Con motivo del Bicentenario de la Guerra de la Independencia (1808-1814), AEME decidió editar el que sería su primer libro, para lo que se recabó la colaboración de los asociados, para que narraran “aspectos inéditos” de esta heroica guerra contra los siempre victoriosos ejércitos de Napoleón.
Los 16 capitulos seleccionados, han ido pasando por distintos editores, que por una razón u otra, dieron su negativa a editar esta interesante recopilación de “aspectos inéditos”. En esta situación se llegó al mes de marzo del año 2014 -seis años mas tarde de la recopilación-, y quiso la fortuna que con motivo de la celebración de una Jornada de Ingeniería organizada por AEME y la Universidad de Zaragoza, que fue presidida por el Secretario General Tecnico del Ministerio de Defensa D. David Santos Sánchez por la mediación del entonces Tesorero de AEME Teniente Coronel Interventor D. Justo Huerta Barajas, se le informara de la existencia de estos Capitulos, que no encontraban un editor para su publicación, incluido la negativa del MINISDEF años antes.
El SEGENTE, de cuya autoridad dependía la Subdirección General de Publicaciones dispuso se reordenaran los Capitulos, para que el libro no tuviera una extensión superior a unos 500 hojas y se le enviara de inmediato, lo que se hizo publicándose al fin el libro en el mes de abril de 2018, encontrándose en el catalogo de Publicaciones desde donde puede adquirirse o descargarse. En el Prologo del libro redactado por el entonces Presidente de AEME, figura el agradecimiento de esta asociación a tan generosa decisión.
Pero entre los avatares que sufrieron los Capitulos a lo largo de su recopilación, figura un hecho al que no se le encuentra una lógica explicación, por la Comision de la Junta Directiva para seleccionar los trabajos, fue excluido el que hubiera sido el capitulo 11, bajo el titulo: OBISPO DE CORIA JUAN ÁLVAREZ DE CASTRO MUÑOZ. MÁRTIR DE LA FE Y DE LA PATRIA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, redactado por el General de División del EA y E D. José Sánchez Méndez. Dada la calidad del trabajo, el apoyo bibliográfico que avala la exposición, y los valores que representa, como español fiel a su Patria y a su religión del Obispo de Coria, la Vocalía de Medios lo publica en dos series: una la exposición del tema; y otra segunda con los textos de las patrióticas pastorales de Monseñor Álvarez de Castro Muñoz
OBISPO DE CORIA JUAN ÁLVAREZ DE CASTRO MUÑOZ.MÁRTIR DE LA FE Y DE LA PATRIA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
ANTECEDENTES
El 4 de mayo de 1808 ya era conocido en la Capitanía General de Extremadura, Badajoz, la represión brutal por los franceses de la insurrección popular ocurrida en Madrid el día 2 de mayo, así como el encendido bando del Alcalde de Móstoles Andrés Torrejón. El conde de la Torre del Fresno, que ocupaba con carácter interino la jefatura de la Capitanía, convocó una Junta Militar en la que se acordó informar a todos los partidos políticos del grave peligro que corrían la Nación y el Rey. Pero la falta de una firme postura tanto por el mando militar como por la clase política y la ambigua actitud de las autoridades pacenses motivó que surgiese del propio pueblo extremeño un levantamiento general contra los franceses, que estallaría el 30 de mayo en graves desórdenes callejeros y el asalto a la propia Capitanía, tras la cual sería asesinado el conde de la Torre del Fresno.[1] Este movimiento popular que se extendió por toda Extremadura, rompía los lazos que la unían al sistema político-administrativo hasta entonces vigente.
El ser una zona intermedia entre el resto de España y Portugal, convertiría a Extremadura en un importante Teatro de Operaciones, en el que se librarían batallas decisivas durante el transcurso de la Guerra de la Independencia, tales como fueron la de Medellín, los asedios de Badajoz y sobre todo la de La Albuera, donde fuerzas inglesas, españolas y portuguesas al mando del general Wellington se enfrentaron a las del mariscal Soult, produciéndose alrededor de 14.000 muertos. Igualmente, como se señalará más adelante, en Extremadura tendría la guerrilla una gran importancia y actividad, favorecido por lo abrupto del terreno y la vegetación singular de esta región española.
Pero para luchar contra el formidable ejército napoleónico hacían falta grandes recursos económicos y materiales, que serían proporcionados por donaciones populares, el incremento de la presión fiscal ordenada por la Junta de Defensa de Extremadura y por sus tres obispados, los de Badajoz, Coria y Plasencia, distinguiéndose por su generosidad monseñor Álvarez de Castro, Prelado de la diócesis cauriense.
La Guerra de la Independencia causaría miles de muertos, y la población sufriría atrocidades, torturas y violaciones, las ciudades fueron saqueadas y muchas de ellas quedarían casi en ruinas, las cosechas prácticamente destruidas, unas veces por los propios extremeños para que las tropas francesas se vieran privadas de recursos para su vida diaria y para alimentar su caballería y otras quemadas por el enemigo en su retirada. Igualmente el patrimonio histórico y artístico, perdería una gran parte por su riqueza, tanto por las destrucciones de la guerra en sí, como por el saqueo del ejército francés y también posteriormente por las tropas inglesas.[2] Uno de los daños más serios fue el causado en las iglesias, conventos y otros edificios religiosos, así como el robo de objetos de culto y de objetos de notable valor económico e histórico. No es de extrañar que todos estos hechos llevasen al pueblo español a levantarse contra el ejército napoleónico y muy especialmente impulsado por su profundo sentimiento religioso, porque además de los atropellos y excesos de todo tipo de las fuerzas francesas, veían en la invasión y en sus desmanes, un ataque a sus creencias heredadas durante siglos de sus antepasados.
Es por ello que para una gran mayoría de los españoles, la guerra de la Independencia fue también una guerra de religión, tal como afirmó Menéndez Pelayo, cuando en su Historia de los Heterodoxos españoles escribió “…aquella guerra era guerra de Religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas”.[3]
En su libro Historia General de España,[4] Lafuente decía:
“(..) que los eclesiásticos consideraban aquella guerra como de Religión y se creían autorizados para empuñar las armas… porque en España se veía a aquellas tropas y a aquellos generales franceses burlarse de las prácticas más religiosas y atropellar todo lo más sagrado, apoderándose de los bienes de la Iglesia”.
Fue una guerra contra las ideas heterodoxas del Siglo XVIII difundidas por las tropas napoleónicas. Para el pueblo español la misma religión fue la que armaría el brazo de nuestros combatientes para vengar los insultos y afrentas que estaba sufriendo del francés en nuestro suelo. Ello fortalecería la debilidad de los ciudadanos al ver que trataba de privarnos nuestros cultos; ella nos puso las armas en la mano, para resistir la agresión francesa, que a un mismo tiempo atacaba el trono y destruía el altar. Por consiguiente, no fue de extrañar la actividad de la jerarquía eclesiástica y su participación de manera decidida en el alzamiento y guerra contra los invasores franceses. En este contexto hay que situar la postura del Obispo de Coria concentrada en alentar, estimular, apoyar y sostener el esfuerzo bélico protagonizado por sus diocesanos. La mayoría de los historiadores de nuestra Guerra de la Independencia coinciden en que fue la Religión la fuerza que proporcionó a nuestros soldados y guerrilleros y a todo el pueblo español la resistencia, el espíritu y el coraje para hacer frente al invasor. Si buena parte del movimiento guerrillero se vio nutrida por la incorporación de numerosos eclesiásticos, fue debido por la política antirreligiosa francesa.
El 10 de junio de 1808 el rey José I firmó un decreto en el que garantizaba “la conservación de la santa Religión de nuestros mayores” y posteriormente, el 4 de diciembre, en la Capitulación de Madrid[5] se estipulaba:
“La conservación de la Religión Católica Romana sin tolerancia de otra alguna y de las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares, conservándose el respeto debido a los templos religiosos conforme a nuestras leyes”.
Sin embargo, tan pronto como Napoleón Bonaparte se instaló en su cuartel general en el barrio madrileño de Chamartín, el emperador francés decretó la reducción de los conventos a la tercera parte y entronizado nuevamente su hermano José, éste abolió las órdenes monacales mendicantes y de clérigos regulares, adjudicando sus bienes a la Hacienda pública suprimieron la jurisdicción civil y criminal de los eclesiásticos, las órdenes monacales y la, mediante un decreto de 18 de agosto de 1809. Decretos sucesivos incautación de la plata labrada. Todas estas medidas, que exclaustraron a cerca de doscientos mil clérigos, llevarían a que, al verse privado de futuro religioso alguno, una gran parte de ellos fueron a engrosar la guerrilla.
Quizá una de las razones que más llegó al fondo del corazón de los españoles fueron las profanaciones sacrílegas de la soldadesca francesa de nuestros templos y los crímenes contra las personas eclesiásticas. Santiago Gaspar, en su estudio sobre la “Religión en la Guerra de la Independencia y el obispo Álvarez de Castro”,[6] señala:
“(…) que cada profanación de los franceses renovaba constantemente las heridas de los españoles en su fibra más sensible, que era la de la Religión. Sin Rey ni Ejército, sin plan ni orden de batalla, sin elemento humano que animase y diese unidad de acción a tal universal levantamiento, sólo se explica el éxito de aquel esfuerzo vigoroso por el influjo de la Religión, alma de aquella resistencia democráticamente española, como la llama Menéndez Pelayo”.
Por ese admirable instinto que poseen los pueblos cuando se dejan guiar por sus generosos sentimientos, comprendieron los españoles, abandonados por sus dirigentes, que en los ministros de la Religión encontrarían sus más leales defensores.
