El Almirante Rodriguez Garat, asociado de AEME, publica este articulo en el digital El Debate.
Hace algunas fechas publicó El Debate un artículo en el que comparaba la Cultura de Defensa con la luz que se filtra entre los árboles de un espeso bosque. Un bosque donde habitan unos gigantes de aspecto fiero, que montan guardia en todos los caminos para evitar que nos acerquemos a la verdad. ¿Cómo identificarlos? Por sus voces. Unas voces llenas de prejuicios que distraen nuestra razón con consignas pueriles, que quizá suenan bien a nuestros oídos pero no suelen ser otra cosa que peligrosas simplificaciones de la realidad.
El primero de esos guardianes –ese gigante ciego que cierra los ojos ante la realidad de nuestra naturaleza agresiva y nos grita que «todo el mundo es bueno»– tiene seguramente poco crédito entre los lectores de El Debate. Es esta es una comunidad donde se entiende lo militar, y a nadie hay que explicarle que la paz no nos será concedida si no estamos dispuestos a remangarnos para luchar por ella.
Distinto es el caso del gigante sordo. Él sí sabe que el hombre es un lobo para el hombre, pero prefiere hacer como si no oyera las voces que, desde la distancia –ciertamente Ucrania está lejos de España, como lo está el mar Rojo o el Sahel– nos alertan de que el mundo no es el lugar seguro en el que nos gustaría vivir.
La tortuga y el lobo
Hay en la naturaleza muchas maneras de buscar seguridad. El lobo, maestro de la disuasión, aprende en su juventud un complicado lenguaje de gestos y gruñidos que emplea para defender sus intereses sin tener que usar los dientes. La tortuga, por su parte, apuesta por una aproximación muy diferente. Cuando las cosas vienen mal dadas, se refugia en su duro caparazón y espera pacientemente a que pase el peligro.
¿Cuál de las dos estrategias funciona mejor? ¿Estamos más seguros enseñando los dientes o protegidos detrás de una muralla? ¿Por qué no ambas cosas? Quien esté libre de prejuicios solo podría dar una respuesta a estas preguntas. Una respuesta pragmática y validada tanto por la historia como por la razón: depende de las circunstancias.
El gigante sordo, por supuesto, no está de acuerdo. Condicionado por sus prejuicios, él apuesta invariablemente por el modelo de la tortuga. Y tiene bastantes seguidores en la España de hoy, quizá algunos también entre los lectores de El Debate. Son quienes se desinteresan de lo que ocurre en el mundo, quienes se preguntan qué hacen nuestros soldados en el Líbano, qué se nos ha perdido en Mali o por qué tomamos partido por la invadida Ucrania y enviamos a nuestros soldados a enseñar los dientes en las fronteras orientales de la Alianza Atlántica. Son quienes ven a las Fuerzas Armadas como el caparazón que nos mantendrá a salvo de lo que ocurra alrededor de nuestras fronteras. ¿Por qué deberían entonces salir de ellas?
El equívoco se da incluso en círculos militares. ¿Nunca nos ha oído el lector explicar que las Fuerzas Armadas existen por si alguna vez hiciera falta defendernos de un enemigo exterior? ¿Nunca ha visto a los ejércitos comparados con los bomberos, que existen por si se incendian nuestros hogares, o con seguros que pagamos bajo la premisa de que los echaríamos de menos si la suerte nos fuera esquiva?
Tal explicación es, cuando menos, incompleta. Ningún seguro previene los terremotos o los robos. Las Fuerzas Armadas sí pueden –y deben– contribuir a prevenir la guerra. No existen solo por si ocurre una desgracia, sino para evitar que ocurra. Y, para eso, tenemos dos mecanismos complementarios, ambos mal entendidos en España.
El primero de ellos es la disuasión. Contra él se manifiesta el gigante ciego, que en el mejor de los casos la considera un gasto inútil y en el peor una imposición por la fuerza de un statu quo injusto. El segundo, que es el que irrita al gigante sordo, es la proyección de estabilidad. Las no siempre bien denominadas operaciones de paz. Cegado por los prejuicios, nuestro gigante es incapaz de entender una verdad que parece incuestionable: el mundo solo podrá ser un lugar seguro cuando lo sea para todos.
Más que tortugas
Cualquiera que quiera comparar a los Ejércitos con el caparazón de las tortugas puede darse cuenta de que, a cambio de una protección que nunca es completa, el animal renuncia a influir en el exterior. Para ellas no es un mal negocio: llevan sobre la tierra 220 millones de años. Pero no es oro todo lo que reluce: en todo ese tiempo no han mejorado su situación en el escalafón de las especies. Siguen siendo tortugas. Tampoco han construido un mundo mejor para los reptiles, orden zoológico al que han sido injustamente relegadas a pesar de que quien las conoce sabe que ni reptan ni tienen acceso a fondo reservado alguno.
