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El Vicealmirante, r Jose Manuel Sevilla Lopez nos ilustra sobre las actuaciones de la Marina de Guerra en los tormentosa década de los 68- 78 del siglo XIX.
LA MARINA DE GUERRA EN CUBA. GUERRA DE LOS DIEZ AÑOS (1868.-1878)
La Marina de Guerra de La Habana, dependía orgánicamente de los Capitanes Generales de la Isla de Cuba desde 1853.
Desde 17-I-1869, hasta finales de II-1871, estuvo al mando del Contralmirante José Malcampo Monge, que elaboró el Plan de Defensa Naval de la isla y acometió la renovación y potenciación de buques medianos y pequeñas unidades navales.
Desde III-1871 a II-1873, estuvo al mando el Contralmirante Nicolás Chicarro Languinechea. A este le sucedió, desde el 2 de mayo de 1873 y hasta septiembre de 1874, el Contralmirante Manuel de la Rigada Leal.
La Comandancia General estaba dividida en seis provincias marítimas, cinco en la isla de Cuba: La Habana, Santiago de Cuba, Trinidad, San Juan de los Remedios y Nuevitas, y una en la de Puerto Rico.
La Armada en Cuba, en el comienzo de la Guerra de los Diez Años, estaba compuesta de las fragatas, de casco de madera y hélice de 1ª clase: “Gerona”, de 51 cañones y la “Nuestra Señora del Carmen”, de 40; dos vapores de ruedas de 1ª clase, “Fernando el Católico” (antes “Francisco de Asís”) y el “Isabel la Católica”, armados cada uno con 16 cañones de 20 cm emplazados en baterías laterales y cinco goletas de hélice, de 3ª clase, clasificadas como corbetas entre ellas “África”, “Huelva” y “Andalucía” con tres cañones lisos cada una.
La fuerza naval se distribuyó en dos grandes agrupaciones a lo largo de la Guerra de los Diez Años: la denominada “Escuadra de las Antillas”, compuesta por al menos dos fragatas blindadas, tres o cuatro fragatas de hélice y casco de madera, y un par de grandes vapores de guerra, situándose en los puertos de La Habana, Santiago de Cuba, Cárdenas, Matanzas y Puerto Rico, y las “Fuerzas Sutiles del Apostadero”, que encuadraban una corbeta de hélice, una decena de vapores de guerra de 2.ª y 3.ª clase, media docena de goletas y una treintena de pequeñas cañoneras, muy útiles para la vigilancia y protección del complicado litoral cubano.
Desde 1868, comienzo de la Guerra de los Diez Años, hasta 1878, en que fueron disueltas las fuerzas navales destinadas en la Isla, el promedio de las fuerzas de la Armada en Cuba, fue de 8.620 hombres: 3.020 de ellos en la Escuadra de las Antillas, 2.650 en las Fuerzas Sutiles, 750 en la Comandancia General de Cuba y el Apostadero de La Habana, y 200 en el Arsenal de Puerto Rico y las comandancias y ayudantías de Marina de Cuba. Además de los buques, y sus dotaciones, estaban las tropas de Infantería de Marina, con un número de 2.000 hombres, organizadas en tres batallones de 600 efectivos cada uno, y la Compañía del Depósito de La Habana, de unos 200 hombres. A la Armada, la Guerra de los Diez Años le supuso más de 5.000 muertos. El grueso de las bajas correspondió a miembros de la Infantería de Marina, la mayoría de ellos a causa de enfermedades tropicales.
En las aguas de Cuba, tenía el gobierno español al estallar la insurrección de 1868, las fragatas de hélice “Gerona” de 51 cañones y la “Carmen” de 40; dos Vapores de ruedas de dos y de tres cañones y cinco goletas de hélice, “África”, “Huelva”, “Andaluza” y dos más con tres cañones cada una. Las fuerzas navales ni por su número, ni por la calidad de los buques, eran proporcionales a las necesidades del servicio.
Para reforzar las acciones de bloqueo de las costas cubanas, se había contratado, en mayo de 1869, la construcción de 30 cañoneras en astilleros de Nueva York y de Mystic, en Connecticutt. Estas cañoneras resultarían muy útiles operando en los cayos y ríos costeros, zonas de bajo fondo donde los buques mayores, por su mayor calado, no podían maniobrar. Eran de casco de madera y 179 toneladas de desplazamiento, con propulsión a hélice y máquinas de vapor de 40 caballos nominales y 137 indicados, y con un cañón Parrot de 13 cm, emplazado a proa sobre una plataforma giratoria. Cuando se acercaba el momento de la entrega de las 30 cañoneras a las autoridades navales españolas, el gobierno norteamericano ordenó el embargo de los buques y de la artillería, los pertrechos y demás materiales destinados a las cañoneras. La razón aducida para justificar la decisión tomada, era una reclamación del gobierno peruano que, invocando las leyes de neutralidad vigentes en los Estados Unidos, solicitaba la retención de las mencionadas cañoneras con la excusa de que España, una vez reforzada la vigilancia de las costas cubanas, enviaría sus buques de guerra destinados en Cuba a luchar en las costas del Pacífico.