Es cierto que el Prelado Álvarez de Castro fue una de las millares de víctimas bárbaramente asesinadas por las tropas francesas y aunque solamente fuera por este hecho, ello sería suficiente para inmortalizarle, porque el martirio y muerte en defensa de la Patria y de la Religión es el mayor timbre de gloria que puede enaltecer el recuerdo y la memoria de un hombre. Y fue vilmente asesinado por su actitud contra el invasor, que se puso de manifiesto en sus pastorales y circulares que dirigió a sus diocesanos incitándoles al levantamiento. Retirado por su edad y sus achaques en aquel rincón extremeño que era el pequeño pueblo de Hoyos, este anciano octogenario supo sobreponerse a sus escasas energías y su espíritu pareció rejuvenecerse cuando tuvo conocimiento de la traición francesa y de los desmanes y crímenes de aquellos invasores. Su conducta y sus obras parecen fruto más bien de un hombre joven que la de un anciano de 86 años, cuando puso a disposición del Gobierno de la Nación todos los caudales, granos, semillas, ganados y líquidos procedentes de las obras pías y fábricas del obispado, cofradías, santuarios, iglesias y conventos. Su patriótica actitud se puso de relieve en el juramento que exigió a sus diocesanos, para ante el Señor Sacramentado, defender la Nación, el Rey y la Religión hasta derramar si fuera preciso hasta la última gota de su sangre.
Citando de nuevo a Menéndez Pelayo, hay que tributar un homenaje de admiración y de gratitud al que fue un prelado dignísimo de la ciudad extremeña de Coria y anciano venerable, monseñor Juan Álvarez de Castro. Decía el insigne escritor [7]que después de un siglo de “miseria y relajamiento moral, de impiedad vergonzante, de paces desastrosas, de arte ruin, de filosofía entera y de literatura sin poder y eficacia”, España renació vigorosa, heroica, indomable y asombró al mundo con la epopeya de la Guerra de la Independencia. Fue preciso, continuaba don Marcelino:
“(…) que un mar de sangre generosa regenerase a España, porque el martirio, el sacrificio, el dolor purifica, eleva y engrandece, así a los hombres como a los pueblos y a las naciones, como se purifica y limpia de escorias el oro en el crisol por la acción del fuego”.
Considero que es oportunísimo, cuando se han cumplido 200 años del martirio y asesinato del ilustre Prelado Juan Álvarez de Castro Muñoz, recordar el que su pluma se alzase para confortar a sus diocesanos a través de sus escritos, para infundirles aliento y esperanza que mantuviesen el fuego sagrado del patriotismo, empeñados como los demás españoles en una lucha titánica, santa y noble contra el más poderoso ejército del mundo de 1808. Es profundamente reconfortante y conmovedor leer hoy, doscientos años después, aquellos despachos que circulaban por los caminos y veredas y que afortunadamente se conservan en los archivos parroquiales, despachos que eran verdaderas proclamas guerreras y exhortaciones a la oración.
LOS PRIMEROS AÑOS DE ÁLVAREZ DE CASTRO
Juan Álvarez de Castro Muñoz vino al mundo en el pueblo toledano de Mohedas de la Jara el 29 de enero de 1724, fruto del matrimonio de Domingo Álvarez de Castro y Luisa Muñoz, naturales y vecinos de dicha localidad, que eran labradores acomodados y de noble y cristiano abolengo, por lo que pudieron dar a sus cuatro hijos estudios y carrera. Fue bautizado en la iglesia parroquial de San Sebastián de Mohedas por el Ldo. Juan Sánchez del Olmo, teniente de cura, el 4 de febrero, siendo su padrino Francisco González de Simón y testigos Cipriano Gómez Reciu y el Ldo. Andrés Próspero Muñoz.[8]
No se tienen datos fehacientes del comienzo de su carrera literaria y los primeros años de su vida sacerdotal, pero sí que fue doctor en Teología y algunos autores añaden que también lo fue en Cánones.[9] En la archidiócesis toledana realizó varias oposiciones y consiguió ser párroco en propiedad de Piedraescrita, pedanía del municipio de Robledo del Mazo (Toledo), en marzo de 1751, cuando tenía pues 27 años. Esta parroquia, que residía en la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, probablemente incluía la pedanía de Navaltoril. En Piedraescrita residió durante diez años, hasta que el 23 de marzo de 1761 obtuvo la Parroquia de Santiago Apóstol, en Azután, que también era una pedanía de Robledo del Mazo. En el año 1780 ganó por oposición la Parroquia madrileña de San Justo y Pastor, que era una de las más antiguas de Madrid, pues ya aparecía en el Fuero de 1202, y estaba situada en la calle de San Justo. Su feligresía era una de las más extensas de Madrid, ya que se extendía desde dicha calle hasta el límite sur de la ciudad, lo que provocó que en 1.591 se creara, dependiente de la misma, el anejo parroquial de San Millán Abad en la calle de Toledo. El templo de San Justo y Pastor se incendió en 1690, siendo sustituido por uno nuevo –hoy Basílica Pontificia de San Miguel, que sería cedida al Opus Dei después de la Guerra Civil 1936-1939– que empezó a construirse en 1739 bajo la dirección del arquitecto italiano Santiago Bonvía.[10] La obra fue costeada por el cardenal Infante Luis Antonio de Borbón y Farnesio, arzobispo de Toledo, y costó 1.421.000 reales. En esta entonces Iglesia Parroquial de San Justo y Pastor, permaneció Juan Álvarez de Castro durante casi once años, donde se distinguió por sus conocimientos teológicos y especialmente por su facilidad oratoria que puso de relieve en el ministerio de la predicación. [11]La parroquia se trasladaría en 1891 al antiguo Monasterio de San Antón, conocida hoy día como Parroquia de la Virgen de las Maravillas y de los Santos Justo y Pastor.
Vacante la Diócesis de la ciudad extremeña de Coria, por fallecimiento de su titular, Francisco Martín Rodríguez, el 4 de mayo de 1789, la Santa Sede y el Gobierno español acordaron designar como sucesor a Juan Álvarez de Castro, siendo preconizado en diciembre de dicho año. En la iglesia madrileña del Convento de Santo Tomás de Aquino, recibió el 9 de mayo la consagración episcopal y quince días más tarde, le fue dada, mediante poder, posesión de su diócesis. El Convento de los padres Dominicos de Santo Tomás estaba situado en la calle de Atocha. Hoy es la Parroquia de la Santa Cruz.
En su camino hacia Coria, decidió hacer un alto en su pueblo natal de Mohedas de la Jara, donde hizo testamento de los diferentes bienes que poseía, habidos y adquiridos por sus legítimas paterna y materna, y de otros bienes que había comprado antes de su elección como obispo, a favor de sus dos hermanas residentes en Mohedas y de los descendientes de la hermana mayor, que había fallecido con anterioridad. El 7 de julio de 1790 hizo su entrada solemne en Coria, una diócesis histórica, cuya existencia, confirmada, era ya anterior al III Concilio de Toledo celebrado en el año 589, llegando algunos autores incluso a afirmar que su primer Obispo sería designado por el propio Apóstol Santiago[12] y cuando llegó Álvarez de Castro era una diócesis pacífica y cómoda.
SUS DIECINUEVE AÑOS COMO OBISPO
Durante los años de su pontificado se distinguió por sus grandes virtudes cristianas y valores humanos, destacando particularmente su amor hacia los habitantes de la diócesis y su caridad sin límites, su gran interés por mejorar la situación del clero y de sus seminaristas y su profundo amor a su Patria. Su carácter era amable y apacible, tanto en su vida privada como pública, siempre pendiente de su cabildo y del clero secular y regular y atento y cortés con las autoridades civiles.
Al poco tiempo de llegar a Coria y viendo el mal estado y situación del Seminario, que estaba situado en Cáceres, decidió trasladarlo a un excelente colegio que había sido propiedad de la Compañía de Jesús. Pero a pesar de este cambio tan notable, el obispo consideraba que sus seminaristas deberían estar lo más próximos a la sede episcopal, es decir en Coria, para lo cual y con el apoyo del Cabildo Catedralicio solicitó la construcción de un seminario en la capital de la diócesis, consiguiendo en 1792 una Provisión Real que atendía su petición. Sin embargo esta pretensión no pudo convertirla en realidad ya que el presupuesto de la construcción del edificio en cuestión era muy elevado. Por ello la ubicación inicialmente elegida, que iba a ser en el solar, una vez que fuese derribada la casa que había donado a la ciudad un prelado anterior, Jerónimo Ruiz Camargo, tuvo que ser desechada. Ante esta adversidad Álvarez de Castro y el Cabildo eligieron un solar más barato, que aunque estaba dentro del recinto amurallado se encontraba próximo a una de las puertas de salida de Coria. El terreno incluía el castillo, parte de la muralla (que tendrían que ser derribados) y otras dependencias próximas y de los cálculos realizados se estimaba que costaría un tercio del presupuesto anterior. Pero el Duque de Alba que era el propietario del castillo ( posee también el título de Marqués de Coria con Grandeza de España) y el Gobierno se negaron a la cesión, por lo que el obispo tuvo que resignarse y mantener el Seminario en Cáceres.
En su tarea de elevar de nivel de reconocimiento oficial a los estudios sobre Filosofía y Teología que se cursaban en el Seminario consiguió que fuesen equiparados a los de cualquiera de las universidades españolas. También restableció la disciplina eclesiástica, para lo cual firmó una circular sobre las conferencias morales y el uso de la sotana por parte de los sacerdotes, puesto que ambas costumbres habían caído casi en desuso en algunas diócesis españolas. Visitó con regularidad todos los pueblos de la Diócesis y reguló las oposiciones para cubrir las parroquias, cuidando el ornato y la decencia de los templos.[13] La catedral de Coria le debe el mayor de sus dos órganos, que fue reconstruido en 1.802 por José Verdalonga, hábil maestro organero de El Escorial, sobre los restos del primitivo que había fabricado a principios del siglo XVIII el maestro Manuel de la Viña.[14] El coste de la reparación fue de 120.000 reales. También se construyó a sus expensas la casa del campanero. Tuvo un gesto de especial cariño hacia sus padres, al costear la reedificación de la casa que ocuparon en su pueblo natal de Mohedas de la Jara y sobre la entrada, en un azulejo fabricado en Talavera de la Reina, se grabó la siguiente inscripción: “Esta casa es del Ilustrísimo señor D. Juan Álvarez de Castro, Obispo de Coria, natural de este lugar. Año 1.790”.
Otro aspecto de su buen hacer fue la defensa de su jurisdicción como obispo de la Diócesis, frente a las injustificadas pretensiones del prior de la Orden de Alcántara, por lo que publicó en el año 1806 la Manifestación histórico legal, que además sirvió para que se diesen a conocer numerosos datos de la Diócesis en los siglos posteriores a la Reconquista.
