién llegado a Nápoles, que realizase una prospección en una de sus fincas con el fin de erigir en ella el palacio de Portici. Éste era Roque Joaquín de Alcubierre, un joven militar que había nacido en Zaragoza (1702), y que había ingresado en el ejército como protegido del conde de Bureta. Fruto de estos trabajos se hallaron los restos de la antigua ciudad de Herculano, que reposaba a unos 25 metros bajo el nivel de la superficie.
Enardecido por sus descubrimientos, Alcubierre se esforzó en que el rey le diese permiso para delimitar una zona arqueológica y proseguir con los trabajos de excavación. Con unos medios más que precarios y escasa mano de obra, consiguió en una década desenterrar el teatro de la ciudad y algunas casas que aún conservaban interesantes restos de pintura mural.
Diez años después, en 1748, obtuvo igualmente permiso para ampliar sus trabajos a la zona donde se ubicaba también adormecida Pompeya. Por entonces contaba con un grupo de trabajo de una docena de hombres gracias a la mediación del marqués de Salas, y mantenía abiertos ambos yacimientos mientras, a la par, seguía trabajando en la obra civil al servicio del monarca. Con todo, los avances en Pompeya, que él creía que era el locus de la antigua Estabia, avanzaron en mayor grado, pues la capa que la sepultaba era de ceniza compacta y no de lava solidificada como en el caso de Herculano. En cuanto a la identidad de la urbe, no se saldría del error hasta 1763, cuando vio la luz en la puerta Nocera una inscripción que permitió identificarla.
Sin embargo, el camino del ilustre aragonés no fue nada sencillo. Por aquel entonces, lo que promovía la actividad arqueológica no era otro fin que el de localizar piezas de gran valor que, por lo general, pasaban a integrar la colección real. Se concebía a los yacimientos como campos repletos de tesoros y, si éstos no salían, decaía por completo el interés. Tanto es así, que la presión era constante y la ausencia de novedades amenazaba de continuo con la clausura del proyecto. Esto fue lo que movió a Alcubierre a prospectar otros enclaves de la geografía cercana, como Sorrento, Capri, Cumas, Gragnano y Pozzuoli, dando inicio oficial a las excavaciones también en dichas localizaciones.
Además, se ha de tener en cuenta qué tipos de objetos eran de interés. En 1750 se dedicó el primer piso del palacio Portici a Museo donde exponer las piezas encontradas y, en un total de 17 salas, se exhibían todas ellas organizadas en tres categorías únicamente: estatuas, alhajas y piedras. Dentro de dicha clasificación se recogían los frescos, inscripciones epigráficas, mosaicos, relieves, ajuares y monedas, quedando descartadas aquellas otras de uso cotidiano como las cerámicas, utillaje y, por supuesto, las que hubieran aparecido rotas o incompletas. Aunque en honor a la verdad, también fueron incluidas como rarezas alguna de ellas, como los pedazos de tubería de plomo que contenían alguna inscripción. Por otro lado, se ha de matizar en que esto no era del gusto de Alcubierre, quien en sus diarios manifestaba su predilección por el estudio sistemático de las áreas de excavación y el registro arqueológico, consciente de que era una oportunidad única para descubrir la Antigüedad.
Aun así, su tenacidad encontró un serio obstáculo en la Corte y sus características intrigas. Algunos de sus colaboradores y colegas de profesión vertieron opiniones encontradas con las suyas, no por ello fundadas o mejores. Fue el caso Carlos Weber, Paderni y Winckelmann. Finalmente, fue relegado por Francisco de la Vega, igualmente español e ingeniero, que continuó con sus trabajos con semejante dedicación. Alcubierre fallecía en Nápoles en 1780 habiendo alcanzado el grado militar de mariscal de campo, aunque sin haber sido reconocido como debiera.
Entre los méritos de este gran personaje español hay sustancialmente tres que debemos destacar. El primero, haber redescubierto los yacimientos citados y, además, la obstinada vocación con que defendió la idea de seguir trabajando en ellos pese a las dificultades, a la falta de apoyos importantes, la enfermedad, las críticas y envidias o la escasez de medios, por lo que podríamos considerar sus esfuerzos como una empresa de carácter esencialmente personal. En segundo lugar, el descubrimiento principalmente de Pompeya, así como el camino que él mostró de cómo se había de proceder con una excavación y qué objetivos se debían cumplir, supuso un cambio radical en la Arqueología. Muchos han considerado sus trabajos como el hito en que esta especialidad nació como ciencia. Y en tercer y último lugar, no se debe olvidar el impulso que todo esto supuso al Neoclasicismo, a un nuevo retorno a los modelos clásicos, incluso en cómo prendió un cambio de mentalidad respecto a temas tan determinantes como la titularidad del patrimonio. Sirve de ejemplo la actitud del rey Carlos cuando en 1759 fue reclamado para gobernar en España. Éste se trajo de Nápoles todo lo que estimaba, que era mucho tras 25 años de reinado. Se vino con algún mosaico y realizó algún regalo de Estado que hoy se conservan en el Museo Arqueológico Nacional, pero de las esculturas descubiertas, que eran de las piezas más estimadas, encargó hacer moldes, pues consideró que aquéllas eran en verdad patrimonio de los napolitanos y que allí era donde debían seguir.
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