HISTORIA DE UNA INMERSIÓN, CON MORALEJA INCLUIDA

 

 

 

 

 

Never say “no” to an admiral

Dicho popular en la US Navy

 

La llegada

Atracamos con la “Infanta Cristina”en el puerto de Safaga, en la costa egipcia del Mar Rojo, en la tarde del 26 de enero de 1991, catorce días después de haber salido de Suez. En esas dos semanas se había precipitado la cuesta abajo final en los prolegómenos de la I Guerra del Golfo, iniciada formalmente en la madrugada del día 17 de enero con los ataques aéreos de la coalición sobre objetivos del Iraq de Saddam Hussein.

Por aquel entonces, la “Infanta Cristina” era una corbeta, no un patrullero como ahora, lucía la numeral de costado F34, y formaba parte de la 21 Escuadrilla de Escoltas de la Flota, con base en Cartagena. Desde noviembre del año anterior había estado desplegada en el Mar Rojo, formando parte, junto con la “Diana” y la “Numancia” (esta última en el Golfo Pérsico) de la Agrupación BRAVO que, bajo el mando del Capitán de Navío Francisco Rapallo, constituía el componente naval español participante en las operaciones internacionales de embargo que las Naciones Unidas habían establecido para sancionar la invasión de Kuwait por parte de Iraq, y que siempre recordaré con la denominación que utilizaron los norteamericanos: “Desert Shield” y “Desert Storm”.

Fue aquella la primera participación de la Armada en un escenario real de operaciones de combate (una guerra, vamos) en décadas, y supuso un verdadero revulsivo (operativo, técnico, emocional, incluso social) para todos, y desde luego para los que participamos directamente en ella. Pero, como repite Michael Ende en “La Historia Interminable”, esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión[1]

En aquellos momentos yo era Teniente de Navío y Jefe de Operaciones de la “Infanta Cristina” y, como los demás, aún estaba tratando de asimilar la magnitud de los eventos en los que participábamos. Llevaba ya casi tres años a bordo, tiempo de sobra para encontrarme cómodo con las responsabilidades del destino, tras haber llevado a cabo continuadas actividades de preparación: ejercicios FLOTEX o “Mar”, despliegues en agrupaciones OTAN, grupos aeronavales con el “Príncipe de Asturias”, las OVAF y OVATAN[2] que precedieron a las actuales Calificaciones Operativas del CEVACO… Pero aquello era real, y además en el Índico, más lejos de casa de lo que habíamos desplegado nunca (con la posible excepción del viaje del Elcano; pero ese no cuenta…). Técnica y profesionalmente estábamos listos; mentalmente, tuvimos que hacer un cierto reajuste de adaptación…

Safaga era, en 1991, poco más que un par de muelles polvorientos para el tráfico de fosfatos, con cuatro casas rodeadas de desierto, un bareto, y una centralita telefónica que proporcionaba dos (sí, 2) líneas de salida internacional, donde toda la dotación hacía cola para llamar a casa en aquellos tiempos anteriores a los móviles y las comunicaciones por satélite a bordo. Se accedía al puerto a través de una canal bordeada por arrecifes de coral, de cuestionable limpieza hidrográfica, y junto al puerto comercial existía una pequeña base naval, de aspecto no demasiado operativo. Con toda probabilidad, lo más excitante que allí había ocurrido en mucho tiempo había sido la visita que nos hizo Marta Sánchez, el día de Navidad de 1990, para cantarnos “Soldados del amor” [3]

Dadas las circunstancias, con una guerra en marcha en la zona, aquella entrada en Safaga se preveía corta: tan sólo unas horas para recepción de documentación clasificada, repuestos, y correspondencia, todo ello cortesía proporcionada por los T-10 “Hércules” del Ejército del Aire, que mantenían el cordón umbilical logístico necesario para la continuidad de las operaciones a más de 2000 millas de nuestra base. Y, aunque fuera sólo una noche, había también que aprovechar para tratar de dormir siete u ocho horas de un tirón, algo que, navegando a dos vigilancias y en el ambiente de tensión de pre-guerra y guerra abierta, había resultado imposible en las últimas dos semanas.