Se ha mencionado anteriormente la virtud de la caridad de este prelado, que la practicó en un grado extraordinario, deseando siempre con todos los recursos que disponía atender y socorrer a los más pobres y necesitados. Un primer ejemplo lo tenemos en la fraternal acogida y protección que dispensó en 1792 a catorce sacerdotes franceses, que permanecieron en Coria hasta que terminó la Revolución francesa. Posteriormente sería la atención y educación que prestó a los niños expósitos, con la creación del Fondo Pío Beneficial, dando así cumplimiento a lo dispuesto por el Papa Pío VI en marzo de 1780 y por el Rey de España, que establecían que en todas las diócesis españolas deberían crearse casas de misericordia para recoger a niños de dicha condición. Juan Álvarez de Castro sería uno de los obispos españoles que más ardor puso en esta empresa, hasta el punto que el Gobierno de la Nación le hizo una honrosísima excepción al autorizarle en el año 1800 a que pudiese nombrar sin intervención estatal al Director y al Administrador de dicha Casa de Misericordia, los cuales solamente rendirían cuentas a él. Como dote de dicha institución de Caridad donó 90.000 reales anuales para su sostenimiento. Por otra parte, para atender a las clases más necesitadas, en 1803 destinó 39.700 reales entre los diferentes pueblos y aldeas de la Diócesis, cantidad que continuaría aportando en los años posteriores y en Coria instituyó una Junta de Caridad con una dote de 12.000 reales anuales.
Es cierto que los obispados de la época poseían tierras y bienes, que permitían distribuir las ganancias obtenidas entre los administrados de sus diócesis, pero tales beneficios se vieron reducidos por una Real Provisión dictada en Aranjuez el 1 de mayo de 1790, es decir poco después que Juan Álvarez de Castro fuese designado obispo de Coria. Por la citada disposición el obispado de Coria debía ingresar a la Corona la tercera parte de las rentas que obtuviese anualmente como concepto de pensión. Ello era sin perjuicio de otras ayudas y socorros económicos a las parroquias de las Hurdes, la zona más pobre y atrasada de la sierra norte de la provincia de Cáceres, con lo que el prelado veía muy reducida la cantidad de su libre disposición, cantidad aún más mermada por el comienzo de la desamortización del primer ministro, que era además extremeño, Manuel Godoy. Este ejercicio de la caridad le obligó en los cinco últimos años de su vida a reducir los gastos personales, sobre todo a partir de 1806, año en el que dictó un decreto por el que se apuraban al máximo los recursos de que disponía, reduciendo el número de personal a su servicio e incluso señalaba que “durante su ausencia se cerraría la cocina y no se encendería fuego por cuenta de la Mitra”.[15]
El estado de salud de este venerable Prelado comenzó a deteriorarse seriamente al poco de cumplir los 80 años, influido posteriormente además por la muerte en marzo de 1804 de su sobrino Antonio Martín Montero, que era el Tesorero de la Catedral. Todo ello le llevó a fijar temporalmente su residencia en el pequeño pueblo de Hoyos situado en la sierra de Gata, al norte de Coria, puesto que la humedad de la vega del río Alagón le afectaba a sus articulaciones. Allí se alojó en la casa de su sobrina María Martín Montero Gómez quien, junto con su esposo, le atendió hasta el final de sus días. A esta casa se le comenzó a llamar palacio desde que empezó a morar en ella el ilustre Prelado. Dicha calle lleva hoy día el nombre del Obispo Álvarez de Castro.
Para evitar cualquier retraso por esta causa en los asuntos de la Diócesis, nombró como gobernador eclesiástico, Sede Plena, al sacerdote Sebastián Martín Carrasco, y aunque no era preceptivo solicitó para ello la aprobación del Rey. Sin embargo Juan Álvarez de Castro continuó ocupándose a diario de todos los asuntos de su Diócesis, confiriendo las Órdenes Sagradas, escuchando las quejas y reclamaciones e incluso despachando hasta pocos días antes de su muerte, como puede demostrarse por la firma de sus últimos documentos en el mes de agosto de 180
EL PATRIOTISMO DE MONSEÑOR ÁLVAREZ DE CASTRO
Este ilustre prelado había dado ya muestras de su acendrado patriotismo en 1793, cuando la guerra contra la Convención francesa, al exhortar a sus diocesanos para hacer frente a los vecinos allende los Pirineos y que dieran apoyo económico a las tropas españolas. Pero mucho más ejemplar sería la circular firmada en 8 de agosto de 1798 en la localidad cacereña de Lagunilla, situada al sur de la Sierra de Béjar, solicitando nuevamente la ayuda de los españoles con motivo de la guerra que sostuvimos contra Gran Bretaña y dando ejemplo anticipó con su Cabildo a la Corona la cantidad de 500.000 reales y dos años más tarde otra de 300.000, ambas en calidad de reintegro.[16] En dicha circular monseñor Álvarez de Castro comienza recordando a sus feligreses la obligación de sacrificar sus bienes para alivio y socorro de las necesidades públicas y les comunica que:
“Notorio es de todos que la Monarquía española está sufriendo el terrible azote de una espantosa guerra con la Gran Bretaña cuyos efectos son tanto más temibles, cuanto para sostener y defender la Nación contra un rival tan formidable, son indispensables grandes y numerosas sumas. La agricultura, las artes y el comercio se hallan con este motivo en triste decadencia; los recursos agostados y los socorros de las Indias interceptados por no aventurarlos a dar en manos de los piratas enemigos que los persiguen. En una palabra, el honor de los españoles está comprometido por el bien y conservación del Estado y los medios para su defensa indicados por una necesidad que, en conciencia y en justicia, constituye a todos los ciudadanos en la más estrecha obligación de ayudar con sus fuerzas e intereses, sacrificándolos, según sus facultades, en obsequio de la común prosperidad”.
Más adelante, señalaba el prelado, que la falta de fondos para mantener la causa pública exigía la justa ley de la contribución a ejemplo de las demás potencias beligerantes, para que los españoles:
“Movidos por los estímulos de su propio honor, lealtad y patriotismo, coadyuven con generoso esfuerzo abriendo a este efecto dos suscripciones: una a donativo voluntario, en la que personas de todas clases y jerarquías ofrecerán espontáneamente en moneda y alhajas de oro y plata las cantidades que le dicte su conciencia por la causa pública; y la otra a un préstamo patriótico sin interés, que constará de un número indefinido de acciones de mil reales cada una, con calidad de reintegrarse en el preciso término de diez años siguientes a los dos primeros, que se contarán desde el día que se publique la paz….El rico, el medianamente acomodado y el pobre, sin disminución del fomento y progresos de su industria, hallen arbitrios para contribuir y ayudar voluntariamente al remedio de esta necesidad. Cada uno en su esfera debe medir rectamente sus fuerzas y cooperar a obra tan justa. Todos sin excepción, eclesiásticos y legos, grandes de España, títulos, nobles y plebeyos, labradores, artesanos, comerciantes, hombres de industria y jornaleros; todos, según sus posibilidades, pueden alistarse por medio de las suscripciones patrióticas, ya sea a los donativos o empréstitos voluntarios, o a unos y otros, facilitando el medio de dividir las acciones del préstamo en cuartas partes, para que hasta las personas menos acomodadas, con solo la privación temporal del uso de doscientos cincuenta reales, puedan proporcionarse el honor de perpetuar la memoria de su celo en la defensa del Estado”.
Tras una larga exposición de los deberes de los ciudadanos para con la nación desde el punto de vista de los cristianos, termina su circular exhortando a su pueblo a:
“Que cumpláis como generosos y leales españoles, que cercenéis los gastos superfluos, que aun en el más pobre no faltan; que economicéis cuanto sea posible para poder ayudar al logro de los intereses de la Patria, que son los vuestros propios. Por ello pidáis repetidamente a Dios nuestro Señor, nos proporcione por su infinita piedad y misericordia una sólida, decorosa, digna y buena paz ante este peligroso enemigo”.
LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN CORIA
Mientras los franceses fueron aliados de España el obispo Álvarez de Castro de acuerdo con el Cabildo, les continuó ofreciendo ayuda y así consta que en los últimos días de 1807 facilitó al Intendente de Cáceres, como préstamo, la cantidad de 10.000 reales para atender a las tropas francesas que atravesaron la provincia con dirección a Portugal. En enero de 1808, apurado el corregidor de Coria, Manuel de Echevarria, con el aprovisionamiento de un destacamento de la división del general Junot, compuesto por 192 caballos, 144 infantes y 60 parejas de bueyes con sus guías, y que había sido reclamado con urgencia desde la vecina localidad de Moraleja, acudió pidiendo ayuda al Cabildo Catedralicio, el cual le facilitó gratuitamente 60 fanegas de cebada.[17]
Pero cuando en la noche del 4 de mayo de 1808 llegaron al pequeño pueblo de Hoyos, donde residía el anciano prelado, las noticias de la sangrienta represión del pueblo madrileño por las tropas napoleónicas dos días antes, Álvarez de Castro sorprendido por la brutal agresión, decidió anular la ayuda que venía prestando a la nación francesa que hasta entonces había considerado amiga. Viejo, aquejado por los achaques, con 84 años y medio ciego, se olvidó de su quebrantado cuerpo y comenzó a dictar una serie de circulares y pastorales que cuando se estudian, en vez de anciano octogenario, parece convertirse en uno de los aguerridos obispos de la Edad Media al frente de sus mesnadas para luchar contra el Islam. A las mismas horas del 4 de mayo las informaciones sobre el estallido de la Guerra de la Independencia, por los graves sucesos ocurridos en Madrid y el bando del Alcalde de Móstoles, llegaban a Coria. En la mañana del día siguiente, el Cabildo de la catedral se reunió urgentemente en sesión extraordinaria designando al canónigo lectoral Calixto Martín Caballero como representante en la junta local de Defensa o de Gobierno de la ciudad que se comenzaba a organizar. Terminado el coro, los miembros del Cabildo comenzaron a rezar los salmos penitenciales y aquel mismo día, 5 de mayo, se iniciaron las rogativas públicas, que se harían prácticamente a diario durante toda la duración de la guerra, unas veces acordadas por el Cabildo, otras por orden de la Junta Central de Defensa y otras espontáneamente a petición del vecindario.
