El Almirante Rodriguez Garat, asociado de AEME, publica este articulo en el digital El Debate.
Defensa nacional: De gigantes y de títeres
Ni ver, ni oír, ni hablar. Eso es lo que Vladimir Putin, el criminal dictador del Kremlin, quisiera que hiciéramos los españoles mientras construye un imperio a la medida de sus sueños. Un imperio que pagaremos todos. Unos con su sangre, como los rusos y los ucranianos. Otros, como nosotros mismos, con el regreso del derecho de conquista, un gigantesco paso atrás en el camino de la humanidad.
Ni ver, ni oír, ni hablar. Después de todo, ¿qué es lo que está en juego? Es probable que, gracias a Putin –sí, ya sé que no es el único culpable– leguemos a nuestros hijos un mundo peor, otra vez sometido a la ley del más fuerte. ¿Y qué? ¿No ha sido esta ley la única constante de las civilizaciones que nos han precedido? Sí. Pero ahora la fuerza se mide en armas nucleares. Hay que ir con más cuidado. La mayoría no sobreviviríamos a una tercera guerra mundial.
La Carta de la ONU, el más reciente de los esfuerzos de la humanidad para salvarnos de nosotros mismos, prohíbe «la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de otro estado». Justa o no –siempre hay quien pensará que España podría tener derecho a recuperar el Rosellón, que Francia nos arrebató por la fuerza en 1659– esa prohibición es la única forma de evitar que la guerra renazca una y otra vez de sus propias cenizas. Pero para Putin es papel mojado. Con el mayor descaro, usa su artillería y sus misiles para arrebatarles su territorio a los ucranianos. Con no menos desfachatez, nos amenaza con sus armas nucleares para arrebatarnos nuestra independencia política, que quedaría en entredicho si tuviéramos que pedirle permiso al Kremlin para, por poner un ejemplo poco controvertido, admitir a Ucrania en la Unión Europea.
¿Le funciona a Putin la carta del miedo? Hasta ahora, no demasiado bien. Ucrania resiste y Europa también. Todos sabemos que, aunque España no tenga armas nucleares, está razonablemente segura bajo el paraguas de la Alianza Atlántica. Mientras la OTAN no se rompa –lo que, por cierto, exige responsabilidad a ambos lados del Atlántico– no tenemos por qué ceder a sus presiones. Por eso, si de verdad quiere conseguir que los españoles –o los alemanes, los franceses y los italianos– dejemos de ver, oír o hablar de la invasión de Ucrania, Putin necesita ofuscar nuestros sentidos, dividirnos y acobardarnos. Juega para eso con los prejuicios que me he permitido describir en artículos anteriores.
La batalla por la opinión
Además de las amenazas, cuenta Putin con poderosos aliados en la batalla por nuestra opinión. Gigantes entre sus coetáneos, algunos personajes históricos tan respetables como Rousseau, Roosevelt o Gandhi le dan los argumentos y, todavía más importante, los ejemplos que necesita para intentar modelar a su gusto nuestra conducta. ¿No decía Sun Tzu que el arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin combatir?
Para que no veamos el peligro que él representa, Putin quisiera que creyéramos a Rousseau, que contra toda evidencia defendió que el hombre es bueno por naturaleza. Para invitarnos a que hagamos oídos sordos ante lo que ocurre en el este de Europa, tiene las voces tranquilizadoras de Chamberlain o Roosevelt, que nos sugieren el camino más fácil: dejarle hacer para que, al menos por el momento, él nos deje en paz. Para que callemos ante la violencia, tiene el ejemplo de un Gandhi, icono del pacifismo, que por desgracia quedó en evidencia cuando pidió al pueblo británico que solo opusiera a Hitler una resistencia pacífica. También, por cierto, hubo en España quien sugirió que podríamos parar a Putin con lo que quiera que sea la «diplomacia reforzada».
A la sombra de estos gigantes corretean multitud de títeres, movidos por los hilos de Moscú. Títeres que no son ciegos, sino tuertos, porque, aunque no pueden ver el temporal que viene del este, nada les impide indignarse cada vez que alguna ola, ciertamente molesta pero no asesina, llega desde el sur. Títeres que solo son sordos de un oído, porque no oyen las voces de las víctimas de los conflictos que plagan la tierra, ni los preparativos de quienes quieren vengarlas a nuestra costa, pero no se les escapa uno solo de los murmullos del Kremlin. Títeres que solo callan cuando les conviene. ¿O soy el único al que le sorprende la ridícula obsesión que tienen con los acuerdos de Minsk muchos de los rusoplanistas que no darían un euro por la Carta de la ONU, el Derecho Internacional Humanitario o el Memorándum de Budapest?
Si el lector quiere asistir a una función gratuita de tales títeres, no tiene más que abrir los comentarios a este artículo o a cualquier otro de cualquier autor que en cualquier medio nacional condene la invasión de Ucrania. Y crea el lector que nada tengo que reprocharles a los que protestan, que en Occidente tienen derecho a expresar libremente su opinión. Al contrario, alguno de mis amigos asegura que le divierten mucho más los comentarios que mis artículos. Yo mismo siento que no he dado en el clavo cuando el número de indignados no alcanza mis expectativas. Si acaso, la única pregunta que cabe hacerse a la vista de los argumentos de la mayoría es por qué el Kremlin, que tiene 450.000 soldados en Ucrania, derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y 6.000 ojivas nucleares a su disposición, se molesta en tirar de tan endebles hilos.
El poder del pueblo
La respuesta puede encontrarse en Clausewitz. El pensador prusiano nos explicó que el poder militar de las naciones no reside en sus fuerzas armadas, sino en lo que llamó «la Trinidad de la Guerra», un triángulo formado por el pueblo, el gobierno y el ejército.
De los tres vértices que propuso Clausewitz en su modelo, en las naciones democráticas como la nuestra es el pueblo el que más cuenta. En él, mucho más que en el gobierno, reside la voluntad de la nación, que es el verdadero centro de gravedad de nuestro poder. Hoy día, los ejércitos son solo herramientas. De Putin en Rusia, de los ciudadanos en España. De nosotros depende nuestra capacidad de influir en el mundo. Ya sea para bien, para mal… o para nada.
Debilitar esa voluntad es el objetivo de las campañas de desinformación que nacen en Moscú, se transmiten por medio de voces conocidas, casi siempre mercenarias, y se amplifican en las redes sociales para hackear el entendimiento de quienes no tienen la prudencia de utilizar el único antivirus que puede protegernos de esta amenaza: ver, oír y hablar.
Como ocurre con los otros virus, los de verdad y los informáticos, el virus de la desinformación se autorreplica. Hackers y hackeados conviven en los mismos entornos sin que casi nunca podamos ver la diferencia. Unos son víctimas y otros culpables, es verdad, pero solo ellos saben que lo son y los demás no somos quien para juzgarlos. Sin embargo, a efectos prácticos, este es un matiz que debería importarnos bien poco porque, cualquiera que sea su motivación, todos los títeres trabajan en la misma función. Conscientemente o no, todos persiguen los mismos objetivos: cegarnos para que no podamos ver, llenar las redes de ruido para que no podamos oír y chillar para que nosotros callemos. Todos, víctimas y culpables, contribuyen a crear la España débil que conviene a nuestros enemigos. No seré yo quien les haga el juego.