Los guardias civiles de Casas Viejas: las víctimas olvidadas de los trágicos sucesos
Los agentes, que defendieron heroicamente el cuartel, en el que se encontraban sus familiares, no recibieron en su momento el reconocimiento que se merecían
Aquellos fueron unos crímenes execrables, pero no fueron los únicos. El primero de todos los que se perpetraron tuvo por víctimas a guardias civiles, aunque ello apenas ha despertado interés en la historiografía.
Durante la Segunda República numerosas casas-cuarteles del benemérito Instituto fueron atacadas con armas de fuego y explosivos por aquellos que llamándose revolucionarios eran los que menos creían en un sistema democrático. La Guardia Civil, como Cuerpo de mayor número de efectivos y con más amplio despliegue territorial, era el principal garante del orden y la ley establecidos en la Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931 por las Cortes constituyentes. Es por ello que, por los enemigos de España y su República, fue siempre un enemigo a batir.
En este caso concreto, cuando se cumplen noventa años de aquellos trágicos sucesos que convulsionaron a toda la sociedad de la época y que dieron lugar a sendos procedimientos penales, tanto por la jurisdicción ordinaria como por la militar, amén de una comisión parlamentaria, hay que destacar que comenzaron con el derramamiento de sangre de guardias civiles. La barbarie de lo posteriormente acaecido los relegó al olvido, pero su gesta y su heroísmo, nunca recompensados, merecen ser hoy recordados.
Tampoco suele explicarse que aquel conato revolucionario que se inició antes del alba de aquel 11 de enero de 1933, en el que por un grupo de campesinos se proclamó unilateralmente el comunismo libertario fue un acto ilegal y violento contra el ordenamiento constitucional vigente. Aunque eso tampoco ha interesado mucho.
En aquella modesta casa-cuartel se encontraba su plantilla al completo: el comandante de puesto, sargento Manuel García Álvarez, y tres guardias civiles llamados Román García Chuecos, Pedro Salvo Pérez y Manuel García Rodríguez. También se encontraban varios de sus familiares.
No habían despuntado todavía los primeros rayos del sol cuando un grupo numeroso de revolucionarios, armados de escopetas, cercó el pequeño edificio, ubicado en la plaza de la localidad. Les instaron a rendirse y entregar las armas. El comunismo libertario había sido proclamado y nadie podía osar a oponerse. Y quien lo hiciera sería abatido a tiros de escopeta. Así era la revolución que quería implantarse por la fuerza de las armas.
Aquellos cuatro guardias civiles eran de condición humilde y clase sencilla, de esos que despectivamente algunos los definían como “desertores del arado”. Pero todos ellos poseían una firme vocación de servicio y un gran amor a la profesión, tal y como dejarían sobradamente acreditado.
Es por ello que cuando fueron intimados a rendirse y entregar sus armas, tenían muy claro, a pesar de estar en manifiesta inferioridad, que la Guardia Civil muere, pero no se rinde. Y así fue.
El asedio duró unas seis horas, hasta que llegaron los primeros refuerzos procedentes de Medina Sidonia. Los guardias civiles, parapetados tras los colchones amontonados en las ventanas de la planta superior se defendieron heroicamente con sus fusiles, economizando municiones en la medida de lo posible sin que se dejase de disparar sobre sobre ellos. Sus familiares, mujeres y menores de edad, ante las postas y plomos de escopeta que entraban por las ventanas y se incrustaban en las paredes, tuvieron que romper el tabique que limitaba con el edificio contiguo y refugiarse en él.
Cuando las fuerzas de auxilio los liberaron, mientras los revolucionarios huían en desbandada, yacían mortalmente heridos el sargento y el guardia Chuecos, quienes fallecerían días después como consecuencia de las graves heridas sufridas. Los otros dos guardias resultaron heridos leves.
Una semana después fueron todos ascendidos al empleo superior inmediato. En abril, su inspector general, el general de brigada de Artillería Cecilio Bedia de la Cavallería, ordenó incoar expediente contradictorio para determinar si eran acreedores a la concesión a todos ellos de la cruz laureada de San Fernando, la más alta condecoración militar que recompensa el valor heroico.
Transcurridos dos años de instrucción, fue elevado al Consejo Director de la Ordenes Militar de San Fernando, el cual acordó, en sesión celebrada el 18 de julio de 1935, proponer su anulación al ministro de la Guerra. La razón alegada fue un defecto de forma. El inspector general de la Guardia Civil no era competente para ordenar la instrucción del expediente, sino el general jefe de la 2ª División Orgánica (Sevilla).
El procedimiento volvió a iniciarse. El 21 de abril de 1936 el vocal ponente del Consejo Director mentado, vicealmirante José Núñez Quixano, tío bisabuelo de quien escribe estas líneas, tras estudiar el expediente informó favorablemente que procedía proponer al ministro de la Guerra, “la autorización para iniciar el juicio contradictorio”.
Nunca volvió a iniciarse, pues tres meses después comenzó nuestra fratricida Guerra Civil y aquellos cuatro guardias civiles quedaron sin recompensa, aunque fuese a título póstumo para dos de ellos.
Fuente:
https://www.larazon.es/espana/20230111/uj532e4plvdlhkatn5hszj54ey.html