Afirmada la maniobra, paradas las máquinas, apagados los equipos no esenciales en todo el barco, la “Infanta Cristina” estableció régimen de puerto, con esa tranquilizante sensación de ausencia de ruido, de vibraciones, y de balanceos que acompaña la finalización de la atracada, especialmente después de un largo período en la mar. Pero en ese momento, para un Jefe de Operaciones siempre queda pendiente la remisión del “Parte de Llegada”, comunicación formal de la finalización de la navegación para conocimiento y tranquilidad de nuestros mandos operativos y orgánicos: grupo fecha/hora de la llegada y la salida prevista, niveles de combustible, escuchas de radiodifusión abiertas…

Acopiados los datos y compuesto el informe, subí a la Cámara del Comandante con la tablilla de mensajes para que el Capitán de Corbeta José Manuel Palencia, Comandante del buque, firmase el parte; por descontado, nada de rúbrica electrónica en aquella época: papel térmico de teletipo, casilla de distribución estampada en azul con un tampón, y bolígrafo (bic) amarrado a la tablilla con un cordoncillo. El Comandante lo firmó con la rapidez que dan la rutina y la confianza en tu equipo, y, cuando me disponía a retirarme para bajar a la radio y entregar el mensaje a los teletipistas para su transmisión, añadió:

  • Otra cosa, José Luis: como estamos en guerra, en puerto extranjero, y conviene no confiarse, quiero que hagas una inmersión para inspeccionar el muelle y el casco antes del ocaso, y de paso compruebes que los ejes y las aspiraciones están limpios después de tanto tiempo en el agua…

El dilema

En este punto conviene aclarar que, aparte del cargo de Jefe de Operaciones, en la “Infanta Cristina” yo desempeñaba unos cuantos cometidos más: Oficial de Derrota, Oficial de Comunicaciones, Oficial de Seguridad… y Oficial de Buceo. Para que luego digan que los hombres no somos capaces de hacer más de una cosa a la vez.

El emblema con el ancla y las aletas, certificación física de haber realizado la Aptitud de Buceador Elemental, llevaba cosa de un año prendida en mi uniforme, tras la superación del curso en el Centro de Buceo de la Armada en 1990[4]. A los que hemos realizado ese curso siempre nos ha fastidiado el adjetivo de “Elemental” que acompaña a “Buceador”, y que nos parece bastante injusto (además de degradante), teniendo en cuenta la intensidad y exigencia de las diez semanas que la Armada emplea para adiestrar a una persona en el buceo con aire comprimido: rigurosos reconocimientos médicos y pruebas físicas (incluyendo una bajada profunda en la cámara hiperbárica, en la que acabamos hablando como patos y experimentamos de primera mano los efectos euforizantes de la narcosis de nitrógeno), intensa actividad deportiva, clases teóricas sobre fisiología del buceo, técnicas de descompresión, mecánica y manejo de equipos (todavía me sigue impresionando la elegante sencillez y efectividad de los reguladores). Y, sobre todo, agua, mucha agua, en superficie y por debajo de ella: recorridos interminables, inmersiones de hasta 50 metros de profundidad, abandono y recogida de material, escapes libres desde 30 metros, trabajos mecánicos, buceo nocturno… Del CBA se sale sabiendo bucear muy bien, y con mucha seguridad, algo esencial en una actividad relativamente sencilla, pero que entraña riesgos considerables si no se reacciona correctamente ante una dificultad.

La petición de mi Comandante tenía toda la lógica del mundo, la verdad. Si realizar una inspección subacuática de los muelles es un procedimiento casi habitual al atracar en un puerto fuera de la base (y una de las cruces permanentes para los equipos de buceo de los barcos), en aquellas circunstancias parecía casi una obligación: estábamos en zona de guerra, Egipto formaba parte de la coalición contra Iraq, y no era en absoluto descartable que los iraquíes tratasen de resarcirse de la ofensiva desatada contra ellos golpeando en su propio territorio a alguno de los países coaligados; y Egipto era de los que estaba más a mano.

