Hoy se cumplen 500 años de la conquista de la ciudad de Granada, que puede considerarse como el fin de la dominación musulmana en España. Este reportaje publicado en el diario “Independiente de Granada”, realizado por el periodista Gabriel Pozo Felguera, es un homenaje a los Reyes Católicos y un retazo de la autentica historia de España, en este caso narrando las dificultades por la que atravesó la Capilla Real de Granada a lo largo de los siglos.
La Isabel I que se disponía a morir en Medina del Campo, con 53 años, en nada se parecía a la joven que se alzó victoriosa en la batalla de Toro (1476) y se consolidó reina de Castilla y consorte de Aragón. Bien jovencita, junto con su esposo aragonés, encargó la construcción de la suntuosa iglesia y monasterio de San Juan de los Reyes en Toledo. Fue para conmemorar la batalla, el nacimiento de su malogrado heredero varón y pensando en erigir el complejo franciscano como panteón real de la monarquía más prometedora de Europa.
Los Reyes Católicos siempre tuvieron a Toledo en sus deseos de descansar toda la eternidad. Continuaba siendo la ciudad imperial. Incluso a la reina le pareció pequeño y poco lujoso el edificio cuando lo vio acabado. Su soberbia era grande tras tantas batallas ganadas y la proeza de haber domeñado al Islam tras ocho siglos de guerras intermitentes. Mas, su carácter y su opinión cambiaron en la recta final de su vida, cuando se vio débil de salud e insignificante ante Dios. Fue cuando su humildad se apoderó de ella y cambió los planes en cuanto a sus deseos de morada eterna.
Media vida la había pasado guerreando para tomar Granada y convertirla en cristiana a todos los efectos. Quería a esta ciudad quizás como a ninguna otra, pero no se acordó de modificar y reafirmar su testamento hasta unas semanas antes de presentir su final: el 13 de septiembre de 1504 ordenó construir un modesto panteón real junto a la catedral de Granada; el 12 de octubre dictó su último testamento por el que dejaba claro el abandono del lujoso San Juan de los Reyes en favor de ser trasladada a Granada, a una modesta capilla aún por construir. Y el 26 de noviembre fallecía en Medina del Campo.
Interior de San Juan de los Reyes, más imponente y refinado. Pensado en 1476 para servir de panteón real.
Capilla Real de Granada, bastante más modesta en su traza, aunque mucho más lujosa de lo que deseó Isabel I cuando presintió morir.
Isabel I se fue a otro mundo sin explicar el motivo de aquel cambio de preferencia. Lo que sí es cierto es que pasó de la opulencia mortuoria al deseo más absoluto de humildad en todo lo concerniente a fastos y sepultura. Sus sucesores y albaceas se encargaron de incumplir la mayor parte de sus últimas voluntades: ella quiso una simple losa en el suelo de una sencilla capilla franciscana, nada de lujos ni oropeles. Solamente 20.000 misas por su alma y un cirio encendido eternamente. Pero lo primero que hizo su viudo, a los pocos meses de enterrarla en suelo de la Alhambra, fue encargar una fastuosa capilla real, en estilo gótico tardío. Y para mayor abundancia, encargó un túmulo en mármol de Carrara, formó un patronato regio con infinidad de capellanes y auxiliares para que velaran por ellos eternamente. Y su nieto Carlos V exageró aún más: en 1522, en su primer testamento, también eligió Granada como lugar de enterramiento, pero en una catedral imponente.
El caso del rey Fernando fue diferente. Había estado casado con Isabel entre 1469 y 1504. Pero enviudó con 53 años y todavía le quedaban ganas de hembra, además de contraer nuevo matrimonio por cuestiones de estado. Por eso casó con la voluptuosa Germana de Foix; en 1509 le nació un niño llamado Juan. De haber sobrevivido este príncipe, habría ascendido a rey de Aragón, con lo cual se hubiese disuelto la unión de las Españas. Pero falleció muy pronto y fue enviado a enterrar al Monasterio de Poblet, el panteón de la Corona de Aragón. Este lugar pasó a ser el preferido para enterramiento por Fernando durante la primera parte de su matrimonio con la sobrina del rey de Francia.
