El numero 969, de la revista EJERCITO, correspondiente al mes de diciembre de 2021, publica un interesante articulo sobre las relaciones de los mandos militares y los responsables políticos, utilizando algunos hechos conocidos de la política militar estadounidense, redactado por nuestro asociado el Coronel de Infantería/DEM Jose Luis Calvo Albero y que reproducimos a continuación:
Relaciones civiles – militares. Más allá del control civil.
Hablar del pasado de las relaciones civiles-militares en España significa inevitablemente hablar de intervencionismo militar en política. La inmensa mayoría de la producción bibliográfica sobre el tema en nuestro país está dedicada a la historia, causas y evolución de los diferentes pronunciamientos y golpes que sacudieron España en los siglos XIX y XX. Es cierto que uno de los temas básicos de las relaciones civiles – militares es precisamente el intervencionismo militar, y más concretamente como evitarlo. Sin embargo, la atención casi exclusiva al tema ha hecho que en nuestro país se pase de largo por lo que viene después: lo que ocurre cuando las fuerzas armadas ya no son una amenaza política, pero se siguen produciendo fricciones, malentendidos y frustraciones periódicas en las relaciones entre el poder político y las instituciones militares.
Es ilustrativo que uno de los países con una literatura más rica en relaciones civiles-militares sea Estados Unidos, donde sus fuerzas armadas nunca representaron un peligro para la democracia. Aunque el recelo ante un excesivo poder militar estaba ya presente cuando se redactó la Constitución de 1789, y sigue todavía presente en el debate político, los académicos norteamericanos se han centrado en el problema de las relaciones institucionales ¿Cómo interactúan líderes de culturas y formaciones tan dispares? ¿Qué consecuencias puede tener un deficiente entendimiento entre un gobierno y sus militares en una situación de crisis? ¿Cuál es el papel real de los líderes militares en la toma de decisiones sobre asuntos de seguridad y defensa?
La investigación sobre estos temas ha permitido diseñar modelos de relación que obtienen un máximo beneficio con un mínimo de fricción. Y, sobre todo, ha concienciado a políticos y militares de la necesidad de conocer al “otro” si se quiere mantener una relación fluida y provechosa. En España partimos con desventaja en este debate debido a nuestra Historia. Es hora ya de que se aborden las relaciones civiles-militares desde el punto de vista de una democracia madura, en la que las fuerzas armadas son un instrumento en manos del gobierno en una relación de incontestable control civil. Una relación que, no obstante, políticos y militares tienen que aprender a gestionar para obtener el máximo rendimiento en situaciones que afecten a la seguridad nacional.
EL CONTROL CIVIL Y EL MODELO NORTEAMERICANO
El principio de control civil es la base de las relaciones civiles-militares. Este principio se traduce en que las fuerzas armadas carecen de legitimidad como actor político, por lo que deben estar siempre subordinadas a un poder de naturaleza civil. Así pues, las decisiones estratégicas sobre seguridad y defensa corresponden al poder político, pese a la especialización de los profesionales de las fuerzas armadas en esos temas.
El principio de control civil es una versión particular de la tradicional relación entre el funcionario del Estado y el gobernante. Las decisiones estratégicas sobre cualquier tema de gobierno siempre corresponderán a este último, aunque el funcionario sea el especialista. El gobernante, no obstante, debe escuchar al especialista para fundamentar su decisión, aunque no esté obligado a seguir siempre sus recomendaciones.
En España el control civil está perfectamente reflejado en la Ley de Defensa Nacional de 2005, que sitúa al Presidente de Gobierno y al Ministro de Defensa en la cúspide de la cadena de mando, y otorga también un papel a las Cortes, tanto en la formulación de la política de defensa, como en la declaración de una situación de conflicto o en el despliegue de fuerzas militares en el exterior.
El principio de control civil da pie a una pregunta muy delicada: ¿Existe algún espacio de decisión exclusivamente militar? Esta ha sido una de las cuestiones recurrentes de las relaciones civiles-militares desde hace un par de siglos. Samuel Huntington, en su clásico “El Soldado y el Estado” responde claramente que sí, que resulta conveniente mantener un espacio de autonomía militar en las decisiones. Huntington defiende que es un precio a pagar por mantener al militar alejado de la tentación política y centrado en su profesión. El gobernante decide sobre cómo, cuándo, en qué condiciones y con qué objetivos se emplea el instrumento militar. Una vez tomadas estas decisiones estratégicas, el líder militar dirige las operaciones en detalle. Teóricamente, el gobernante sigue teniendo la última palabra sobre cualquier aspecto de las operaciones, pero normalmente dejará las decisiones sobre ellas a sus subordinados militares.