Pero, desde mi punto de vista, aquella situación, aparentemente tan clara, tenía algunas implicaciones adicionales que la complicaban…

Ya he dicho que una de las mejores cosas de los cursos del CBA es el enorme énfasis que se pone en todos los aspectos relacionados con la seguridad en la inmersión: chequeo de equipos, actividad en parejas, planificación detallada, sobre todo si es necesario realizar paradas de descompresión[5]… Y, especialmente, garantías de realizar la inmersión en unas condiciones físicas adecuadas: nada de catarros ni sinusitis que puedan dificultar el compensar adecuadamente, nada de comidas copiosas previas (y no digamos alcohol), y buena forma física general, empezando por encontrarse descansado y haber dormido las ocho horas reglamentarias.

Y ese era mi problema, precisamente (y el de Miguel, el Buceador Ayudante que debería bajar conmigo al agua): que llevábamos catorce días navegando a dos vigilancias, lo que significa doce horas de guardia en puente o CIC de cada veinticuatro, más ocasionales actividades “extraescolares” del estilo de zafarranchos de combate, mensajes intempestivos, o averías inesperadas; también, el dormir un máximo de seis o siete horas al día, repartidas en dos tandas; y, en nuestro caso particular, el haber estado sometidos a una tensión constante por la evolución de la crisis y el inicio de la guerra.

Así que decir que estaba cansado sería quedarse corto, muy corto; me encontraba realmente agotado.

La inmersión en sí misma no presentaba ninguna dificultad especial: buenas condiciones de mar, viento y temperatura, buena visibilidad, escaso fondo (creo recordar que ocho metros), apoyo cercano con una embarcación de seguridad… Aun así, la idea de tirarme al agua, en las condiciones físicas en las que me encontraba, no me seducía lo más mínimo, ya que no podía estar seguro de cómo reaccionaría (o lo haría Miguel) ante cualquier complicación, incluso una sencilla, durante la inmersión.

Pero la intención del Comandante era tan lógica…

Pero no había dormido nada…

Pero había estallado la guerra…

Pero estaba tan cansado…

Todo esto bulló en mi cabeza durante unos segundos, que se me hicieron eternamente largos, pero que no debieron ser más de tres o cuatro desde que el Comandante terminó de hablar. Tras esos momentos de indecisión, inhalé hondo, y respondí:

  • Comandante, creo que efectivamente deberíamos de hacer un recorrido del muelle; pero la verdad es que no me encuentro en condiciones físicas para hacerlo ahora mismo, después de las dos semanas que llevamos. Si no tienes inconveniente, preferiría aplazarlo hasta descansar unas horas como es debido.

Hala, ya estaba dicho. No había empleado ninguna matriz de decisión ni algoritmos de apoyo para ello (todavía me faltaban unos cuantos años para hacer el curso de Estado Mayor, que es donde le enseñan a uno esas cosas tan complicadas), sino que había expresado lo que más intensamente sentía, en crudo, y en contra de otro montón de razonamientos (y sentimientos) que me pedían a gritos decir lo contrario. No había resultado fácil, a pesar de la rapidez, pero ya estaba dicho.

Como debía de haber imaginado, mi Comandante, que era una persona muy razonable, comprendió de inmediato mi argumento (lo que no significa necesariamente que le gustara), lo aceptó sin un titubeo, y me respondió con toda naturalidad:

  • De acuerdo, José Luis, sin problemas; hazlo mañana a primera hora, después de una buena dormida.

Salí de la Cámara del Comandante tranquilo, aunque no demasiado satisfecho conmigo mismo, y me afané en completar todas esas tareas rutinarias que implicaban para mí una llegada a puerto: subir al puente a revisar y firmar el Cuaderno de Bitácora para cerrar la singladura, como corresponde a todo Oficial de Derrota responsable; guardar los prismáticos, recoger la gorra de visera, y retirar mis identificadores de estrellas y de cetáceos, que siempre tenía a mano cuando salíamos a la mar. Luego, en el CIC, comprobar los últimos mensajes recibidos con la situación de las operaciones; pasar unas cuantas notas manuscritas al ordenador, con vistas al Informe de Primeras Impresiones y el futuro Parte de Campaña; comprobar que la documentación clasificada había sido puesta a buen recaudo; a menudo, charlar con alguno de los radaristas o teletipistas que andaban arranchando los destinos antes de cerrarlos…