El 8 de junio se constituiría la Junta de Gobierno de la ciudad y de los catorce pueblos que constituían su partido judicial, compuesta por el Corregidor Manuel de Echevarría, los regidores Juan Capistrano Alarza y Bravo, Francisco Javier Simón y Domingo Sánchez Regadera, los diputados de Abastos, Ignacio Pardo Suárez y Pedro Ramón Clemente, el Prior síndico José Nuño Gallego y los canónigos catedralicios Calixto Martín Caballero, antes citado, Mateo Fernández Jara y Félix Sánchez Martín. Uno de los primeros acuerdos adoptados fue colaborar con todos los recursos humanos y materiales locales en la defensa de la Nación y liberarla de la ocupación y de la opresión de las tropas francesas. Para ello se publicó un bando municipal animando a todos los habitantes a tomar las armas en defensa de la Patria, ofreciendo a los voluntarios dos reales diarios de paga y las raciones alimenticias necesarias. Igualmente se formó una comisión municipal integrada por el canónigo Sánchez Martín, el regidor Javier Simón y el diputado Ramón Clemente para contabilizar los donativos y suscripciones de los habitantes para el sostenimiento de la guerra. En pocos días el Ayuntamiento y muchos particulares reunirían 52.000 reales a los que sumarían otros 22.000 aportados por el Cabildo.[18]
Al mismo tiempo se formó una compañía para defender Coria y sus alrededores compuesta por 116 voluntarios, organizada en cuatro grupos mandados por Juan Capistrano Alarza, Antonio Corchero, Pedro Mateos y Miguel Ramos. La bendición y jura de Bandera tuvo lugar el 14 de junio en la Catedral, dirigiendo a sus componentes una locución patriótica en nombre del Cabildo, el canónigo lectoral Martín Caballero. Para ello, ya días antes, había sido llevada desde su Santuario a Nuestra Señora la Virgen de Argeme, Patrona de Coria. Al día siguiente la recién creada compañía se trasladaría a la ciudad salmantina de Ciudad Rodrigo para recibir adiestramiento militar.
Ese mismo día, 14 de junio de 1.808, el Obispo Juan Álvarez de Castro, firmaba en Hoyos una circular:
“Mandando rogativas por el triunfo de las armas españolas a los curas, eclesiásticos seculares y regulares y fieles de nuestro obispado, precedidas de tres días de ayuno general y concediendo cuarenta días de indulgencia a cuantas personas de ambos sexos, se empleen en tan dignos ejercicios de piedad”.
Al mismo tiempo exhortaba a todos los párrocos y eclesiásticos de la Diócesis que predicasen a todos, las obligaciones de defender la Religión, al Rey y a la Patria, y textualmente decía: “unos con el ejercicio de las virtudes, y los otros con las generosas fuerzas de sus brazos, según las órdenes que dictaren los magistrados y demás personas en que tiene puesta la Nación su confianza y a quienes deben obedecer”. Al día siguiente el anciano prelado firmaba también en Hoyos otra circular, ordenando se entregasen a la Junta de Gobierno de la provincia de Cáceres:
“En vía de préstamo gratuito para mantener las tropas que se arman en defensa del Rey, de la Patria y de la Religión, todos los caudales, granos, semillas, ganado y líquidos, pertenecientes a Cofradías, Hermandades, Santuarios, Obras Pías y Fabricas de Iglesias, de este nuestro Obispado”.
Así mismo disponía la entrega de todos los objetos y alhajas de oro y plata que no fueran precisas por el culto y que cada Párroco oficiase a las Comunidades religiosas de uno y otro sexo que entregasen para la Defensa Nacional los depósitos que hubiere en ellos. Días más tarde el Cabildo cauriense atendía con 8.000 reales una petición urgente de la Junta de Defensa de Extremadura, con sede en Badajoz.
La necesidad de movilizar un mayor número de combatientes y el conocimiento de desórdenes, propaganda y campañas organizadas por elementos afrancesados, impulsaron a Juan Álvarez de Castro a dirigir a sus feligreses una nueva Circular, que sancionó el 23 de junio, no sólo exhortando al alistamiento para la guerra contra el ejército de Napoleón, sino mandando a todos los fieles que jurasen defender a la Patria, hasta derramar la última gota de sangre. Monseñor Álvarez de Castro pedía a todos los párrocos, eclesiásticos y religiosos que predicasen, exhortaran y persuadieran en público y en privado la estrecha y grave obligación de todos en la Defensa de la Religión y en el respeto de la Justicia por medio de un juramento. La fórmula de dicho juramento que se haría por los fieles en todas las iglesias de la Diócesis y en las Comunidades Religiosas, fue:
“Juramos, prometemos ante el Divino Señor Sacramentado, guardar la más perfecta unión, respeto y veneración a la justicia, olvidar para siempre de todo corazón resentimientos particulares, defender nuestra Santa Religión, a nuestro amado Soberano y Rey de España y a las propiedades, hasta derramar la última gota de sangre”.
El domingo 26 de junio, se realizó un juramento masivo y solemne en la Catedral ante el Santo Sacramento, al que asistió prácticamente casi todo el pueblo de Coria y de las localidades próximas. En dicho acto participaron el Cabildo de la Catedral, curas compañeros, capellanes y religiosos de San Francisco, en un gesto público de unirse a todos los habitantes de la comarca.[19]
Enterado de los gravísimos desórdenes ocurridos en Badajoz el 30 de mayo, que acabaron con la vida del Capitán General interino, originados por un exceso de celo patriótico, de cuyos hechos ya se hubo una mención al comienzo de este estudio histórico y con la finalidad de preservar a su diócesis de sucesos similares, el 30 de junio y a pesar de sus dolencias físicas, publica su primera Pastoral, “Aconsejando la unión de todos los españoles frente a la invasión napoleónica”.[20] Comienza el venerable Prelado diciendo:
“En las críticas circunstancias en que nos hallamos, la unión de todos los corazones a un mismo fin, es el muro más inexpugnable que podemos oponer a nuestros enemigos. Esta unión preciosa, efecto necesario de la caridad, carácter distintivo de la Religión que profesamos, formará de todos los individuos de la Nación un solo ejército, que romperá los escuadrones de nuestros adversarios, más con la uniformidad de las voluntades que con las armas propias de la guerra. Aplicará el esfuerzo de cada uno a la defensa común, sin el espíritu de disputa que siempre malogró nuestras grandes empresas y desplegará toda la energía del valor español para repeler las fuerzas de nuestros enemigos, vencerlos y subyugarlos a la razón y a la justicia”.
En aquellas fechas de exaltación patriótica, pero también de desconfianza y recelos mutuos, de temor e incertidumbre, la Pastoral del Obispo fue muy oportuna por sus consejos, que demuestran una gran perspicacia de las intenciones de Napoleón, al afirmar:
“Este prodigio de amor a la Patria y de la unión de los españoles entre sí, que honra a la Nación y que la ensalza ante el mundo entero, ha desconcertado las infames ideas de nuestros enemigos, que nadan temen más que vernos unidos. Pero esto mismo los ha obligado a ensayar otros medios perversos para desconcertarnos, dividirnos y desdecirnos. Saben que detestamos a los traidores y se valen de esta racional ira para aniquilar, si fuese posible, a los que son fieles patricios. Escriben por el correo ofreciendo a éstos o aquéllos (que no les sirven) números de tropas e insinuándoles diferentes arbitrios de perfidia, consiguiendo desacreditarlos y perderlos. Las Juntas de Gobierno han interceptado los correos de Madrid para inutilizar estos ataques con la pluma, pero que son eficaces y sanguinarios. Son muchos los ardides que utilizan e inventarán otros muchos y están bien diestros en medios de inquietar a los pueblos, sujetarlos y enseguida asesinarlos”.
Y Álvarez de Castro terminaba esta gran pastoral encomendando a sus feligreses que estuvieran vigilantes y unidos, así como fuesen obedientes a los jueces y magistrados que eran los únicos baluartes frente a las amenazas del enemigo.
El mes de julio comenzó con una buena noticia para los habitantes de Coria, pues la Junta de Armas de Ciudad Rodrigo ofrecía trescientos fusiles con sus correspondientes bayonetas, doce quintales de pólvora, una de balas y cuatrocientas piedras de chispa. El 10 de julio regresó de Ciudad Rodrigo Juan Antonio Carrasco con el armamento citado, para cuya misión había sido designado por la Junta de Gobierno cauriense. Ocho días después, un arriero enviado desde la cercana ciudad de Plasencia llegaba con cinco mil cartuchos de bala.[21] Ese mismo día, 18 de julio, la Junta de Gobierno de Coria decidió nombrar una guarda para custodiar los depósitos que estaban llegando al Ayuntamiento, en particular destacaban por su cantidad y valor los procedentes de todas las iglesias y centros religiosos de la Diócesis. Cuando los miembros de la Junta se reunieron con el mayordomo del Palacio Episcopal éste les informó sobre los trámites que estaba llevando a cabo para vender los objetos que se encontraban en dicho edificio, con la excepción de las vestimentas que se donarían al hospital. La Diócesis aportaría otras cantidades en metálico, como fueron los 7.281 reales que donaría Pedro Barquero Encina, Párroco del Sagrario de la Catedral de Coria y los 8.029 que entregó José Buenaventura, Párroco del pueblo de Hoyos, provenientes de establecimientos religiosos de Coria, Hoyos, Portaje, Marchagaz, Moraleja y Perales del Puerto.[22]
Mientras tanto, la extensión de la guerra contra los franceses aumentaba otras exigencias y así el 25 de julio requirió la entrega de los trescientos fusiles que se guardaban en Coria, Antonio de Arce, Comandante General del Ejército de Navalmoral de la Mata. Los miembros de la Junta de Gobierno, decidieron que entregarían solamente doscientos, guardando los otros cien en previsión de un ataque de tropas napoleónicas, ya que habían llegado noticias que una fuerza francesa integrada por 1.500 hombres que se encontraba en la localidad portuguesa de Abrantes, estaba entregada al saqueo y al pillaje. De todas formas, ninguno de los trescientos fusiles se enviarían a Navalmoral, ya que posteriormente se decidirían entregarlos al ejército extremeño que el 16 de diciembre se estaba reuniendo en el puente de Almaraz, con el fin de marchar a defender Madrid.