A grandes rasgos este es el modelo que se aplicó en Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la idea de un espacio autónomo para la decisión militar impregna desde entonces la cultura militar norteamericana. Huntington plasmó en su obra lo que Marshall o Eisenhower habían llevado a la práctica en la década anterior a su publicación. No obstante, y pese a su enorme influencia en el pensamiento militar norteamericano, la teoría “huntingtoniana” estaba ya en crisis cuando fue planteada.
La crisis tuvo que ver primero con la aparición de las armas nucleares, y con los interrogantes sobre cómo utilizarlas en beneficio de la seguridad nacional sin desencadenar una hecatombe global. Los militares norteamericanos tardaron en comprender el significado estratégico de las nuevas armas, lo que llevó a que la estrategia nuclear fuese diseñada esencialmente por civiles. La consecuencia más negativa para las relaciones civiles –militares fue que la confianza en una esfera de decisión puramente militar se debilitó dramáticamente. Era difícil para un Presidente delegar el uso de armas nucleares en líderes que pretendían utilizarlas como artillería pesada, como propuso McArthur en Corea, o que no comprendían las sutilezas de la estrategia de escalada y desescalada, como experimentó Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos de 1963.
Esa desconfianza se acentuó todavía más durante la guerra de Vietnam, aunque aquí resulta difícil deslindar los errores militares de los políticos. En cualquier caso las guerras irregulares, y sobre todo la creciente presencia de los medios de comunicación en los campos de batalla, demostraron que la mera especialización profesional del militar no era suficiente para tomar decisiones con un fuerte impacto político. En 1960, Morris Janowitz, a quien le preocupaba que un excesivo profesionalismo alejara a las instituciones militares de la sociedad, escribió “El soldado profesional”. Entre sus recomendaciones para el retorno del “soldado ciudadano” Janowitz apuntó que muchas misiones militares requerían de algo más que mero profesionalismo. Un líder militar en una campaña contrainsurgencia o en un territorio ocupado debía tomar decisiones de marcado carácter político. Su formación, por tanto, debía orientarse no solo a entender el arte militar, sino también a conocer los rudimentos de la política.
El final de la Guerra de Vietnam presenció un retorno de las teorías de Huntington. La idea generalizada era que las interferencias políticas habían tenido un resultado muy negativo en la marcha de la guerra, y que los militares habían combatido con “un brazo atado a la espalda”. En 1986 la famosa acta Godwater-Nichols reforzaba la autoridad tanto del Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor como de los comandantes de los mandos estratégicos regionales. El retorno a Huntington se consolidó aparentemente con la doctrina Powell-Weinberger, que definía claras condiciones para el uso de las fuerzas armadas en operaciones reales.
La doctrina Powell-Weinberger no pretendía en realidad poner limitaciones al poder político en el uso de las fuerzas armadas, sino evitar la serie de errores estratégicos que condujeron a desastres como Vietnam. No obstante, la doctrina Powell-Weinberger, y especialmente su versión posterior conocida simplemente como doctrina Powell, se consideró un intento militar de limitar las opciones de decisión de los líderes políticos. Algo que, según el principio de control civil era sencillamente inaceptable.
La reacción no se hizo esperar. Ya durante la administración Clinton la doctrina se arrinconó, y se hizo famosa la pregunta de la Secretaria de Estado Madeleine Albright a Colin Powell: ¿Para qué queremos ese ejército tan poderoso del que usted siempre habla si no podemos utilizarlo? La reacción académica contra la doctrina Powell vino de la mano de Eliot A. Cohen, en una serie de publicaciones de las que quizás la más conocida es “Mando Supremo” (2002). En ellas desechó el modelo de Huntington y propuso un mayor control civil de las decisiones militares.
Para Cohen, el político tiene el derecho de decisión última en todos y cada uno de los aspectos relacionados con la seguridad, la defensa y el empleo de las fuerzas armadas. Como es lógico, antes de tomar una decisión tiene que escuchar a sus asesores militares, pero no debe sentirse obligado por sus recomendaciones, ni siquiera en los temas estrictamente profesionales. Las grandes decisiones estratégicas se toman mediante lo que Cohen denomino el unequal dialogue (el dialogo desigual) en el que el tanto el gobernante como sus asesores militares exponen honestamente su punto de vista, y al final el gobernante decide.
Cohen acepta que el planeamiento y la conducción en detalle de las operaciones sean llevados a cabo esencialmente por militares. El político, no obstante, sigue teniendo derecho de intervención en cualquier asunto con repercusiones políticas significativas que los líderes militares no hayan tenido en cuenta. Y eso puede ser cualquier cosa, desde la situación geográfica de una fuerza hasta un detalle de uniformidad. Es evidente que el líder político no debería caer con frecuencia en ese tipo de micro gestión, entre otras cosas porque significaría que los líderes militares no han sabido interpretar sus instrucciones, pero puede hacerlo siempre que lo considere necesario.