Fernando II convivió con Germana de Foix hasta su fallecimiento en 1516, en una casona de Madrigalejo (Extremadura). Durante su nuevo matrimonio cambió su testamento al menos en media docena de ocasiones, pero en las dos últimas versiones (Aranda de Duero, el 26 de abril de 1515; y 22 de enero de 1516, unas horas antes de morir) ya volvió a dejar claro que sus despojos tendrían el mismo destino que su primera esposa: ni Toledo ni Poblet, Granada.
No obstante, Fernando siempre estuvo pendiente de que se acabara en Granada la Capilla Real para bajar desde la Alhambra el cadáver de la reina católica. Las obras de la Capilla Real se prolongaron entre 1505 en que la encargó el viudo y 1517. De hecho, Fernando viajaba con su séquito por tierras extremeñas, camino de Sevilla y Granada, adonde buscaba mejor clima y ver el final de las obras del panteón mortuorio de su esposa Isabel. Pero el 23 de enero de 1516, cuando atravesaba Madrigalejo, su salud empeoró; Fernando ya sospechaba el final de su existencia, pues un día antes, llamó al escribano para anular todos sus testamentos anteriores y redactar uno nuevo.
Traslados penosos hasta Granada
En ambos casos, los traslados de los cadáveres reales desde sus respectivos lugares de fallecimiento hasta Granada constituyeron verdaderas odiseas. Isabel I de Castilla falleció en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504; estaba indispuesta desde tiempo atrás debido al cáncer que la debilitaba. Falleció en la cama de su palacio, rodeada de su esposo y la mayor parte de nobleza y cortesanos. Inmediatamente se dispusieron a organizar la comitiva fúnebre para trasladar su cadáver hasta Granada, la ciudad joya de su corona. Una travesía de unos seiscientos kilómetros a través de trochas de mulas; por entonces apenas había caminos para carros. La momia de Isabel I fue metida en una caja, cubierta con varias pieles y colocada sobre unas parihuelas. Parece que iban portadas a mano por al menos cuatro personas en cada turno.
Óleo del entierro de Isabel la Católica, pintado por Salvador de Viniegra. ALCÁZAR DE SEGOVIA
Las crónicas de Pedro Mártir de Anglería narran el terrible aguacero que se cernió sobre el país por aquellos días. No cesó de llover desde que salieron de Medina del Campo hasta que llegaron a Granada el 18 de diciembre. Varias veces hubo que recomponer la caja mortuoria e intentar impermeabilizarla. Las caballerías se atascaban en los barrizales, hubo que vadear arroyos y pasar ríos sobre barcas y pontones de troncos. Un verdadero diluvio que no cesó hasta que fue enterrada en el Convento de San Francisco, en la Alhambra.
Se trataba de un palacete de un príncipe desconocido, que fue donado tras la conquista para que se establecieran los franciscanos. En el lateral norte, en una especie de qubba, abrieron un modesto agujero y allí depositaron el cadáver real. Solamente cubierto por una simple piedra con la inscripción de su moradora. Isabel I dejó claro en su testamento que no deseaba fastos, oropeles ni gastos excesivos, sino más bien caridad con los pobres y miles de misas por su alma. Pero la ciudad de Granada se engalanó todo lo que pudo para recibir el cortejo fúnebre, montar dos catafalcos en la Puerta de Elvira y Plaza Nueva, donde se le rezó y rindieron honores que ella rechazó expresamente en su testamento.
Capilla del convento de San Francisco, en la Alhambra, donde reposaron los cuerpos de Isabel y Fernando hasta el 10 de noviembre de 1521. A principios del siglo XX, tras unas excavaciones, fue colocada esta losa sepulcral con el siguiente texto: “La reina Isabel la Católica estuvo aquí sepultada desde MDIV. Su esposo el rey Fernando desde MDXVI. Trasladados sus restos a la Capilla Real en MDXXI”.