Pero a pesar de las ayudas económicas reunidas tanto por parte del Obispado y su Diócesis y de la Junta de Gobierno de Coria y de los catorce pueblos que integraban su partido judicial, las necesidades de la lucha contra el invasor crecían de manera impresionante para mantener a las tropas españolas en campaña. El 6 de agosto la Junta Suprema de Extremadura solicitaba a la ciudad de Coria la cantidad de 425.716 reales que se le había asignado del total de ocho millones previstos para toda la región. Ese mismo mes la Junta de Gobierno facilitó 42.716 reales y 13 maravedíes al Cuerpo del Ejército del general Cuesta. Unos meses más tarde, el 6 de diciembre, nuevamente la Junta extremeña volvió a reclamar a la ciudad otros 100.000 reales y en enero de 1809, Coria donaría a la Junta Suprema de Cáceres 60.000 reales y otros 40.000 a la Junta de Gobierno de Trujillo. En total se estima que los habitantes de Coria contribuirían entre 1808 y 1812 con más de 700.000 reales en suministros a nuestras tropas y a las fuerzas aliadas. Por su parte el hospital municipal ofrecería su colaboración gratuita para asistir a nuestros soldados, con Pedro Mechara, médico del Cabildo catedralicio, Germán Gil del Caño, médico de la ciudad y el cirujano José Niceto Gallego. Pero nuevamente hay que resaltar la importantísima ayuda económica de todo tipo procedente del Obispado de Coria, que presidía Juan Álvarez de Castro. Como dato esencial está que la Diócesis cauriense proporcionó 900.000 reales de los tres millones que fueron asignados en el mes de septiembre de 1808 a las diócesis extremeñas de Badajoz, Coria y Plasencia.[23]
LA BATALLA DE BAILÉN Y MONSEÑOR ÁLVAREZ DE CASTRO.
Las circulares del Obispo Juan Álvarez de Castro y su Pastoral de 30 de junio de 1808, antes mencionadas, habían llegado al conocimiento de los altos mandos militares franceses que operaban en el Oeste peninsular, que vieron en el Prelado a un enemigo de gran potencialidad por su capacidad de influir en la población, de proporcionar ayuda económica a las tropas españolas y de fomentar el movimiento guerrillero. En este último punto hay que citar al habitante de la Sierra de Gata Pedro Hontiveros que, a comienzos de julio, comenzaría en la provincia de Cáceres las actividades guerrilleras y pocos días después, exactamente el 18 de dicho mes, Julián Marín, sargento primero de la Sexta Compañía de Plasencia, que había seleccionado a sesenta de sus mejores hombres, iniciaría sus operaciones en la zona próxima a Plasencia.[24] Pero de entre todos los guerrilleros extremeños, el que alcanzaría mayor renombre por sus extraordinarias actuaciones y el más conocido, famoso y eficaz que operaron en la Alta Extremadura fue Julián Sánchez, alias El Charro, apodo derivado por su origen salmantino, el cual recibió las bendiciones y decidido apoyo del Obispo Álvarez de Castro, quien además puso a su disposición el palacio episcopal de Lagunilla (Salamanca), que entonces pertenecía a la diócesis cauriense. Hay abundantes constancias históricas extremeñas en las que se citan que El Charro atravesó muchas veces hacia el sur los caminos de la Sierra de Gata, área montañosa limítrofe con la frontera portuguesa que fue muy utilizada por los combatientes de uno y otro lado. También existen documentos que prueban que El Charro estuvo a las puertas de Coria a punto de dar un golpe de mano para tomar la ciudad, pero que no pudo ejecutar por una serie de circunstancias adversas. Igualmente se conoce que tendió una emboscada a un destacamento francés que había robado la platería de la catedral de Plasencia, recuperándola toda y devolviéndola al Cabildo placentino. Su audacia y valor hicieron que fuese reconocido como el jefe de las guerrillas que operaban entre el norte del Tajo y el sur del Duero. Hay datos fehacientes que permiten afirmar, que más de una vez se entrevistó en Hoyos con Monseñor Álvarez de Castro.[25]
Hay que tener presente que los primeros pobladores de Extremadura fueron los Vetones, Vacceos y los Lusitanos, y que oriundo de la región sería el caudillo Viriato, creador de la Guerrilla o guerra pequeña, bautizado con este sobrenombre por el brazalete que llevaba en su brazo derecho. Viriato causaría un gran número de derrotas a las legiones romanas y como es de sobra conocido, sería el azote de Roma en España. Esta lucha guerrillera contra los franceses se vio favorecida en la región extremeña por lo abrupto del terreno y por el respaldo de la Junta de Extremadura desde el mismo comienzo de la guerra de la Independencia, la cual instó a sumarse a este tipo de acciones a los cazadores, ganaderos, pastores, labradores y herreros de las diferentes comarcas y a todos aquellos sectores de la población que quisieran enrolarse en la participación de las mismas. En la lucha guerrillera al sur del Tajo sobresaldrían Antonio Morillo, Ventura Jiménez, Joaquín Sierra y el Marqués de Monsalud.[26] Pero la guerrilla extremeña más notable la formarían los Hermanos Cuesta, Feliciano, Fulgencio, Félix y Antonio (éste tan solo con diez años), todos ellos expertos cazadores y pescadores. Cuando en diciembre de 1808 el coronel Prieto ordenó dinamitar el puente del Cardenal, para entorpecer el avance de las fuerzas francesas, los Hermanos Cuesta comenzarían sus actividades guerrilleras. Junto a este grupo de hombres hay que destacar a una mujer, Catalina Martín, que lucharía con gran arrojo en Valverde de Leganés y cuyo valor le valdría posteriormente su ascenso a Alférez. Muchos otros extremeños formarían parte de las guerrillas del Cura Merino y del Empecinado.
Por lo general, se ha venido considerando que la procedencia humana de la Guerrilla durante la guerra de la Independencia era de las clases sociales más inferiores de la sociedad española, lo cual no es rigurosamente cierto. Probablemente en tantos por ciento pudiera ser mayor la gente originaria de los sectores primarios, porque en valores absolutos era el sector más importante de la sociedad, pero junto a campesinos, pastores y cazadores también hubo personas de la nobleza así como miembros del clero. No he podido constatar fielmente que en el movimiento guerrillero extremeño hubiera sacerdotes o seminaristas procedentes de la Diócesis de Badajoz, Coria y Plasencia, pero no sería extraño que ello hubiera sido así, en particular en Coria, por la personalidad y la postura adoptada por su Prelado, Monseñor Álvarez de Castro.
Precisamente el 30 de septiembre nuevamente el Obispo cauriense volvería desde su residencia accidental en la localidad de Hoyos a dictar otra de sus dos más notables pastorales,[27] la dirigida a sus feligreses para que diesen gracias a Dios por la victoria del Ejército español a las órdenes del general Castaños en la Batalla de Bailén. Comenzaba la Pastoral expresando “la dulce satisfacción porque el Señor Dios de la Misericordia ha oído nuestras súplicas, por la redención de nuestra amada Patria y libertado a nuestro pueblo de la tiranía de los enemigos”. Acusa a las tropas francesas de los horrores cometidos, de la profanación de los templos, de la violación de las vírgenes y de los destrozos del tesoro artístico religioso de la Nación. Y más adelante señalaba:
“Que el Señor en su indignación ha humillado hasta el polvo a los soberbios y que los nombres respetables de los jefes del Ejército católico y de todos sus valientes soldados pasen a la posterioridad, y coronados ahora de laureles, logren la palma inmortal, premio solo proporcionado a su heroico valor. Por todas partes, amados hijos, han visto renacer en su seno los dignos sucesores del Gran Capitán y de su memorable Ejército, alcanzando sobre los vencedores de Europa una victoria tan completa”.
A comienzos del otoño de 1808 la ciudad de Coria y los catorce pueblos componentes de su partido, con gran esfuerzo y sacrificio consiguieron organizar dos nuevas compañías con 220 voluntarios, que también marcharían a la cercana localidad salmantina de Ciudad Rodrigo para recibir adiestramiento militar. Suficientemente instruidos partirían todos para Badajoz a finales del mes de noviembre y fueron integrados en el Batallón de Cazadores de Zafra y en otras unidades del Ejército de Extremadura, donde darían pruebas de su coraje, bravura y amor a la Patria. Menos de un tercio de dichos valerosos voluntarios volverían más tarde a sus hogares, pues solo en la Batalla de Medellín perecerían luchando contra el enemigo 35 de dichos soldados.[28] Hay también que reseñar que el Secretario Capitular del Cabildo Catedralicio, Manuel Vicente Fernández, renunció a su cargo para servir en una Auditoría de Guerra en el Ejército de Extremadura. El Cabildo designó como representante para la Junta de Defensa de la Provincia al Tesorero, Mateo Fernández Jara por renuncia, dada su ancianidad, del Deán Romualdo Moreno. Posteriormente la representación del Obispo, Cabildo y Ciudad de Coria quedaría refundida en un único vocal, el ya citado Fernández Jara, que contaba con tan solo 33 años, pero era persona de gran inteligencia y excelente formación en Cánones y Leyes en la Universidad de Alcalá de Henares, por lo que Monseñor Álvarez de Castro le había llamado para que trabajase a su lado.
El 8 de diciembre de 1808, nuevamente el ilustre Prelado dio nueva muestra de su acendrado patriotismo al publicar una circular para dar cuenta a todos sus feligreses de la constitución de la Junta Central Suprema Gubernativa como depositaria de la autoridad del Rey y formadas por los representantes de todas las Juntas Supremas Gubernativas de las respectivas provincias.[29] El Obispo comenzaba urgiendo “la necesidad de sacudir al yugo más pesado e infame que intenta esclavizar la Nación Española el mayor tirano que se conoció hasta estos tiempos”. Después de advertir que el Consejo Superior de Castilla había ordenado el reconocimiento y obediencia a dicha Junta Central en todos los asuntos de gobernación del Reino y administración de Justicia manda:
“A todos los Arciprestes, Curas, Tenientes y demás Eclesiásticos de nuestro Obispado hayan, tengan y reconozcan por legítimamente constituida y autorizada la Junta Central Gubernativa de los Reinos de España e Indias y le presten la obediencia y respeto que manda y que sea este despacho al Ofertorio de la Misa popular, cantándose en todas las parroquias un solemne Te Deum de Acción de Gracias por tan necesaria instalación a los intereses de la Religión, el Rey y la Patria”.