Actualmente el modelo de Cohen es generalmente aceptado en Estados Unidos, aunque el recuerdo del modelo de Huntington, y del espacio para la autonomía militar en la toma de decisiones se resiste a pasar al olvido. En cualquier caso, las tensiones en la toma de decisiones prosiguen y producen periódicas crisis en las relaciones civiles-militares en el país.
Por ejemplo, la intervención en Iraq en 2003, con un Pentágono dividido debido a la personalidad del Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, fue una fuente constante de roces entre civiles y militares. Las tensiones culminaron en la denominada “revuelta de los generales” en 2006, cuando una veintena de generales retirados criticaron públicamente al Secretario de Defensa y la conducción de la guerra en Iraq. En 2007 el presidente Bush decidió emprender una escalada en Iraq (conocida popularmente como Surge) contra el consejo de la mayoría de la cúpula militar. En 2009-2010 el presidente Obama sintió que, en lugar de darle opciones, sus generales le estaban forzando a una línea de decisión muy específica sobre la continuación de la guerra en Afganistán, en la que además estaban intentando involucrar a la prensa y la opinión pública. La crisis se saldó con la dimisión del general McChrystal, jefe de la Fuerza Multinacional en Afganistán.
DIFERENTES CULTURAS, DIFERENTES PROCEDIMIENTOS.
Como toda relación humana, las relaciones entre líderes políticos y militares dependen en gran medida de las personalidades implicadas, y de las habilidades de comunicación y persuasión de cada uno. No obstante hay fenómenos que marcan las relaciones civiles-militares de manera general, afectando a cualquiera que participe en ellas. Uno de los más conocidos es la enorme diferencia entre las culturas de trabajo en el entorno político y el militar.
La cultura de trabajo militar está diseñada, y probada a lo largo de la Historia, para adaptarse a una situación extrema como es la guerra. El mando de unidades militares requiere planeamientos detallados, ordenes sin lugar para la ambigüedad, procedimientos estándar, y una jerarquía perfectamente clara que garantice la transmisión de órdenes y su cumplimiento sin demoras.
La cultura política presenta diferencias sustanciales con este modelo. En general, los políticos necesitan flexibilidad, múltiples opciones y vías alternativas cuando las cosas no marchan bien. La mayoría de los líderes políticos se encuentran bastante cómodos en la ambigüedad, que no les compromete demasiado, y les permite cambiar de rumbo dependiendo de las circunstancias. A veces esto se presenta con connotaciones negativas hacia la clase política, pero se trata de un error. Sencillamente la política es así, y requiere una manera de trabajar muy diferente a la de un estado mayor militar.
La consecuencia es que los militares suelen esperar una claridad, rotundidad y grado de compromiso en las instrucciones políticas que muy rara vez van a encontrar. Como contrapartida, los políticos desearían que sus generales les ofreciesen un abanico flexible de opciones, que además permita pasar fácilmente de una a otra según evolucione la situación. Algo que no suele ser lo habitual.
Para complicar más las cosas, los militares solemos fundamentar nuestras decisiones en rigurosos y complejos sistemas de planeamiento, mientras que el político confía más en las percepciones de personas de su entorno cercano, las tormentas de ideas y su propio instinto. Además, en situaciones de crisis, el político requiere un asesoramiento casi inmediato, algo que no siempre encuentra en sus generales. La tendencia de cualquier líder militar ante el planteamiento de un problema complejo es replegarse sobre su estado mayor, para regresar en un par de días con un documento normalmente voluminoso. Demasiado volumen y demasiado tiempo para un líder político, del que se esperan decisiones rápidas y continuas ante situaciones imprevistas de crisis.
Las diferentes culturas en el nexo de unión de las decisiones estratégicas producen fricciones que a veces llegan a tener una influencia muy negativa en la conducción de una crisis, y que incluso pueden ir más allá. Es fácil que un líder político exasperado termine por considerar a sus generales como burócratas sin remedio, empeñados en procedimientos tediosos e interminables. También puede ocurrir que un líder militar llegue a la conclusión de que su superior político es un caso perdido, voluble y superficial, incapaz de fundamentar sus decisiones en un análisis riguroso del problema.