Allí, bajo el cuidado de los austeros franciscanos, quedó depositada la momia de Isabel I en espera de que construyesen el panteón real. La nave de la iglesia del Convento fue utilizada por algunos nobles y monjes del momento para enterrarse próximos a la que fue su reina. Su tumba quedó un tanto olvidada durante varios años, sólo asistida por los franciscanos, pues la multitud de capellanes reales solían vivir en la ciudad y les venía muy incómodo subir tres veces al día a decirle las misas mandadas.
Fernando también cambió su opinión
Fernando II de Aragón la sobrevivió hasta el 23 de marzo de 1516. Tal como había manifestado en sus dos últimos testamentos, su cadáver también debía ser conducido al convento de San Francisco de la Alhambra. Su fallecimiento ocurrió un poco más cerca de Granada, en Madrigalejo, pero de todas formas distaba otros 400 kilómetros de su destino final. El óbito también acaeció en lo más crudo del invierno, pero contrariamente a lo ocurrido con Isabel, aquel invierno de 1516 fue muy frío y apenas llovió. En este caso se hicieron parihuelas de varales largos que iban soportadas en cinchas de caballerías. El traslado de la momia del rey Fernando fue directamente a la catedral de Córdoba, donde le rindieron homenaje durante dos días. Llegó a Granada el 6 de febrero. La ciudad ya estaba avisada y preparada por el Concejo: se ordenó limpiar las mugrientas calles del itinerario y vestir todo de luto. Las autoridades recibieron el féretro en el catafalco de la Puerta de Elvira; hubo varios altares más para que le rezaran las órdenes religiosas, le nobleza, el clero y el pueblo; uno más ante la iglesia de Santiago; otro en el pilar de los Almizcleros (el del Toro, que entonces estaba al inicio de la Calderería); uno más en Plaza Nueva; el último catafalco lo colocaron delante de la Puerta de la Justicia.
La momia del rey Fernando estaba irreconocible cuando el Marqués de Mondéjar, gobernador militar, quiso certificar que era la auténtica. Hizo jurar y firmar a varios miembros del séquito que no se habían separado de él en ningún momento ni se le había dado el cambio. Allí iban a permanecer los cadáveres de los Reyes Católicos durante los siguientes cinco años. A pesar de que las obras de la Capilla Real estaban prácticamente acabadas.
Orden tajante del emperador Carlos V
Desde 1514 estaba plenamente constituida la fundación que se iba a encargar per saecula saeculorum de regir los destinos de la Capilla Real. Se trataría de un grupo de capellanes reales, sujetos solamente a la voluntad real e independientes de la jerarquía arzobispal ordinaria. Para esas fechas comenzaron a llegar donaciones reales desde fuera de Granada y algunas que permanecieron almacenadas en el palacio de la Alhambra desde la última estancia larga de los Reyes Católicos. El ajuar real era importante, sobre todo la colección de pintura, dalmáticas y piezas de oro.
En 1517 llegó desde Carrara el mausoleo que había encargado tres años antes el rey Fernando. Fueron varios los envíos de pertenencias personales de Fernando, que remitía su viuda Germana desde Valencia, si bien repartidos algunos de ellos en dirección a Poblet. 1517 fue el año en que se dio por terminada la Capilla Real y se empezó a mirar a la anexa catedral. En principio iba a ser de estilo gótico, copia de la de Toledo o muy similar al gótico isabelino de la Capilla Real, para cambiarse a renacentista con la llegada de Diego de Siloé; la vieja aljama mayor, reconvertida en catedral de Santa María de la O, se consideraba transitoria, hasta que se levantara el Sagrario en su solar.
La enorme capellanía real (que llegó a tener hasta 25 miembros) se entretenía en infinidad de pleitos contra la catedral, el concejo y entre ellos mismos. No parecían tener prisa por bajar los restos de los Reyes Católicos desde la Alhambra y colocarlos definitivamente en su cripta. El mausoleo de mármol continuaba embalado y esperando ser colocado en el centro de la nave.