El 30 de diciembre tropas francesas que habían llegado a la localidad cacereña de Galisteo, comenzaron a cruzar el rio Alagón. Los habitantes de Coria al tener noticia de la proximidad del enemigo se sintieron presos del pánico e iniciaron la huida general, pero la Junta de Gobierno, que estaba decidida a resistir a toda costa, amenazó a todos los vecinos que confiscaría los bienes a todos aquellos vecinos que abandonasen la ciudad. Sí se permitiría la salida de las mujeres y los niños. A las dos de la tarde, la Junta ordenó que todos los hombres se reuniesen en el Ayuntamiento y ante la escasez de armas y municiones para resistir a los franceses se acordó que se les recibiría sin resistencia.[30]
Al comenzar el año 1809, exactamente el 10 de enero, Álvarez de Castro dictaría su última Circular, al menos conocida, por la que recomendaba la disciplina militar. El Prelado hace ver que por correo ordinario ha recibido dos Reales Órdenes en las que se publican las formas de la propaganda de las tropas napoleónicas para acobardar a los soldados españoles. Por ello dice que:
“Encargamos y mandamos en virtud de santa obediencia, que después de leídas las Reales Órdenes al Ofertorio de la Misa, se haga a los fieles, una enérgica exhortación, amonestándoles en la Iglesia, en calles y en las conversaciones familiares, que conozcan la estrecha obligación en que nos hallamos todos en la defensa de la Religión y de la Patria, recordándoles el Juramento solemne que han prestado y los males a que exponen su alma por el quebrantamiento de sus promesas; que los destinatarios al Servicio de las Armas no se separen de sus respectivos cuerpos, viviendo sujetos y subordinados a sus jefes, debiendo conocer que la muerte a presencia del enemigo, peleando por la justa causa en que se halla empeñada la Nación, les llenará de gloria, honrando con ella a sus padres, mujeres, hijos, hermanos y deudos. Pero la que seguirá indispensablemente a la deserción, será para todos afrentosa e ignominiosa, dejando en el mayor conflicto a sus familiares, con doble motivo de llantos y disgustos”.
La Junta de Gobierno de Coria no volvió a reunirse hasta el 25 de enero, probablemente por el temor de sus miembros a que si llegaban las fuerzas francesas pudieran ser acusados de resistencia a la ocupación. Sin embargo no se tuvo confirmación alguna de una proximidad del enemigo, y nuevamente se organizaría otra compañía de vigilancia de la ciudad y de sus inmediaciones, aunque contando tan sólo con unas decenas de escopetas, puesto que todos los fusiles recibidos habían sido entregados a la Junta de Extremadura. La Junta de Coria desaparecería a lo largo de 1909, ante las derrotas de los ejércitos españoles y de sus aliados ingleses y portugueses, lo que dejaría a Coria indefensa y a merced del invasor.
A principios del mes de abril de 1809 fuerzas francesas al mando del General Lapisse procedentes de Salamanca descendieron hacia Cáceres por el puerto de Perales, hostilizado por guerrilleros extremeños, dirigiéndose a Alcántara, por lo que el día 10 de dicho mes el Cabildo alertó a Monseñor Álvarez de Castro del inminente peligro. Éste, que había alojado en su casa de Hoyos al Obispo de Tuy, Juan García Benito, que huía de los invasores desde Oporto, de acuerdo con su huésped, decidieron ambos marchar a Valverde del Fresno para ocultarse del enemigo. Posteriormente, al tener conocimiento que el ejército francés marchaba por Moraleja a Alcántara sin tocar Coria, hacia Portugal, los dos Prelados se retiraron a Villanueva de la Sierra, donde permanecerían 3 meses, acompañados de numerosos eclesiásticos, seculares y regulares, que también buscaban refugio. Más tranquilo el ambiente, el Obispo de Tuy, al ser liberada Galicia, pudo regresar a su sede episcopal y Álvarez de Castro volver a Hoyos,[31] si bien éste, ya cumplidos los 85 años y cada vez más impedido por sus achaques había ido llegando a un notable deterioro de sus condiciones físicas, hasta el punto de ser incapaz de moverse ni estar en situación de ser trasladado a otro lugar.[32]
En junio de 1809 llegó a Coria el General Wellington con 30.000 soldados ingleses y portugueses. El Cabildo Catedralicio y las Autoridades locales le visitaron y colaboraron con 300.000 reales para el sostenimiento de este ejército. Wellington que iba camino de Plasencia para conferenciar con el General español Cuesta, decidió abandonar Coria a principios de agosto, tras la batalla de Talavera y retirarse al sur del rio Tajo. Esto facilitó que los cuerpos de Ejército de los mariscales franceses Ney y Soult que habían salido de Galicia, con un total de 50.000 hombres descendiesen por la localidad extremeña de Baños de Montemayor, ocupando las fuerzas de Soult la ciudad de Plasencia el 3 de agosto moviéndose parte de sus tropas hacia la Bagazona y otras por las comarcas próximas a Coria, sin encontrar resistencia alguna por lo desguarnecida y desprotegida que estaba la zona.[33]
TORTURA Y ASESINATO DEL OBISPO JUAN ÁLVAREZ DE CASTRO
La palabra enérgica y patriótica del generoso y paciente Pastor de Coria era conocida, respetada y querida no sólo en la provincia de Cáceres sino que se había extendido hacia el sur hasta Badajoz, por el oeste hasta Toledo y a través de la Sierra de Gata había llegado a Salamanca. Desde la Alberca a Alcántara, a Mérida, a Plasencia y hasta su pueblo natal, Mohedas de la Jara, de la sierra al llano, en todos los lugares a donde había llegado la palabra vigorosa de Álvarez de Castro, resonaba el grito de guerra contra los franceses. Éste eco se había potenciado a través de la Alberca y subido hasta Salamanca, donde todos sus habitantes ya conocían y admiraban la entereza y coraje de este anciano Prelado. Pero un ilustre español afrancesado que residía en esta capital castellana (tal como consta en una memoria impresa que se conserva en la Biblioteca del Seminario Conciliar de Coria), lo delató a los mandos franceses que operaban en Béjar y Plasencia, por lo que no tardaría la traición en producir su efecto.[34]
El 12 de agosto, el Mariscal Soult salió de Plasencia al frente de un escuadrón de Dragones e hizo entrada en Coria a las 11 de la mañana del día siguiente y nada más quitarse el polvo del camino, ordenó inmediatamente a sus hombres que procediesen a investigar el paradero del Obispo. A la llegada de Soult, la ciudad se encontraba desierta, al haber sido abandonada por la población, entregándose la soldadesca francesa al pillaje y al saqueo. Se apoderaron de los fondos y tesoros catedralicios, destrozaron los ornamentos sagrados, saquearon las casas de los canónigos miembros del Cabildo y de muchos particulares como represalia y venganza por no haber encontrado un solo vecino que simpatizase con ellos. El daño causado por dicha gentuza alcanzó hasta las quemas de las cosechas y el incendio de los arrabales de la ciudad. La ocupación francesa de Coria se prorrogaría hasta el 7 de octubre.[35]
Temerosos los habitantes de Hoyos, donde como ya se ha dicho residía el Obispo de Coria, que los franceses, ahora ya muy próximos, intentasen localizarle y asesinarle, organizaron en todos los pueblos de la comarca una hábil y fiable red de espionaje. Tan pronto como salía algún destacamento francés de Ciudad Rodrigo (que había caído en sus manos el día 10 del mes anterior) con dirección a Coria o viceversa, se daba el oportuno aviso, que por caminos y veredas conocidos solamente por los habitantes de la zona, llegaba a Hoyos casi inmediatamente. Imposibilitado ya el anciano Prelado para montar a caballo, entonces los mozos más fuertes y robustos del pueblo lo llevaban en hombros hasta los lugares más ocultos de la Sierra, donde lo mantenían escondido hasta que las huestes enemigas abandonaban la localidad. Hasta cuatro veces hubo que sacarle de Hoyos de esta forma, pues los franceses desconocían exactamente donde se ocultaba Álvarez de Castro. Pero desgraciadamente la delación del salmantino afrancesado les puso en la pista verdadera. Cuando amanecía el 29 de agosto, llegó a Hoyos la noticia que una columna francesa procedente de Ciudad Rodrigo se dirigía a la localidad. Los vecinos, tan animosos como siempre, corrieron con rapidez hacia la casa del anciano Pastor, que ese día contaba con 85 años, 7 meses y 2 días de edad. Pero este había pasado muy mala noche con una fiebre intensa y continuada. A la vista del estado de postración del Prelado, que además ya no tenía fuerza alguna, desistieron de sacarle de la vivienda a petición del mismo, sabiendo por experiencia los dolores que sufría al ser trasladado por terrenos tan accidentados.[36]
Sobre las 12 del mediodía del 29 de agosto de 1809, entraron las tropas francesas en Hoyos, dirigiéndose en seguida al domicilio de Álvarez de Castro. Unos familiares suyos que intentan atender con cortesía al pelotón de soldados que habían penetrado en la casa con gran violencia fueron apartados por la fuerza de la puerta del dormitorio donde yacía postrado en su cama el anciano y enfermo Obispo. El diputado de las Cortes de Cádiz por Guatemala, canónigo Antonio de Larrazábal y Arrivillaga, en un informe al Congreso de fecha 21 de abril de 1814,[37] en el que describe cómo fue martirizado y asesinado por las fuerzas francesas del mariscal Soult, Monseñor Alvarez de Castro, decía sobre la soldadesca:
“(…) tomaron el Pectoral y fueron alternativamente poniéndoselo sobre cada uno de ellos y dándole a besar a sus camaradas, burlándose y mofándose de la Dignidad Episcopal y de la Cruz de la redención del género humano...habiéndose quedado solos los forajidos franceses con el venerable Pontífice y después de haberse burlado de las sagradas insignias de su dignidad y de su decrépita edad de ochenta y seis años y de sus dolencias y accidentes que lo tenían postrado en cama, lo sacaron de ella, le despojaron de la ropa blanca que cubría su cuerpo y desnudo lo arrojaron boca arriba y le tiraron dos balazos uno en … (lo omite pidiendo perdón a las Cortes por no decir la parte del cuerpo, porque fue en los testículos) y el otro en la boca que había anunciado la palabra de Dios y dictado las patrióticas y religiosas máximas de pastorales y envuelto en su sangre, expiró este mártir de la Patria y de la Religión”. Era la una de la tarde.
