En África, fundamentalmente en el norte y la franja saheliana, el radicalismo violento ligado a la causa yihadista ha continuado su expansión en 2019, y esta realidad apenas suscita una escasa atención mediática y una limitada preocupación fuera de las fronteras africanas, a pesar de tratarse de una amenaza global. Según el índice Fund for Peace[1], esta inmensa región africana es la zona más inestable del mundo, pues de ella forman parte los países más frágiles y –por tanto– más vulnerables a la violencia. En este contexto, no es casual que en todos ellos se concreten los condicionantes que incitan a la conflictividad: Estados débiles y corruptos, pobreza y subdesarrollo endémicos, así como sociedades divididas por ancestrales reivindicaciones o por cuestiones étnicas, religiosas o geográficas; y –en muchas ocasiones– hundidas en un profundo sentimiento de abandono.
Así, cuando se examinan los parámetros que sustentan y alientan el terrorismo, además de la imposición virulenta de una pretendida yihad, la violencia o la exclusión política de los gobiernos hacia sus poblaciones cobra más fuerza como pretexto de la gran mayoría de los extremistas, que –muchas veces, por mero pragmatismo– extienden el terror como táctica contra regímenes políticos represivos o incapaces de atender las demandas de sus sociedades. Incluso, las poblaciones locales lo han convertido en un modo de subsistencia o supervivencia, hastiadas de vivir en la frustración, la injusticia y la falta de expectativas vitales. Y, envolviendo este escenario, se hace cada vez más estrecha la relación entre el crimen organizado y el terrorismo, que sustenta la captación de afiliados a la causa –y su consiguiente radicalización–, y se convierte en el mejor «avalista» de la persistencia y la resiliencia del creciente extremismo en África.
Con estas condiciones –en el excelente caldo de cultivo que suponen los espacios vacíos de poder y de justicia, y plagados de corrupción y desigualdad social–, las dos principales redes yihadistas del mundo –fundamentalmente Al Qaeda, y en mucho menor medida Daesh– han expandido sus tentáculos y sus ataques sobre el continente africano, y cada vez enfrentan su rivalidad estratégica en más países con el objetivo de imponer su rigorismo salafista. En la década de los noventa el germen de la yihad en África se gestó en Argelia, pero la presión militar de sus fuerzas de seguridad provocó que los yihadistas huyeran al norte de Mali, donde fundaron Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) en 2007. Años después, a partir de 2011, las mal llamadas Primaveras Árabes en el norte africano y el saqueo de las armas de los arsenales libios tras el derrocamiento del régimen de Gadafi fueron la espita final que provocó la propagación y el fortalecimiento del yihadismo al sur del Magreb, y generó así un inmenso frente de inestabilidad política y de violencia terrorista que se ha convertido en una dramática realidad en el África subsahariana.
En la actualidad, África se ha convertirse en la región del mundo donde más rápido ha proliferado esta brutal y difusa amenaza, agravada aún más como consecuencia del constatado declive del apocalíptico «califato» que autoproclamó Abu Bakr al-Baghdadi –eliminado en una acción estadounidense el pasado 25 de octubre– en Irak y Siria en 2014. Si bien la letalidad ha descendido en cifras globales desde ese 2014 en el continente africano, según el Índice de Terrorismo Global 2018[2], la tendencia de la amenaza yihadista está marcada por el incremento del número y la entidad de los grupos extremistas, con una impronta cada vez más local y anclada a reivindicaciones étnicas; por la prevalencia de las filiales de Al Qaeda; por la expansión de sus zonas de actuación; y, finalmente, por la mayor complejidad de sus atentados, cada vez más organizados y cruentos.
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