A veces se producen situaciones que rozarían la comicidad si no estuviesen en juego vidas e intereses nacionales. En Thought Cloud, Rosa Brooks narra cómo, ante la convocatoria de un referéndum de independencia en Sudán del Sur, que podía provocar una espiral de violencia, los asesores civiles del Secretario de Defensa norteamericano solicitaron opciones de empleo de fuerzas a sus interlocutores militares. Estos respondieron que las opciones dependerían de los objetivos que se pretendiese conseguir, argumento al que se respondió señalando que la definición de objetivos dependería de las opciones presentadas. El intercambio de peticiones amenazaba con convertirse en un interminable partido de ping-pong, hasta que la posibilidad de intervención terminó por descartarse.
Ajustar las dificultades que la diferencia de culturas y procedimientos provocan es una necesidad esencial para agilizar el proceso de decisión en caso de crisis. También para diseñar una política de seguridad y defensa realista y eficaz, aunque en este caso los mayores plazos disponibles para las decisiones suelen amortiguar fricciones. De cualquier manera, el conocimiento de que la fricción existe es el primer paso para mitigarla, aunque normalmente hace falta algo más.
Tradicionalmente se argumenta que el conocimiento mutuo facilita unas relaciones más fluidas entre el poder político y sus instituciones militares. Un gobernante que conozca las capacidades y peculiaridades de las Fuerzas Armadas podrá comprender, valorar y criticar con mayor conocimiento de causa lo que le recomienden sus asesores militares. De la misma manera, un general que conozca los entresijos de la política y las relaciones internacionales, podrá comprender mejor lo que su jefe político le pide.
Este principio es válido hasta cierto punto. No cabe duda de que un cierto conocimiento mutuo facilitará la relación, siempre y cuando no se caiga en la tentación de asumir el papel del otro. Durante la II Guerra Mundial, Churchill, con formación militar y notables conocimientos de estrategia, fue una pesadilla para sus jefes militares, y por extensión también para Eisenhower y su estado mayor. De la misma manera, un general demasiado político puede perder su valor fundamental, que es proporcionar asesoramiento desde un punto de vista profesional. Aunque exista conocimiento y comprensión mutuas, que siempre serán positivas, la toma de decisiones estratégicas requiere que el gobernante actué en su papel de decisor político, y el general en el suyo de especialista militar.
CONCLUSIONES
Incluso cuando el control civil está perfectamente asentado, y el intervencionismo militar en política es un simple recuerdo histórico, las relaciones civiles-militares pueden ser difíciles. La principal dificultad reside en las sustanciales diferencias en cultura y procedimientos de trabajo entre políticos y militares. A eso habría que añadir que la frecuente gravedad de los temas relacionados con la seguridad y la defensa añade tensiones al debate.
Es lógico que existan dificultades y tensiones y, hasta cierto punto, su existencia es prueba de la salud del sistema. Unos líderes políticos y militares que se comuniquen expresando honestamente lo que piensan normalmente generarán cierta fricción, pero el intercambio de opiniones terminará por ser positivo, incluso cuando pueda llegar a ser en ocasiones tormentoso.
En cualquier caso las tensiones no deben llegar a un límite que provoque la incomunicación. La expresión de desacuerdo por parte militar tampoco debe interpretarse como insubordinación, porque es exactamente lo contrario. Cuando el Presidente Roosevelt nombró a Marshall Jefe de Estado Mayor en 1939, el general le advirtió que él decía siempre lo que pensaba. Eso hizo que en ocasiones Roosevelt abandonara malhumorado una reunión, pero nunca interpretó la sinceridad de Marshall como insubordinación. Siempre prefirió tener a su lado a alguien que expresase sinceramente su pensamiento.
En España, el peso de nuestra historia añade dificultades considerables a un tema que resulta de por sí difícil, pero la importancia de los asuntos de seguridad y defensa obliga a realizar un esfuerzo adicional. Consolidado sobradamente el principio de control civil en un sistema político democrático, es hora ya de pasar a la siguiente casilla. El objetivo es conseguir unas relaciones civiles-militares sanas y prácticas, que permitan el mejor engranaje posible entre el complejo mundo de la política y las instituciones militares.
Jose Luis Calvo Albero. Coronel de Infantería/DEM.
De la Asociación Española de Militares Escritores
BIBLIOGRAFIA:
– Samuel P. Huntington, The Soldier and the State, The Belknap Press of Harvard University (Cambridge, Massachussetts: 1957).
– Morris Janowitz, The Professional Soldier: A Social and Political Portrait, Free Press (New York: 1960).
– Eliot A. Cohen, Supreme Command, The Free Press (New York: 2002).
– Rosa Brooks, “Thought Cloud”, Foreign Policy, 02 agosto 2012.
– Janine Davidson, “Civil-Military Friction and Presidential Decision Making: Explaining the Broken Dialogue”, Presidential Studies Quarterly 43, nº 1 (Marzo 2013).