En el Archivo Capitular de la Catedral de Coria, se conserva el documento original de la comunicación que Agustín Carrasco, Secretario de Cámara y Capellán del Obispo asesinado, remitió al Presidente del Cabildo Catedralicio y al Obispo de Badajoz, con fecha 31 de agosto de 1809. En este documento,[38] que es como el Parte de Defunción de Álvarez de Castro, se informa que:
“Su muerte, ejecutada con la mayor inhumanidad, por los bárbaros satélites del tirano del mundo, hará época entre las crueldades cometidas por este monstruo. Se hallaba Su Ilustrísima postrado en la cama de resultas de una grave enfermedad que contrajo en el pasado mes de junio, motivada de las salidas, que con muchas dificultades y trabajo se vio precisado hacer cuando pasó la División del General Lapisse por Puerto de Perales hacia Alcántara. En este lastimoso estado y situación, considerando que de salir ahora era casi inevitable su muerte por los caminos, se determinó, a petición propia, quedarse acompañado de tres familiares y algunos asistentes, bien instruidos de lo que debían hacer en el caso que los enemigos se extendiesen hasta Hoyos, lo que con efecto se verificó y fueron recibidos y obsequiados con la mayor generosidad, implorándose de los jefes la seguridad de la persona de Su Ilustrísima. Pero después de haberlos agasajado y franqueado cuanto había en casa, se introdujo el desorden, y principiaron a saquearla del modo más horroroso, destrozando e inutilizando lo que no les acomodaba o no podían llevarse. Enseguida acometieron de muerte a cuantos había en ella, hirieron a uno de los familiares y a cinco infelices ancianas que estaban allí. Dieron muerte a un pobre viejo que también estaba en la casa y después de todo esto, sacaron de la cama al Señor Obispo y caído en el suelo, pues no podía tenerse en pie, le dispararon dos tiros de fusil. Mi espíritu acongojado y casi desfallecido, apenas puede formar una oración concertada, ni menos hacer reflexiones sobre un hecho que sella las crueldades del mayor de los monstruos … Lo que participo a Su Ilustrísima. Navasfrías y 31 de agosto de 1809”.
Al conocerse el asesinato execrable en el pueblo de Hoyos, sus habitantes y los familiares del Obispo huyeron aterrorizados ante el temor de correr la misma suerte. Pero el sacerdote de la localidad, Domingo Jiralte, ayudado por el sacristán, envolvió el cadáver de aquel valiente y heroico patriota en una sábana como sudario, procediendo en la madrugada del día siguiente a darle secretamente sepultura en la Iglesia parroquial de Hoyos, sin toque de campanas y sin ceremonia alguna. Al parecer, la soldadesca francesa volvió poco más tarde a Hoyos haciendo repicar las campanas con la intención de hacer creer a sus huidos y aterrados vecinos que se estaba procediendo al entierro del venerable Obispo, con cuya estratagema pretendían robarles y asesinarles, pero uno de los habitantes que había bajado del monte como avanzadilla observó la artimaña de aquellos forajidos, evitando la masacre. Hasta la fecha no ha sido posible localizar los restos de Juan Álvarez de Castro, pues se ignora el lugar exacto donde fue enterrado en la Parroquia de Hoyos, ya que en la Partida de Defunción que expidió Domingo Jiralte, Presbítero de la iglesia Parroquial de Cáceres y con la aprobación del Cura Rector de la misma, no se especifica donde se le enterró en dicho edificio religioso, pues dice que le dio “sepultura sin pompa funeral por falta de Ministros y por la angustia del acometimiento del enemigo”.
Aunque la reacción de la Junta Central Suprema Gubernativa no se hizo esperar, amenazando al mariscal Soult con ajusticiar a tres prisioneros franceses por cada español pacífico asesinado si no era entregada, antes del día 10 de octubre, a la fuerza francesa y al oficial a su mando que había perpetrado el asesinato del Obispo Álvarez de Castro, la verdad fue que Soult no hizo caso a dicha amenaza. Sus tropas permanecerían en Coria hasta el 7 de octubre de 1809.[39]
Al día siguiente, se reunió por ver primera el Cabildo Catedralicio, desde que los franceses entraron en la ciudad, ahora ya libre de enemigos, para elegir al Vicario Capitular y comenzar a limpiar y restaurar la Iglesia Catedral que había quedado en una situación lamentable tras los daños y destrozos del ejército francés. Por no haber quedado nada, no había ni ornamentos para celebrar el funeral en memoria del Obispo asesinado. Así y todo, y a falta de dinero, el Cabildo pudo proporcionar en el mes de diciembre a las tropas del general Wellington, maderos, tornos y maromas para construir sobre el río Alagón un puente de barcas. Igualmente se cedió la Casa-Colegio para que fuese utilizado como Hospital militar y los propios miembros del Cabildo entregaron los pocos muebles que pudieron salvarse de la rapiña francesa.
REIVINDICACIÓN DE LA FIGURA DEL PRELADO JUAN ÁLVAREZ DE CASTRO MUÑOZ
En las recién creadas Cortes de Cádiz, uno de los 12 Diputados extremeños, Antonio Oliveros, canónigo de San Isidro el Real, de Plasencia, hizo el 1 de diciembre de 1810, un encendido elogio del Obispo Álvarez de Castro, y del que entre otras alabanzas dijo: “.. aquel anciano venerable y santo Pastor, asesinado bárbaramente por los franceses, que había cedido a la Patria cuanto tenía, para lo cual quiso vender las fincas de la Iglesia, por lo que pidió licencia a la Junta Central Suprema Gubernativa”.[40] Más adelante, el mismo diputado, en la sesión de las Cortes gaditanas del 2 de abril de 1812, recordó al “Difunto Obispo de Coria, víctima del furor de los franceses por las pastorales que dictó contra la barbarie cometida por ellos”.[41]
Pero sería el diputado del llamado grupo americano y ya anteriormente citado, Antonio de Larrazábal y Arrivillaga, el que mayor fervor y entusiasmo puso en defensa de la memoria ante las Cortes de Cádiz, de la figura española y patriótica de Monseñor Álvarez de Castro, en la exposición que realizó el 21 de abril de 1814, tal como consta en el Archivo del Congreso de los Diputados. Larrazábal recuerda que fue asesinado y martirizado por los franceses de orden del Mariscal Soult, de sanguinaria conducta y tras un largo informe sobre la vida episcopal y de su actitud contra la barbarie francesa propuso[42] a las Cortes:
“Que se exhuman las venerables cenizas del Prelado y que se trasladen a su Iglesia Catedral de Coria.
Que se celebren solemnes exequias con oración fúnebre.
Que en su sepulcro se erija un sencillo monumento con la adecuada inscripción que transmita a la posterioridad el buen olor de sus virtudes, su constancia y firmeza en sostener nuestra Sagrada Causa, el reconocimiento de la Nación Española.
Que, previa aquiescencia del Gobierno se le declare Benemérito de la Patria”.
Con este escrito y peticiones, finalizaban el escrito y el expediente del diputado guatemalteco.
Antonio de Larrazábal y Arrivillaga, nacido en 1769 en la capital de Guatemala, hijo de emigrantes españoles, vasco-navarros, siguió la vocación religiosa, licenciándose en Teología y Sagrados Cánones, llegando a ser Presbítero y Rector del Sagrario de la Catedral de Guatemala. El Arzobispo de la ciudad le nombraría su Secretario de Cámara, alcanzando la canonjía penitenciaria en julio de 1810. Pocos días antes fue electo como Diputado por Guatemala a las Cortes de Cádiz, siendo ya Vicario Capitular y Gobernador del Arzobispado de su ciudad. Llegaría a ser Presidente de las Cortes de Cádiz y también miembro de la Diputación Permanente.
Es triste y muy lamentable que los restos mortales de este mártir de la Fe y de la Patria permanezcan perdidos y trascurridos doscientos años de su muerte no se sepa dónde fue enterrado. Pudo corregirse en su momento esta falta, por no decir ofensa, imperdonable por parte del Gobierno de la Nación de un Rey felón, como fue Fernando VII, a quien y por quien, Monseñor Álvarez de Castro pidió siempre a los españoles que lo defendiesen y le diesen sus vidas y haciendas en la lucha contra el invasor. El 1 de diciembre de 1819 el Cabildo de la Catedral solicitó del Rey que se concediesen los honores y distinciones correspondientes a los méritos que como persona, Obispo y patriota acreditaba Álvarez de Castro. Sin embargo el silencio de aquel Gobierno infame fue la respuesta a dicha justa reclamación.
Pasarían casi cien años del martirio y asesinato de Juan Álvarez de Castro para que su propio Cabildo Catedralicio acordase el 16 de agosto de 1907[43] que:
“Presentes los Sres. Deán, Maestrescuelas, dignidad; Doctoral, Magistral, Penitenciario, Fogués, Lectoral, Martín, Granda, Canónigos, se leyeron las actas del ordinario del 15 de julio último, la de 12 del corriente y fueron aprobadas. Habiendo de celebrarse en el próximo año fiestas nacionales para honrar la memoria de los héroes de la Guerra de la Independencia, el cabildo acordó que se celebrase de un modo especial la del ínclito y por muchos títulos venerable Prelado de esta Diócesis, Ilustrísimo Sr. D. Juan Álvarez de Castro, villanamente asesinado en el lugar de Hoyos. A este fin se acordó hacer unas exequias fúnebres en provecho de su alma en el tiempo oportuno y colocar una lápida conmemorativa, que perpetúe la memoria de tan esclarecido varón; sin perjuicio de realizar algunos otros actos que se crean convenientes y que evidencien la grata memoria y veneración que el Cabildo conserva a tan ejemplar Prelado”.
Poco después se pondría en los Claustros de la Catedral la citada lápida que reza así:
“Sea perenne entre nosotros la memoria del esclarecido Obispo, Ilmo. Sr. Dr. D. Juan Álvarez de Castro, quien después de consagrar su vida a las tareas apostólicas y sus bienes al socorro de los pobres y a la defensa de la Patria, murió asesinado por las tropas francesas en Hoyos a 29 de agosto de 1809 a la una de la tarde, a los 85 años de edad y siete meses. El Cabildo Catedral, en el primer Centenario de la gloriosa Independencia española, dedica este humilde recuerdo al heroísmo y caridad de tan venerable Prelado”.