Y, en aquella ocasión, todo esto con el runrún en la cabeza de mi reciente conversación con el Comandante, y el revoloteo de pensamientos animados y positivos del estilo de Vaya birria de tío que eres, poniendo pegas para realizar un recorrido del muelle en una ocasión como ésta

 

En fin, lo hecho, hecho estaba. Además, notaba claramente cómo iban remitiendo los efectos de la excitación y la adrenalina de los últimos días, y se iba adueñando de mí una nebulosa mezcla de relajación y cansancio. Como se aproximaba la hora de la cena (que iría seguida de una inmersión en la cama por un mínimo de ocho horas, que realmente estaba necesitando), bajé a la Cámara de Oficiales y, una vez allí, decidí redondear el tono físico y emocional en que me encontraba pidiendo al repostero una cerveza bien fría, la primera en dos semanas; y, con el vaso helado en la mano, me acomodé en uno de los magníficos sofás de cuero cobrizo de la Cámara para departir con mis compañeros (Fernando, Víctor, Luis, Leandro…) sobre las incidencias de la intensa navegación que acabábamos de finalizar, las perspectivas que veíamos en el desarrollo de la guerra, las ganas de llamar por teléfono a casa para decir que todo iba bien.

Y entonces…

Lo inesperado

Y entonces ocurrió, aunque en aquel primer momento no fuéramos capaces de explicarlo.

BONNNGGG…

El barco entero retumbó con un sonido que sólo puedo describir como el que imagino escucharía una persona que se encontrase en el interior de una campana de catedral, y alguien la hubiese golpeado desde el exterior con un enorme martillo. Era un sonido grave y profundo, muy fuerte pero sin ser atronador, y que reverberó durante unos instantes antes de apagarse.

Aquel BONNGG dejó trás de sí un silencio sepulcral; se interrumpieron todas las conversaciones, todo movimiento de sillas, de cubiertos, de trasiego de vajilla en la repostería. Nos miramos unos a otros con una mezcla de sorpresa y aprensión, porque nadie entendía lo que había pasado.

  • ¿Qué demonios ha sido eso?

Pasaron unos segundos, que no debieron de llegar al minuto, cuando se repitió el sonido, con idéntica intensidad y duración. Esta vez, sí, nos levantamos al unísono y salimos a cubierta, uniéndonos al flujo de personal de la dotación de la “Infanta Cristina” que salía de los sollados, de las cámaras de máquinas, de los talleres y las oficinas, para tratar de averiguar lo que ocurría.

De la cubierta principal subimos a la 01, la del “Harpoon”, y allí nos asomamos a la borda, casi todos por estribor, que era la banda que daba al mar. Era una tarde tranquila y soleada, en la que el sol se encontraba ya relativamente bajo, descendiendo hacia las montañas de poniente. La mar estaba perfectamente en calma, relumbrando con ese azul turquesa profundo que desmiente el apelativo de Mar Rojo. No se apreciaba tráfico, mercante o militar, en la canal de acceso, ni actividad en una zona en la que, ya de por sí, tampoco podía esperarse mucha.

Entonces sonó otra vez, pero en esta ocasión, al encontrarnos en exteriores, de un modo distinto: menos intenso, más seco, sin apenas reverberación.

POCC…

Más comentarios, más interpelaciones, más parloteo…

  • ¿Pero qué está pasando?

Y entonces, desde la cubierta superior (la del puente), alguien –más avispado o con mejor vista- gritó:

  • ¡Allí, allí…!

Seguimos la dirección del brazo extendido, que apuntaba al sureste, casi de través. Y, efectivamente, allí, a unas doscientas o trescientas yardas, maniobraba con parsimonia una embarcación pequeña, gris, con dotación de uniforme, y toda la pinta de tratarse de una lancha de rada de la marina egipcia.

Con ayuda de unos prismáticos traídos a toda prisa del puente traté de reconocer lo que estaban haciendo. Se movían hacia popa, se inclinaban, se retiraban…

POCC…

Y en ese momento lo vi claro: estaban lanzando bombetas antibuceador.

