CA. Manuel Martin-Oar, 1er.Caido en acto de servicio en Irak

Emilia Ripoll divide los 56 años que vivió su marido en tres puntos de inflexión. El cuarto momento decisivo para Manuel Martín-Oar y su familia es el último, cuando un atentado frente a las oficinas de Naciones Unidas en Bagdad acabó con su vida el 19 de agosto de 2003.

Dos décadas después de la invasión de Irak, Emilia accede a hablar por primera vez sobre Manuel Martín-Oar, el primer militar español muerto en acto de servicio en Irak, su marido y padre de sus hijos, el hombre del que se enamoró a los 18 y con quien compartió 30 años, 15 mudanzas, cuatro hijos y un final que quedó enterrado bajo el ruido político que provocó la participación de España en la reconstrucción de Irak.

Emilia, 69 años y un ojo de cada color, deshoja con entereza y gran dignidad cada destino compartido con su marido y reivindica: «Una cosa es la política y otra el servicio que tú das. No había nada que mezclar. Como militar cumples una misión y no te cuestionas nada más. Y él se ofreció voluntario».

Pero ese es el final de su historia, que comenzó en Pontevedra en los años 70. Emilia, hija del jefe de estudios de la Escuela Naval Militar, acompañó a una amiga a ver a su novio guardiamarina. «Yo tenía 18 años, lo conocí y ya… se te ponen las maripositas en el estómago».

Entonces Emilia se marchó a Santiago a estudiar, mientras Manuel, Manolo para todos, terminó la Escuela Naval: «Ya tenía destino, así que decidimos casarnos. Así empezó la aventura», avisa durante la charla, acompañada por su tercera hija, María.

Recién obtenido el empleo de alférez de navío se marcharon a Cartagena y de ahí, en septiembre de 1974, a Madrid. «Él quería ser piloto de helicópteros y vinimos a que hiciera el curso, yo estaba esperando mi primera hija»

Una nueva mudanza les llevó al Puerto de Santa María, la ciudad donde se establecieron cuatro años, en la que nacieron dos hijos más y que sería, en agosto de 2003, el último destino del cuerpo ya inerte de Martín-Oar.

El poco tiempo que Manolo pasaba en casa «necesitaba su ratito de desconectar y luego se dedicaba a los niños, estaba muchísimo con ellos», recuerda su mujer. Inquieto y cultivado, Emilia resume en una frase su forma de vida: «Siempre estaba leyendo, siempre estaba trabajando». Sus ganas por aprender movieron a la familia a Vigo para la especialidad de comunicaciones.

Entonces llegó un nuevo embarazo, y el destino en la corbeta Cazadora, y largas navegaciones de meses. «Recuerdo mi soledad y la de todas mis amigas», confiesa Emilia. «Como todas las mujeres de militares, te echas todas las responsabilidades encima».

Una nueva mudanza a San Fernando y, de ahí, a Madrid a realizar el Curso de Guerra en el Estado Mayor de la Armada. Manolo fue destinado entonces al portaaviones Príncipe de Asturias, el primer punto de inflexión de su vida. España se estaba abriendo a las misiones en el exterior, y terminado el destino le surgió la oportunidad de participar en unas maniobras de la OTAN en el Mar Adriático. «Esta debe ser de mis últimas oportunidades de navegar», le dijo a su mujer, que le animó a marcharse. «Ahí fue cuando cambió su vida».

Bilingüe en inglés y francés, le destinaron en comisión de servicio un año al cuartel General de Naciones Unidas. Era la primera vez que un militar español ocupaba un puesto en Naciones Unidas y toda la familia se marchó a Nueva York. «Vimos una casa a 30 minutos de Manhattan en coche y allí nos lanzamos. La casa estaba vacía y no teníamos absolutamente nada, nos hablaron de una tienda que se llamaba Ikea y que te podías montar tú una casa por poco dinero», recuerda su mujer. De allí se marcharon a París, como agregado Naval: «Para él y para todos nosotros fueron unos años muy felices».

Pensaban volver a Madrid, pero mientras Emilia deshacía cajas en la capital, su marido llamó desde París: «¿Recuerdas aquella vacante que había en Nápoles que te dije que iba a pedir y que no me la iban a dar?». En Nápoles pasaron otros tres años, que supusieron otro punto de inflexión en su vida, pues entre las amistades que hicieron estaba la del diplomático Miguel Benzo Perea, entonces cónsul en la ciudad. «Volvimos a España e Irak estaba ya en guerra, al acabar, nombraron a Benzo embajador», sintetiza Emilia. «Qué suerte tiene, qué envidia me da», anhelaba su marido mientras marcaba el teléfono para felicitarle y decirle: «Me iría contigo ahora mismo».

Emilia no sabe si fue ese ofrecimiento o si su marido hizo más gestiones, pero días después hubo una reunión entre Defensa y Exteriores para decidir qué militar era el idóneo para irse en comisión de servicio a Bagdad. Tanto el almirante Beltrán como el diplomático Benzo llevaban el nombre de Martín-Oar a la reunión. «Me voy a Irak, estoy como loco, es una oportunidad única en la vida», recuerda su mujer que le dijo.

Comenzó entonces un mes de tensa calma en casa de la familia. Emilia no lo recuerda, pero su hija afirma que pasaron cosas a las que no estaban acostumbrados: «Hicisteis testamento, y papá tuvo que recoger un uniforme de campaña y un chaleco antibalas». Su madre sí que cuenta sonriente cómo fueron a Decathlon a comprar lo necesario para hacer una maleta de campamento: «Un catre, botas de campo, medicinas, repelente de mosquitos, chaquetón para el frío, chanclas, impermeable…», enumera.