La decisión gubernamental estadounidense originó tensiones con España. Este incidente diplomático, con implicaciones jurídicas que afectaban al derecho internacional, atrajo la atención de los representantes diplomáticos extranjeros, que, en sus informes a sus respectivos gobiernos, emitieron diversos juicios sobre el gobierno de Washington, coincidentes en señalar que esta actitud norteamericana estaba poco acorde con el derecho internacional.
Solucionado el incidente, las cañoneras entraron en servicio entre 1869 y 1872.
De las aproximadamente 40 expediciones organizadas por los insurgentes, se conocen con detalle algo más de una treintena, sobre todo las seis que pueden considerarse más importantes por su cargamento y repercusión directa y posterior en la marcha de la guerra: las expediciones de los vapores “Salvador”, “Perrit”, “Anna”, “George B. Upton”, “Hornet” y “Virginius”.
Por lo general el armamento y pertrechos no se embarcaban en el mismo puerto de salida de las expediciones, pues allí solía actuar un mayor número de espías e informadores españoles, de manera que las armas y municiones se transbordaban desde pequeñas goletas y bergantines, en otros puntos intermedios previamente concertados, por lo habitual fuera de los puertos y, más fáciles de camuflar.
Como puertos más habituales de salida, aparecen los puertos norteamericanos de Nueva york (en doce ocasiones), Cayo Hueso (tres), Jacksonville (una), Filadelfia (una) y New London (New Hampshire, una); los británicos de Liverpool (en tres ocasiones) y Londres (una), o los de sus colonias en el Caribe de Nassau (Bahamas, en cuatro ocasiones) y Jamaica (una); el entonces puerto colombiano de Aspinwsall (actualmente Colón), en la costa atlántica de Panamá (en dos ocasiones), el haitiano de Puerto Príncipe (una), el dominicano de Montecristi (una) y el belga de Amberes (una).
Las expediciones no solían dirigirse directamente hacia su destino final, sino que realizaban una o varias escalas, en las que recogían parte de las armas o de los expedicionarios y repostaban. Como puntos más habituales de estas escalas, y siempre conocidos por sus autoridades respectivas, aparecen los puertos norteamericanos de Charleston, Norfolk, Rum Key, Green Key, Long Island, Racoon Key y Cabo Cañaveral (Florida); los de las colonias británicas de Nassau (Bahamas), Santo Thomas y Maronte (Jamaica); los dominicanos de Santo Domingo y Puerto Plata; los haitianos de Puerto Príncipe y la bahía de Nipe; el holandés de Curazao, el mejicano de Veracruz y los venezolanos de La Guaira y Puerto Cabello (Boca de Caballo).
En algunos de estos puertos, los insurgentes disponían de almacenes para depositar sus armas y pertrechos y documentación. Por ejemplo, almacenes en Kingston (Jamaica); el almacén 16 del muelle sur en el puerto de Brooklyn, Nueva York; los almacenes de depósito como el de Nassau, o la casa de los señores Maal en La Guaira (Venezuela).
A lo largo de la Guerra de los Diez Años (1868-1878), las unidades de la Marina de Guerra española destinadas en Cuba, y sobre todo sus Fuerzas Sutiles, consiguieron interceptar y apresar en la mar, o neutralizar tras su desembarco, 12 expediciones. Esto supuso un éxito limitado, por su cantidad, no obstante, en términos cualitativos la más valiosa fue la del vapor “Virginius”, porque no solo se consiguió apresar a alguno de los principales dirigentes y cabecillas de la insurgencia, con la pérdida del valioso material militar y personal que llevaba, sino, sobre todo, por ser consecuencia de un alto grado de eficacia en la vigilancia y el control de las costas de la isla. La aplicación de las leyes en vigor con el juicio y la condena a muerte de 56 acusados, sirvió para clarificar las posturas de Norteamérica y de Gran Bretaña, que venían manteniendo desde el comienzo de la guerra y mostró la debilidad de España y de sus gobernantes.
Las expediciones de los insurgentes mantuvieron cierta regularidad temporal durante los seis primeros años del conflicto, aunque alcanzaron su apogeo durante el bienio 1869-1870, con 28 expediciones. A partir de XI-1873, tras la captura del vapor “Virginius” en su cuarta incursión sobre las costas cubanas, y el posterior juicio y fusilamiento de 56 tripulantes y pasajeros, los insurgentes suspendieron prácticamente las expediciones navales, y esto, preludiaba el final de la Guerra de los Diez Años a medio plazo pues, siendo el mar la única vía de llegada de ayudas y refuerzos exteriores, la lucha armada de los insurrectos estaba irremisiblemente condenada al fracaso y a la capitulación, como de hecho ocurrió.
Jose Manuel Sevilla López
Vicealmirante (R)
Asociación Española de Militares Escritores (AEME)