Una vez más, aquello tenía bastante lógica: había estallado una guerra, estábamos cerca de la base de uno de los miembros de la coalición, y podía esperarse una acción hostil de los iraquíes como represalia; la Marina egipcia no quería correr riesgos, y  por ello tomaba las medidas necesarias para impedir un eventual intento de ataque o sabotaje desde la mar.

Los sonidos que habíamos percibido, tanto en interiores como en cubierta, no eran otra cosa que el impacto en el casco de la onda de presión producida por la explosión de las bombetas, que son la más eficaz medida posible contra buceadores, teniendo en cuenta la formidable intensidad con que se propaga bajo el agua de esa onda de presión. Su carácter diferenciado se debía a las muy distintas condiciones acústicas del exterior e interior del barco, donde el sonido quedaba atrapado y producía aquella prolongada reverberación.

Mecánicamente, eché un vistazo a mi reloj de pulsera (por descontado sumergible, certificado a diez atmósferas), y recuerdo que marcaba las seis y media de la tarde. Las seis y media… Justo la hora en la que Miguel y yo debíamos estar bajo el agua, a medio recorrido del muelle y casco, protegidos (es un decir) por tres milímetros de neopreno.

Durante unos momentos me vinieron a la memoria las lecturas sobre los devastadores efectos en el cuerpo humano de una explosión subacuática: tímpanos destrozados, órganos internos pulverizados, hemorragias francas…

Procuré apartar esas imágenes de la mente, porque nunca me ha gustado el cine gore, y decidí bajar a la Cámara de Oficiales para terminar la cerveza que se debía estar calentando sobre la mesa en la que la había dejado.

Y cuando descendía por la escala, camino de la cubierta principal, descubrí (sin demasiada sorpresa) que eso de las piernas que flaquean, las “rodillas de goma”, no es una figura retórica o literaria, sino una sensación física muy real, y perfectamente certificable.

El desenlace

A la mañana siguiente, temprano, mi Comandante acudió a la base naval egipcia para efectuar una presentación de cortesía a su jefe, llevando como punto principal de su agenda la solicitud de autorización para realizar una inmersión en el muelle en las horas siguientes, en una franja horaria muy clara, para comprobar el estado del casco y ejes de la “Infanta Cristina”, y naturalmente obtener garantías de que en ese período no se llevarían a cabo actividades como las de la tarde anterior. Obtenidas éstas, regresó al barco con las buenas noticias.

Miguel y yo teníamos ya preparada la inmersión, y, a pesar de esas garantías, habíamos preparado toda una batería de medidas de seguridad adicionales: el inevitable gallardete ALFA (buceadores en el agua) izado en varias drizas, el canal 16 de VHF alistado y cubierto, una tupida red de serviolas vigilando cualquier movimiento en la base y sus accesos, y un código de señales sonoras desde el barco y la embarcación de seguridad que nos alertaría si, mientras estábamos en el agua, se producía alguna novedad mínimamente sospechosa, para regresar inmediatamente a la superficie.

 

La inmersión fue tranquila y sencilla. La transparencia de aquellas aguas del Mar Rojo es extraordinaria (en alguna ocasión anterior, buceando durante un fondeo en Hurghada, había observado una visibilidad horizontal de casi cien metros), el muelle estaba limpio, el casco en perfectas condiciones, y no se produjo la menor actividad por parte de los egipcios que alterase la normalidad del recorrido en aquellas condiciones ideales.

Aun así, estoy convencido de que aquella fue la inmersión más rápida y más corta que he realizado en toda mi vida.

Y la moraleja

Aprendí una lección muy importante en aquella lejana tarde de enero de 1991; o, más bien, confirmé algo que ya sabía, pero que nunca había visto corroborado con tanta claridad: la falsedad de esa cita popular (tal vez apócrifa) que encabeza este relato, y según la cual nunca debes decirle no a tu jefe, sea Almirante o Capitán de Corbeta. Muy al contrario, y en ciertas ocasiones, hay que decirlo, con toda lealtad y respeto; nada hay de indisciplina en esas negativas eventuales y con frecuencia necesarias, porque lo que hacen es contribuir a proporcionar al jefe una visión distinta y más abierta.