Paralelamente, el Ayuntamiento de la villa de Hoyos, también en 1907, le dedicó la calle donde en su número 4 estaba la casa que fue vivienda de sus padres y que él había restaurado a sus expensas.
El prestigioso y bien conocido historiador Fernando Jiménez de Gregorio, en un excelente estudio publicado en 1998 bajo el título “Martirio y Asesinato por los franceses del Obispo de Coria Dr. Álvarez de Castro”, lo concluía con estas palabras:
“Las extraordinarias circunstancias de aquellos penosos días de la Guerra de la Independencia y las luchas que siguieron a tan calamitosos tiempos, tal vez fueran motivos que hicieron olvidar a los Gobiernos de la Nación y al Cabildo-Catedral de Coria el rememorar la heroica figura del Dr. Álvarez de Castro, patriota, benefactor y, finalmente víctima, que debe ser recordada en un monumento para guía de españolismo y entrega, de las presentes y futuras generaciones. Por todo ello, suplico a las autoridades eclesiásticas que corresponda de la diócesis Coria-Cáceres, que por las virtudes que adornaron al Obispo Álvarez de Castro y por los sufrimientos que padeció, se inicie el proceso de beatificación, para llevar a los altares a tan egregia figura de la Iglesia y de la Nación Española”.
Los nombres de los héroes, y su gloria y recuerdo, dependen en gran medida de los historiadores y también van unidos muchas veces a la época histórica en que vivieron. Desgraciadamente la Historia ha sido injusta con el Obispo Álvarez de Castro y también España está en deuda con esta persona, ejemplo de religiosidad, valor y patriotismo. Este ilustre Prelado con casi 86 años, con una salud precaria y casi ciego, no podía ya pronunciar largos discursos ni escribir ni un folio, pero sí dictar circulares y pastorales y con fuerza en la mano para firmarlas. Pero su profundo amor a la Fe y a su Patria reavivó su ánimo y su espíritu para enfrentarse sin miedo al ejército invasor. Aquella oratoria fácil y encendida, demostrada cuando años atrás fue Párroco en Madrid, debió volver a su mente y pudo hacer llegar a sus fieles diocesanos un claro mensaje: que, cuando la Religión que profesaban y la Patria que amaban estaban en peligro, los ciudadanos debían entregarse sin reserva a la defensa de tan sagrados intereses, venciendo todas las dificultades que pudieran oponerse y perder la hacienda si fuese preciso y, por encima de todo, dar la vida e incluso ir a la muerte con grata ilusión. Él fue ejemplo de que el amor a la Patria no muere ni siquiera se oscurece por otros intereses humanos.
Ángel David Martín Rubio escribía en Diario Ya.es:
:“En los años siguientes al asesinato de Monseñor Álvarez de Castro, la Diócesis cauriense no sería una excepción en las manifestaciones de la persecución a la que las ideas revolucionarias someterían a la Iglesia Católica, dándose circunstancias semejantes a las que hubo en otras circunscripciones eclesiásticas españolas, entre ellas las desamortizaciones, los intentos de intrusismo o los asesinatos y profanaciones (como los llevados a cabo por las fuerzas del Empecinado en Cáceres). Por otra parte, la postura personal y el aporte doctrinal de este gran Obispo debe ser considerada de cierto relieve a la hora de configurar el pensamiento de lo que años más tarde iba a reivindicar Vázquez de Mella”.
Como español católico y militar que soy, nacido en la ciudad de Coria de la que fue ilustre y amado Pastor de su Diócesis Juan Álvarez de Castro Muñoz, considero que la Real Academia de la Historia y la Conferencia Episcopal Española debían haber hecho justicia a este venerable e ilustre Prelado, que fue Mártir de la Fe y de la Patria, con ocasión del Bicentenario de su muerte, reparándose el vergonzoso olvido y agravio durante los doscientos años transcurridos desde su asesinato el 29 de agosto de 1809. En este sentido, el Canónigo Lectoral de la Santa Iglesia Catedral de Coria, Manuel G. Puerto, escribía[44] bajo el título “Deficiencias de la Historia” lo siguiente:
“Queremos que la Academia de la Historia le haga justicia y a este fin invitamos a la Crítica para que examine las causas de ese horrible asesinato; porque si el Sr. Álvarez de Castro sufrió el martirio por sus patrióticas circulares que levantaban ejércitos para resistir al invasor; si su sangre fue derramada para lavar las manchas de los traidores a su Patria a quienes reprendió con dureza en sus hermosas pastorales; si practicó en grado heroico la virtud del patriotismo, según acreditan documentos fidedignos, la Academia resulta obligada a reparar el agravio que a la memoria de este varón ilustre ha irrogado las deficiencias de la Historia”.
[1] AYALA VICENTE, Fernando (2001) La guerra de la Independencia en Extremadura, Militaria. Revista de Cultura Militar, número 15, p. 53
[2] AYALA VICENTE, Fernando, (2001) La Guerra de la Independencia en Extremadura, Militaria Revista de Cultura Militar, número 15, p. 58.
[3] MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino Historia de los Heterodoxos españoles, t VII, cap.1º.
[4] LAFUENTE Y ZAMALLOA, Modesto (1880) Historia General de España, Barcelona, t I, p. 37.
[5] GASPAR, Santiago, (1908) La Religión en la Guerra de la Independencia y el Obispo Álvarez de Castro. Homenaje que le dedica la Diócesis de Coria en su primer Centenario, ordenado por José F. Fogués, Cáceres, p. 131.
[6] GASPAR, Santiago, Ibid, p. 132.
[7] MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, Ibid, t III, p. 415
[8] JIMÉNEZ DE GREGORIO, Fernando (1996) Martirio y asesinato por los franceses del Obispo de Coria Dr. Álvarez de Castro, Toletum 33. Boletín de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, p. 125.
[9] CUENCA TORIBIO, J.M., (1986) Sociología del episcopado español e hispanoamericano (1789-1985). Ediciones Pegaso, p. 467.
[10] DAYFISA. Madrid Histórico. Enciclopedia, monumentos, lugares, personajes.
[11] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, (1908) El Obispo, Cabildo y Municipio de Coria. Homenaje que la Diócesis le dedica en su primer Centenario, ordenado porJosé F. Fogué. Cáceres, p. 32
[12] ARROYO MATEOS, Juan Francisco, (1986) Coria, Diócesis de muchos santos que entraron con los Apóstoles. XV Coloquios Históricos de Extremadura. Trujillo, p. 2
[13] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, Ibid, p. 33-34
[14] GARCÍA MOGOLLÓN, Florencio-Javier, (1999) La Catedral de Coria, León, EDILESA, p. 96
[15] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, Ibid, p. 35-36
[16] Circulares y documentos notables del Obispo Don Juan Álvarez de Castro. Homenaje que la Diócesis le dedica en su primer Centenario, ordenado por José F. Fogués. (1908), Cáceres, p. 209-214
[17] ESCOBAR PRIETO, Eugenio (1908) El Cabildo y la Ciudad. Homenaje que la Diócesis le dedica en el primer Centenario de su muerte, ordenado por José F. Fogués. Cáceres, p. 40
[18] VALIENTE LOURTAU, Alejandro (2002) Breve historia de Coria. Coria, Temas Caurienses, Volumen VII, p. 93
[19]VALIENTE LORTAU, Alejandro, Ibid, p. 94
[20] ANEXO, Pastoral, pp. 43-46
[21]Archivo Histórico Provincial de Cáceres. Sección Ayuntamientos. Coria, Consistorios de 10 y de 18 de julio de1808.
[22] VALIENTE LORTAU, Alejandro, Ibid, p. 95
[23] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, Ibid, p. 42
[24] VALIENTE LORTAU, Alejandro, Ibid, p. 96
[25] CARRASCO MONTERO, Gregorio (1988) Anecdotario de la Guerra de la Independencia en la Sierra de Gata. XVII Coloquios Históricos de Extremadura, Trujillo. p. 2
[26] AYALA VICENTE, Fernando, Ibid, p. 56
[27] ANEXO, Ibid, pp. 48-50
[28] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, Ibid, p. 42
[29] ANEXO, Ibid, pp. 51-52
[30] Archivo Histórico Provincial de Cáceres. Sección Ayuntamientos. Coria, Consistorio de 30 de diciembre de 1808
[31] FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA, Francisco José (2008) D. Juan Álvarez de Castro. Para la Revista “Historia en Libertad”, p. 3
[32] JIMÉNEZ DE GREGORIO, Fernando, Ibid, p. 130
[33] Archivo Histórico Provincial de Cáceres. Sección de Ayuntamientos. Coria, Consistorio de 21 de agosto de 2009
[34] GARGOLLO, Sebastián (1908) Fue un héroe de la Guerra de la Independencia. (De una memoria impresa que se conservaba en la Biblioteca del Seminario Conciliar de Coria) Homenaje que la Diócesis….Ibid, p. 25
[35] ORTÍ BELMONTE, M. A. (1958) Episcopologio Cauriense. Diputación Provincial de Cáceres, p.p. 157-159
[36] ESCOBAR PRIETO, Eugenio, Ibid, pp. 39-40
[37] Archivo del Congreso de los Diputados. Legajo 35, número 49, 1914
[38] Comunicación del Secretario de Cámara al Cabildo Catedral participando la defunción del Ilmo. Obispo Álvarez de Castro. Homenaje que la Diócesis le dedica …Ibid, p. 202
[39] GÓMEZ DE VILLAFRANCA, R. (1901) Extremadura en la Guerra de la Independencia Española. Badajoz., p. 233
[40] ÁLVAREZ DE CASTRO: Cortes de Cádiz. (1913) Complementos de las sesiones verificadas en la isla de León y en Cádiz. Extractos de las discusiones, datos, documentos y discursos publicados en periódicos y folletos de la época. Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Madrid, p. 281
[41] Diario de las discusiones y actas de las Cortes. (1812) XII. Cádiz, p. 391
[42] JIMÉNEZ DE GREGORIO. Fernando, Ibid, p. 132
[43] Cabildo Ordinario de 16 de agosto de 1907. Homenaje que la Diócesis de Coria.. Ibid, p. 12.
[44] G. PUERTO, Manuel (1909) Deficiencias de la Historia. Homenaje que la Diócesis de …p. 3