La estrategia pasiva de las tortugas cubre la mayoría de sus necesidades. Después de todo, no abundan en su especie los individuos atolondrados y agresivos. Nuestro caso es distinto. ¿Dónde terminará la humanidad si quienes tienen la capacidad de construir un mundo mejor prefieren esconderse bajo un caparazón de armas y soldados? La pregunta puede sonar a ingenua, pero basta recordar lo que hizo Hamás durante los muchos años en que ejerció el gobierno tras la valla de Gaza para entender que no lo es.
Construyendo muros
Las personas no tenemos caparazones, pero podemos construir muros. Lo hemos hecho a menudo a lo largo de la historia de la humanidad. ¿Sirven de algo? Unas veces sí, aunque lo niegue el gigante ciego, y otras no, por más que lo discuta el gigante sordo. Pero, si queremos una respuesta rigurosa, tenemos que reconocer que las murallas tienen un doble papel que debe ser valorado de forma diferente. Como instrumentos para la defensa, a menudo son útiles. Como actitudes, casi nunca lo son.
En la guerra de Ucrania, hemos visto como las fortificaciones levantadas por las tropas de Putin les han dado ventaja el pasado otoño. En cambio, la sofisticada valla levantada por Israel alrededor de Gaza no ha servido para gran cosa. ¿Cuál es la diferencia? ¿Qué lleva a algunos muros al fracaso? A veces, quienes los levantan olvidan que, por sofisticados que puedan ser, los obstáculos físicos solo son infranqueables cuando están batidos por el fuego. Es esta una lección que los israelíes habían olvidado cuando, fiados en su tecnología, descuidaron la vigilancia en la valla de Gaza.
Lo ocurrido en Gaza es inusual, y por eso nos conmociona. Más frecuentemente, el fracaso de los muros se debe a que están diseñados para defendernos de las amenazas del pasado. Así le ocurrió a la famosa Línea Maginot. Así les ocurre a las barreras físicas frente a las amenazas en el ciberespacio. Y no estamos hablando de excepciones a una regla feliz. Como el tiempo fluye, lo mismo terminará ocurriéndoles a todas las murallas, condenadas a acabar sus días como nos recuerdan los versos de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados…». Y no, no es este un fenómeno que afecte solo a la España de los Austrias menores. ¿Qué fue de la Gran Muralla China? ¿Cuál fue el destino final del Muro de Adriano?
Con todo, si el lector se interesa por mi opinión –lo que me parece improbable pero entonces… ¿por qué ha llegado hasta aquí?– el fracaso de la mayoría de los muros, sean del tipo que sean, se debe a que los constructores terminan equivocando su naturaleza: se levantan para evitar la entrada de otros, no para impedirnos salir. Los fuertes que vimos de niños en las películas del oeste no tenían como razón de ser la defensa de los soldados de la caballería –para eso podían haberse quedado en sus cuarteles– sino servir de base para proyectar la influencia del entonces joven gobierno norteamericano en los territorios pendientes de colonizar. Cada uno puede hacer la valoración ética que le parezca oportuna, pero fueron las tropas que salieron de Fort Apache siguiendo a John Wayne las que hicieron historia, no las que se quedaron en él.
Pero la tentación de refugiarnos detrás de los muros que levantamos nos lleva a su otro papel. Al muro como actitud. Al aislacionismo. Ese es el terreno donde el gigante sordo se siente más confortable pero ¿está más seguro? Probablemente no. Ni siquiera la inmensa barrera oceánica que separa los Estados Unidos de los conflictos en el Viejo Mundo –una tentación que renace periódicamente entre sus líderes– fue suficiente para librar a su pueblo del ataque a Pearl Harbor o de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Y esa es una lección que, en los tiempos difíciles en que vivimos, nadie tiene derecho a olvidar.
Inevitablemente, las murallas que construimos a nuestro alrededor dan a nuestras sociedades una cierta sensación de seguridad. Una sensación que nos reconforta, pero que no se corresponde con la realidad. Si algo nos enseña la historia de la humanidad es que cuando las naciones pierden su empuje, cuando se acobardan, cuando ponen su confianza en las barreras que les separan del peligro en lugar de los valores que las han hecho grandes… es entonces cuando podemos decir que su suerte está echada.
- Juan Rodríguez Garat es Almirante retirado
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