Tuvo que ser el joven emperador Carlos V el que ordenase, el 20 de septiembre de 1520, que fuesen bajados de una vez los cadáveres de sus abuelos y depositados en el panteón real. Hacía ya más de medio año que Jacobo Florentino estaba en Granada para realizar algunos trabajos y colocar el mausoleo sobre la cripta. En vista de que los capellanes reales no bajaban los restos desde la Alhambra, el 21 de octubre de 1521 el emperador les repitió tajante que debían proceder al definitivo enterramiento en el plazo de veinte días.
Las facciones de las esculturas hechas en Carrara fueron tomadas de retratos de los Reyes Católicos de finales del siglo XV. Estas copias se conservan en la Casa de los Tiros de Granada, procedentes del Generalife.
De esta manera, y bajo la presión real, fue cómo el 10 de noviembre de 1521 se bajaban los restos de los Reyes Católicos desde la Alhambra al lugar donde están ahora. Aquel día se declaró fiesta grande en la ciudad, tanto o más que el Corpus; las cajas mortuorias se montaron en una carroza dorada, se vistió a todo el mundo de negro, se repartió mucho pan a los pobres y se quemaron arrobas y arrobas de cera.
En 1522, el Emperador remitió el cadáver insepulto de su padre (falleció en 1506) desde el Convento de Santa Clara de Tordesillas a Granada. Empezaban los años dorados de la Capilla Real como panteón regio de los Reyes Católicos y del resto de su dinastía. Carlos V, en su única estancia en Granada durante la segunda mitad de 1526, secundó las intenciones de sus abuelos de engrandecer a esta ciudad: le dio un palacio en el corazón de la Alhambra, la dotó de universidad y le pareció tan modesto el panteón real, que ordenó la construcción de una de las catedrales más grandes para hacerla panteón suyo y de sus sucesores. Carlos V fue el que casi duplicó, hasta 25 el número de capellanes reales; enriqueció y aumentó sus donaciones y las rentas para su sustento futuro. Le concedió censos, juros, diezmos de trigo y propiedades de ciudades, molinos, tierras y conventos de media Andalucía.
A Granada llegaron también los cadáveres de sus hijos, los infantes Don Juan y Don Fernando. Y la única mujer del emperador, Isabel de Portugal (1539). También la primera esposa del futuro Felipe II, María Manuela de Portugal (1545). Mucho después, ya en 1574, Felipe II envió el cadáver de su madre, Juana I (A cambio se llevó los de su madre, sus dos hermanos y su primera esposa).
Pero quedaba poco tiempo de grandeza a la Capilla Real como exclusivo panteón regio de la España unificada. En cuanto estuvo terminado El Escorial, Felipe II comenzó a expoliar la Capilla Real de Granada de reliquias, libros y otros enseres. Sólo dejó los cuerpos de sus abuelos y bisabuelos; nunca permitió que los restos de Carlos V vinieran a Granada desde Yuste. A partir de entonces, la Capilla Real de Granada ya no recibiría ningún despojo de realeza española. Incluso Felipe II le retiró la propiedad de algunas rentas para su sostenimiento (el Campo de los Mártires de la Alhambra se lo dio a los carmelitas para convento, por ejemplo).
Desde Felipe II, la Capilla Real de Granada ha alternado periodos de progreso con otros de penuria. Siempre gozó de cierta protección real, de manera que el erario público envió dinero para continuar obras de exorno y mantenimiento. Si bien la institución estaba ya sumida en cierta desidia por parte de quienes veían que El Escorial les había dejado sin ninguna posibilidad. Hubo capellanes que sufragaron gastos con sus propias fortunas, pero fueron los menos.
