El Almirante Rodriguez Garat, asociado de AEME, publica este articulo en el digital El Debate.
Defensa nacional: El gigante mudo y la tentación del silencio
En artículos anteriores, me he permitido presentar a los lectores de El Debate a dos de los prejuicios gigantes –uno ciego y el otro sordo– que tienen secuestrada a la cultura de Defensa en España. Prejuicios que, impidiéndonos ver el peligro o tentándonos con la atractiva posibilidad de aislarnos de él, nos nublan el entendimiento cuando se debaten asuntos relacionados con nuestra seguridad. Pero hay un gigante más, el último de la terna, que encarna un prejuicio todavía más amenazador para nuestra razón: el gigante mudo. ¿Quiere conocerle?
Imagínese en un vagón del metro. No es hora punta, pero viajan con usted una docena de personas y algunos energúmenos a los que me resisto a sumar sin más al género humano. Tres o cuatro individuos de esa especie abusan de su número para incomodar a uno de los viajeros. Lo hemos visto en el cine. Si Jason Statham estuviera allí les pondría en su lugar y, aunque nadie debe tomarse la justicia por su mano, los demás nos alegraríamos de ello porque se trata de un caso evidente de legítima defensa colectiva. Pero el actor británico viaja en otro vagón y, entre los que sí estamos presentes, se hace un embarazoso silencio del que todos procuramos abstraernos mirando fijamente el teléfono móvil. Nosotros somos más, somos más fuertes… pero, mientras no llegue la sangre al río, no somos capaces de pronunciar palabra.
¿Qué es lo que provoca ese silencio incómodo? Se lo diré: estamos cediendo a la influencia del gigante mudo. Es este un artificio de la razón que nos niega la voz cuando más la necesitamos. Un hábil truhan que, para conseguir sus objetivos, es capaz de vestirse de ropajes muy diversos. Tanto puede aparecérsenos caracterizado de Gandhi para oponerse a toda violencia, como pintarse de amarillo para recordarnos a Homer Simpson y el memorable eslogan de «que lo haga otro» que le ayudó a ser elegido alcalde de Springfield. Lo mismo nos da lecciones de ética cuando sugiere que pongamos la otra mejilla, que nos acobarda haciéndonos pensar en los riesgos de tomar partido. Sus insidiosas preguntas nos hacen dudar: ¿quiénes somos nosotros para decidir quién tiene razón? ¿quiénes para atribuirnos la prerrogativa de imponer la paz?
Cambiemos de escala. Ahora el vagón es nuestro planeta y los viajeros las naciones. La cosa se complica porque ni siquiera podemos bajarnos en la próxima estación para evitarnos la incomodidad de presenciar el conflicto, como haríamos en el metro. Pero el gigante mudo sigue susurrándonos las mismas preguntas. ¿Por qué defender nuestro modelo de sociedad? ¿Por qué hacerlo nosotros y no dejar que lo hagan otros, más poderosos? ¿Quiénes somos los occidentales para decidir si la democracia o el respeto a los derechos humanos son buenos para el resto de la humanidad? ¿Cómo saber si son mejores los hutus o los tutsis? ¿Por qué no permanecer callados y beneficiarse, como China o la India, de recortes en el precio de la energía rusa hasta que en Ucrania pase lo que tenga que pasar? Y en el mar Rojo… ¡anda que si son los hutíes los que tienen razón!
Hakuna Matata
Lo que el gigante mudo pretende es convencernos de que, sea por indecisión, por convencimiento o por pereza, nos conviene el silencio. Es mejor no hacer nada. Hakuna Matata, que diría el rey león. Quizá, si dejamos pasar el tiempo, el problema se arreglará solo. Puede que incluso veamos pasar por la puerta de nuestra casa el cadáver de nuestro enemigo, como promete el conocido proverbio árabe. Pero también es posible –y eso no nos lo dice el gigante mudo– que las cosas vayan a peor.
No hacer nada es, precisamente, la decisión que tomó el batallón de cascos azules holandeses que protegía el enclave de Srebrenica cuando las milicias de Mladic entraron en la ciudad y asesinaron a 8.000 bosnios. El genocidio, reconocido como tal por el Tribuna Internacional de Justicia, forzó años después la dimisión del gobierno del primer ministro Wim Kok. Paradójicamente, si los soldados holandeses se hubieran enfrentado a las milicias serbobosnias, se habrían producido duros combates con bajas por ambos bandos para prevenir un crimen que nunca habría tenido lugar. Es probable que el gobierno holandés también hubiera tenido que dimitir, y eso es algo que el gigante mudo suele recordar a los líderes occidentales, moderando su deseo de intervenir en el exterior.