Han pasado más de treinta años desde entonces, y tengo casi exactamente el doble de la edad que tenía en aquel momento. Quiero creer que algunas cosas más habré aprendido en el camino, aunque seguro que menos de las que debiera; pero aquella lección quedó claramente grabada en mi mente, y he intentado aplicarla con toda honestidad desde entonces, como podrán atestiguar, tal vez sin demasiado entusiasmo, algunos de los jefes para los que he trabajado en este tiempo; uno de ellos, con ocasión de mi despedida, me dijo que yo era “muy pesado” (sic), y seguramente tenía razón: qué leal tabarra no debí darle con los problemas de mi barco…

Con tanto tiempo a las espaldas, es fácil caer en la tentación de contar batallitas de abuelete (aunque yo no tengo nietos, al menos por ahora) o impartir lecciones de moralina; y si encima uno es Director de un centro docente, como lo soy yo, pues con más razón. A pesar de ello, he tratado siempre de evitarlo, aunque no siempre lo haya conseguido.

Pero en esta ocasión, y como recomendaba Oscar Wilde, voy a vencer la tentación cayendo en ella, porque creo que la moraleja de esta historia es lo suficientemente importante para arriesgar ser tildado de cargante, o alguna cosa peor. Así que ahí va:

Niños y niñas, jóvenes y menos jóvenes, personas de toda edad y condición, pero especialmente aquellas que os ganáis la vida vistiendo un uniforme militar: sed diligentes y disciplinados, poned todo el empeño en cumplir en vuestro trabajo lo mejor posible, pero no dejéis nunca de hacer ver a vuestros superiores lo que realmente pensáis, porque esa es una de las mejores maneras de contribuir a la tarea en la que estáis implicados. Puede que no resulte fácil o agradable (normalmente no lo será) pero hay que hacerlo, incluso si no coincide con la opinión de vuestro jefe, o con lo que a vuestro jefe le gustaría escuchar (casi diría que hay que decirlo especialmente cuando no coincide con lo que el jefe opina o quiere escuchar).

Naturalmente, y como a fin de cuentas esto es la mili, si a pesar de todo el jefe confirma la orden, pues mano al botón y a cumplirla con todo entusiasmo, que es lo que hubiera hecho yo de haber decidido mi Comandante que la inspección del muelle se llevase a cabo, a saber con qué consecuencias. Pero no lo hizo, gracias a Dios, y tal vez hoy estoy escribiendo estas líneas como resultado de ello.

Todos sabemos que nuestro trabajo exige muchas cosas: compromiso, dedicación, disciplina, lealtad…; ninguno de esos términos son especialmente populares hoy en día, pero sin ellos no puede uno enfrentarse a las responsabilidades de esta profesión. Pero hay que entenderlos en su justo término y equilibrio; y, a pesar de ciertos conceptos estrechos sobre la disciplina y la lealtad, la honestidad en decir lo que se piensa –aunque no siempre nos lo agradezcan- es uno de los elementos esenciales de esa exigencia, y de nuestra contribución a la tarea en marcha.

Y además, ocasionalmente, puede salvarte el pellejo.

 

 

 

 

 

[1]Cosa que tengo intención de hacer, en un artículo venidero.

[2] Ejercicios de adiestramiento táctico y de artillería, que se desarrollaban en Cartagena y Cádiz.

[3] O al menos así recuerdo yo todo aquello, aunque, según lo que he podido ver en Internet, tanto la ciudad como la base parecen haber mejorado sensiblemente en estos treinta años…

[4] Que ahora ya no se llama Centro de Buceo de la Armada (CBA), sino Escuela Militar de Buceo (EMB)

[5] En general, por haber pasado tanto tiempo bajo el agua (o a tanta profundidad) que el ascenso de vuelta a la superficie ha de hacerse lentamente, con paradas a diversas profundidades, para evitar un “ataque de presión”: la aparición de burbujas de nitrógeno en la sangre y las articulaciones (como al abrir una lata de Coca Cola), que puede tener efectos fatales.