Aunque Manolo «se fue feliz», también reconoce que al principio fue muy duro: «Dormían en casas medio derruidas, no tenían seguridad al principio y tenían que ir armados. Luego alquilaron una casa, pero creo que nunca dejaron de dormir en los catres», afirma. «Estaba feliz, decía que era interesantísimo, hablaba mucho del calor, decía que era como un horno. Contaba que de vez en cuando caían bombas y salían a la terraza a verlo. Hablaba del choque cultural, de la miseria, de todo lo que había que hacer allí». Y de su nieto. Porque Martín-Oar iba a ser abuelo, y lo tenía muy presente durante la misión. Tanto que el salvapantallas de su ordenador era una imagen del futuro niño.

Llegaron entonces las vacaciones y pasó diez días en Madrid con un único anhelo: arreglarse las gafas de vista cansada, que se le habían roto en Bagdad y llevaba pegadas con celo Y por supuesto pasar tiempo con los suyos. El último día disfrutaron de una cena en familia llena de risas y planes de futuro.

A la mañana siguiente ninguno de los hijos se despertó para despedirse antes de que Emilia llevara a su marido al aeropuerto. «Se iba feliz, echaba de menos a la familia, pero estaba encantado de la vida».

Emilia volvió a casa, recogió a los hijos pequeños y se marchó a El Puerto de Santa María. «Era un veraneo normal, sin sensación de peligro». Los dos mayores estaban de vacaciones en otros puntos, por lo que Emilia invitó a sus padres y sus hermanos a pasar unos días en El Puerto. «Era la hora de comer, tenía la casa llena de gente y yo estaba en la cocina cuando oí en el informativo algo del Hotel Canal, sede de Naciones Unidas, que era donde trabajaba Manolo, me acerqué y vi a mi padre demudado porque habían puesto una bomba».

Ante una detonación fuerte, lo primero que uno escucha es un pitido nítido en la cabeza, nada más. Manuel Martín-Oar tenía un brazo herido, pero se levantó por su propio pie. Caminó unos metros y un enfermero le dejó en una camilla, donde le administraron morfina en unos primeros auxilios antes de atender a otros pacientes.

En España, su esposa se puso en contacto con el almirante Miguel Beltrán, que le dijo que estaba de camino a Madrid para saber qué había pasado. «Desde ahí pierdo la noción del tiempo», resume. Le llamó el almirante para decirle que su marido estaba vivo pero herido de un brazo.

Mientras esperaba en la camilla en Bagdad, Manolo sufrió un derrame cerebral. Alguien tuvo a bien colocar sus manos en el escapulario que llevaba colgado de una cadena del cuello. Y falleció. Entonces, en medio del caos, le robaron la alianza, el escapulario, el reloj y la cartera.

Pasaron las horas y no había noticias de Manolo ni en España ni en Irak. Todo el personal que le conocía se saltó los toques de queda para buscar en los hospitales de la ciudad, y Manolo no aparecía. «Hablamos con alguien que nos dijo que lo habían evacuado pero que no lo tenían localizado. Y llegó la noche y dejamos de tener noticias», recuerda Emilia, que también cuenta que la casa se llenó de gente y que incluso celebraron que estaba vivo. «Primero le buscaron entre los vivos, luego lo encontraron entre los muertos», resume su viuda.

El 20 de agosto, por la mañana, el Jefe de Estado Mayor de la Armada llamó a Emilia. Estaba llorando. Fue una llamada breve: «Hemos encontrado a tu marido pero está muerto».

«¿Pero qué me estás diciendo? Si ayer estaba vivo», decía Emilia incrédula, al otro lado del teléfono. «En ese momento sólo empecé a pensar: qué horror, ¿qué va a pasar ahora? No hacía más que pensar en mis hijos».

Y toma la palabra María para resumir esos días. Uno de los hijos viajó a Bagdad para recoger el cuerpo, lo trasladaron en un avión militar a la base naval de Rota y en el propio hangar se organizó un velatorio. Después, un funeral. Incineración y las cenizas esparcidas por el mar. Una decisión tomada en familia.

En el mismo avión volvió la maleta que tenía en Irak. «Estaban su rosario, sus apuntes de pintura, una alfombra que había comprado, unos cuadros que había pintado que todavía tenemos, una sortija para mi… Cuatro cosas, porque realmente era un hombre muy austero», recuerda.

«A partir de ahí pues… otra vida diferente», resume Emilia emocionada. Si algo determinó la familia es que el ruido político que rodeó Irak no iba a ensombrecer el recuerdo de su marido, por eso permanecieron callados dos décadas, porque no querían que la polémica de esa misión se cruzara con el deber de un militar. En este tiempo siempre se han sentido respaldados por el Ministerio de Defensa. Como ejemplo, en el año 2004 la Armada Española nombró a Emilia madrina de botadura de la fragata Méndez Núñez.

«Había que seguir viviendo la vida» y, aunque Emilia resume estas décadas como «felicísimas, pero con una ausencia muy grande», el balance es bueno, por eso no se arrepiente de que Manolo se marchara a Irak: «Las decisiones importantes las tomábamos siempre juntos. Nunca tomó una decisión sin que yo estuviera de acuerdo con él, y yo siempre estuve a su lado». Dos décadas después, su viuda reflexiona: «El gran legado de mi marido son nuestros cuatro hijos y diez nietos, muy orgullosos de su abuelo, del que se habla de manera diaria con cariño y admiración».

La viuda de Manuel Martín-Oar, contralmirante y el primer muerto español caído en acto de servicio en la misión, recuerda la historia de su marido y sus últimos días.

 

Fuente:

http://quiosco.elmundo.orbyt.es/epaper/viewer.aspx?publication=El%20Mundo&date=20_03_2023&tpuid=10174&dummy=Madrid#page/