Por esta y otras razones, hay en Europa gobiernos que sucumben con facilidad a la tentación del Hakuna Matata. Algo que, por cierto, nunca ocurre entre los leones de verdad, que jamás eluden sus obligaciones. Como tampoco lo hace el avestruz, ese animal al que muchos acusan falsamente de esconder la cabeza en un agujero cuando se acerca el peligro. Si lo hiciera, ya se habría extinguido. Si lo hacemos los españoles estaremos más cómodos, pero correremos el mismo riesgo de extinción.
Las consecuencias de la inacción
Yugoslavia, Irak, Libia, Afganistán… rara vez podemos dar una solución definitiva a los problemas que el mundo nos plantea. ¿Por qué correr riesgos entonces? Vistos los resultados ¿no habría sido mejor permanecer callados? Quizá pero, como hicimos algunos párrafos más arriba para Srebrenica, habría que ver las alternativas. Los Balcanes se van recuperando, aunque no sin sobresaltos en Kosovo. En Irak sobrevive una frágil democracia y los talibanes, en Afganistán, ya no apoyan al terrorismo de Al Qaeda. Por la cuenta que les trae.
Además, y puestos a analizar alternativas, hay que recordar que en Siria no hicimos nada y la cosa ha resultado todavía peor. Por no querer involucrarnos en un conflicto a múltiples bandas, ninguna de ellas completamente de nuestro gusto, se nos han acumulado los refugiados en las fronteras europeas. Quizá las disputas entre los miembros de la Unión por la aplicación del derecho de asilo fueran la brizna de paja que desequilibró la balanza en el referéndum sobre el Brexit. La inacción nos ha debilitado al tiempo que ha fortalecido a otros. Y no solo en Siria. Si nos vamos a África, ese flanco sur que tanto nos interesa a los españoles, lo que Europa no haga en el Sahel alguien –todos sabemos quién– lo hará por nosotros. Y no precisamente en nuestro beneficio.
No quisiera remontarme a los años en los que Hitler se aprovechó del bueno de Chamberlain, pero algo está creciendo más allá de nuestras fronteras que no presagia nada bueno. No es tranquilizador ver la entente que se está formando entre Rusia, Corea del Norte e Irán, tres regímenes totalitarios de naturaleza muy diferente pero que coinciden en su incapacidad para mantener su posición en un mundo muy competitivo y, quizá precisamente por esa razón, en el desprecio por las leyes que rigen la convivencia entre las naciones.
Tiene algo de razón el gigante mudo cuando nos pregunta si somos nosotros, los occidentales, quienes debiéramos tirar la primera piedra. Pero ¿quién si no? También la tiene cuando intenta tranquilizar a los españoles asegurándonos que Putin no pretende llegar a los Pirineos. Pero olvida decirnos que tampoco le hace falta. Desde Moscú, sus apocalípticas amenazas –a las que desgraciadamente nos vamos acostumbrando– condicionan nuestra política exterior y ponen límites a nuestra libertad. Dentro de nuestras fronteras, cabe esperar que el dictador del Kremlin, con la confianza que le da la impunidad, apoye con creciente vigor cualquier causa que nos haga daño –no hacen falta pruebas para estar seguro de que lo ha hecho con el proceso catalán– o se arrogue el derecho de asesinar en España a quien le parezca oportuno sin siquiera molestarse en hacerlo con la discreción que exige el decoro.
Y a nosotros –nos susurran al oído nuestros prejuicios– ¿por qué habría de importarnos lo que ocurra en Ucrania, en Gaza o en el mar Rojo? El daño que nos hacen esos conflictos ¿no es en realidad por culpa nuestra? Si nos estamos callados y no hacemos mal a nadie ¿por qué habría alguien de desearnos mal a nosotros?
Volvamos al vagón del metro donde comenzó todo. Bien puede ocurrir que los maleantes, humillada su primera víctima, la tomen con nosotros. En ese momento nos daremos cuenta de que el gigante mudo, ya fuera maliciosamente –a nadie se le oculta que algunos de sus portavoces están al servicio de intereses extranjeros– o de buena fe, nos ha engañado. Pero entonces, por desgracia, ya será demasiado tarde.
Juan Rodríguez Garat Almirante retirado
De la Asociación Española de Militares Escritores
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