Un ejemplo de la desidia en que se sumó el panteón fue el abandono del túmulo de Juana I y Felipe I. Había sido encargado a Doménico Fancelli en 1518; al morir éste y por diversos problemas, las cajas no llegaron desde Carrara a España hasta 1533, tras infinidad de vicisitudes. Aunque ahí no acabó todo: estuvieron en el puerto de Cartagena hasta 1539; luego los arrumbaron en el Hospital Real hasta 1602. Aquel año fueron reclamados desde Valladolid, pues el cabildo real de Granada parecía tener poco interés en colocar las estatuas mortuorias de Juana y Felipe. Fue entonces cuando el rey Felipe III ordenó desplazar el túmulo de los Reyes Católicos para colocar a su lado el más suntuoso y elevado de su hija Juana y su yerno Felipe.
La Capilla Real siempre estuvo en obras, algunas de ellas provocadas por mejoras, traslados de retablos, apertura de puertas, enyesados o hundimientos. Todo en un ambiente de continuo trasiego con la construcción de la Catedral a su norte, el derribo de la mezquita mayor al sur y la nueva construcción del Sagrario. Quizá lo más destacable del siglo XVIII fue el enyesado y pintado de blanco de sus paredes, además de sustituir las vidrieras de colores por otras más claras; los capellanes llegaron a la conclusión de que el humo de tanta vela había oscurecido el lugar hasta convertirlo en una cueva. (El enyesado y encalado estuvo vigente hasta principios del XX en que fue picado).
Debió ser tal la oscuridad que presentaba la Capilla en el otoño de 1862, cuando la visitó la reina Isabel II, que fue imposible que el fotógrafo que la acompañaba consiguiera hacerle una fotografía en su interior. Le causó una pobre impresión para ser el lugar de enterramiento de los reyes más notables de España.
En esta fotografía de García Ayola, tomada hacia 1875, se pueden apreciar todavía los muros enyesados y encalados en 1704 para dar luminosidad al recinto. Se volvieron a reencalar en 1828. El desencalado total se acabó en 1923.
Siglo XIX decadente; enderezamiento en el XX
La Fundación de la Capilla Real ha corrido una suerte paralela a la fortaleza o debilidad de la monarquía española. Quizás su principal presión haya venido en estos cinco siglos del cabildo catedralicio, ávido por absorberla ya desde el principio, desde cuando Carlos V eligió la montaña pétrea como su futuro panteón. La cambiante situación política y económica de España ha influido más que notablemente en la estabilidad de la Capilla; en épocas de escasez, el número de capellanes y personal auxiliar disminuyó considerablemente.
Los peores momentos iban a llegar con la ocupación francesa, entre 1808 y 1812: José Bonaparte les exigió un préstamo, les quitó los diezmos de granos, el general Sebastiani robó a manos llenas, los capellanes tuvieron que aportar 15.000 reales anuales, etc. A pesar del expolio que causaron en la mayoría de iglesias y conventos de la ciudad, la fortaleza y la astucia de sus capellanes consiguieron que los gabachos no se llevaran demasiados jirones entre sus manos. Tuvieron que entregar incluso dinero de sus bolsas personales para evitar daños mayores. La ocupación francesa no profanó las tumbas reales de esta capilla, contrariamente a lo que ocurrió con otros muchos edificios religiosos (el primero, San Jerónimo).
Pero si mala fue la breve ocupación francesa, peores aún iban a ser las desamortizaciones eclesiásticas que comenzaron en 1834 y se repitieron varias veces más durante todo el siglo XIX. Este año de 1834 fue saqueado buena parte del tesoro. Entre 1834 y 1839 permaneció cerrada al culto por la ruina de las bóvedas; las misas se recluyeron a la sacristía; los gobiernos liberales le habían quitado las rentas que les quedaban para su mantenimiento, parecían tener interés en su desaparición. En 1837, con la segunda ley desamortizadora, la Capilla perdió todos los ingresos por diezmos y censos que mantenía desde su fundación. Pero no fue hasta 1841 cuando el general Espartero barajó la necesidad de poner en almoneda el edificio; la venta no se llegó a producir por falta de comprador, no así una larga relación de bienes que fueron vendidos en los tres años siguientes. Nuevamente, la ley Madoz volvió a meter la Capilla Real en la relación de bienes de la iglesia objeto de enajenación. La tremenda inestabilidad política entre 1834 y 1841 afectó muy negativamente a la Capilla (en esos años se sucedieron nada menos que 18 presidentes al frente del gobierno de España).
l siglo XIX vio remover la paz de los muertos de infinidad de edificios religiosos, reconvertidos en almacenes, fábricas o simplemente derribados. Peor aún fue la etapa de la Revolución Gloriosa, gobierno cantonal y I República (1868-1873). La Capilla Real, la Catedral y el Monasterio de San Jerónimo estuvieron en la lista de edificios a desmontar para dar trabajo a la infinidad de desempleados hambrientos de la ciudad. Los planes no se llegaron a plasmar debido a que hubo edificios de menor enjundia en los que ir entreteniéndose.
Dibujo de la momia de Carlos V, extraída de su caja durante la Revolución Gloriosa (1870). Nuevamente, en 1936 volvió a ser profanada.
La Capilla Real de Granada consiguió librarse de las profanaciones de cadáveres que sí flagelaron a los panteones reales de El Escorial y al Monasterio de Poblet. En el primer caso, los revolucionarios sacaron a paseo y en exposición varias momias reales, especialmente la de Carlos V. En el caso de Poblet, la expulsión de su comunidad religiosa permitió que revolvieran las sepulturas de los seis reyes de Aragón que había enterrados allí; se tardaron más de ochenta años en reunir de nuevo lo que estaba localizable y devolverlos a su lugar primitivo.
Una nueva etapa de sosiego le llegó tras la restauración de Alfonso XII y con la declaración como monumento nacional (29 de mayo de 1884). Por fin el edificio, denostado por pobre dos décadas atrás por Isabel II, se iba a convertir en objeto de estudios, publicaciones y visitas de los primeros turistas.
Y, como guinda al pastel, la guerra civil de 1936 supuso otra grave agresión a panteones reales y enterramientos en edificios religiosos. La Capilla Real, al quedar Granada en zona franquista, al menos se salvó de ese tipo de atentados; también tuvo suerte en las dos quemas de iglesias y asaltos ocurridos durante la II República. En ese aspecto, los revolucionarios granadinos respetaron o no se atrevieron con el panteón de los Reyes Católicos.
¿Y el futuro…?
En la actualidad, la Capilla Real sobrevive con una reducida nómina de personal y capellanes reales. Quizás sea el momento que cuesta menos dinero público de toda su historia; ahora mismo hay nueve capellanes, de los cuales buena parte son de muy avanzada edad o están enfermos. Su fundación de carácter real no resulta prioritaria para los presupuestos generales del Estado. Al menos en lo referido a su mantenimiento ordinario; sí se ha acudido desde la administración pública a socorrer obras de urgencia o mantenimiento de su fábrica. También desde la Junta de Andalucía y alguna iniciativa privada han contribuido a mejorarla en los últimos años.
Turistas a las puertas de la Capilla Real que, como en el resto de monumentos, ha visto disminuido el número de visitas por la pandemia.
El cirio encendido eternamente, según mandato de Isabel la Católica en su testamento, continúa ardiendo en su capilla. Los ingresos eran tan parcos en 1945, que el alcalde Gallego Burín se hizo cargo de pagar la cera con dinero municipal. La ciudad continuó pagándola durante las cuatro décadas siguientes; actualmente se paga con dinero de turistas.
Hoy ya no goza de las suculentas rentas del pasado que le aseguraban su independencia y poderío; la presencia del Arzobispado en su día a día es mucho más activa. Ha sido sin duda el turismo y sus ingresos particulares lo que está salvando la institución y manteniéndola en los últimos tiempos. No obstante, las turbulencias políticas, el creciente grado de anticlericalismo, el revisionismo histórico cateto, el retroceso en respeto a las tradiciones y costumbres españolas, y los aires antimonárquicos alentados por ciertos sectores sociales me llevan a cuestionar que a la Capilla Real de Granada le queden otros 500 años en la paz de los muertos.
Faraones más grandes han ido a parar a los estercoleros.
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