Rosendo Porlier, el marino español que descubrió (por accidente) la Antártida.

Tras cruzar el cabo de Hornos en 1819, su navío, el San Telmo, quedó sin timón a merced de las corrientes y con rumbo al Polo Sur. Sus 644 tripulantes murieron de frío y de hambre. Meses después llegaron los británicos y decidieron ‘borrar’ la gesta de los españoles para atribuirse ser los primeros en pisar la Antártida.

Rosendo Porlier pertenece a esa clase de hombres que está llamada a hacer grandes cosas cuando, de pronto, la vida se tuerce y las grandes cosas no llegan, pero llegan las excepcionales.

La historia de Porlier es, porque para eso era español, increíble y algo, digamos, inesperada. En septiembre de 1819 tenemos a nuestro intrépido hombre doblando el cabo de Hornos a bordo de un navío llamado San Telmo con 644 tripulantes a bordo. Se dirigían a Perú, donde tenían instrucciones de sofocar las incipientes revueltas que acabarían llevando al país a la independencia. La Armada que comandaba Porlier estaba formada por tres barcos y a Dios gracias. Tan justos de fuerzas iban que ellos mismos no las tenían todas consigo y se daban cuenta de que la misión que les habían encomendado pintaba más que mal.

Así que allí están, con las proas puestas en el cabo maldito, cuando, de pronto, se desata un atroz temporal. El vientogolpea de todas partes, las olas se levantan poderosas ante ellos y las corrientes de poniente les impiden avanzar. Los españoles de 1819 no tendrían la moral más alta del mundo, pero sabían qué hacer cuando estaban a bordo de un navío. Así las cosas, los 644 del San Telmo se remangan y lo dan todo durante unas horas angustiosas. Sin embargo, el temporal arrecia y Porlier comprueba que, desdichadamente, se les ha roto el timón. En teoría, esto supone un problemamayúsculo, pero aquella gente se sabía hecha de otra pasta y conocía el modo de gobernar a una bestia del tamaño del San Telmo utilizando el aparejo. No se trata de un sistema infalible, aunque un buen puñado de buenos marinos puede hacer que se salga del entuerto con relativa eficiencia.

El viento y las corrientes arrastran al San Telmo hacia el sureste, es decir, en dirección contraria a la que pretenden ir. Porlier sabe que allí no hay nada, que nadie ha navegadoantes en aquellas aguas salvajes y desconocidas. A partir de ese momento, conjeturamos qué debieron pensar: “Adelante, que de peores hemos salido”.

Durante varios días se mantienen a la deriva, hasta que el San Telmo embarranca. Es decir, toca tierra con la quilla, el casco salta en pedazos y el brutal impacto descalabra a unos cuantos de aquellos sufridos tripulantes. “¿Dónde están?”, se preguntan, de inmediato. No tienen ni la más remota idea, y no es para menos, pues se disponen a poner pie no en un país o un territorio desconocidos, sino en un continente que antes no ha pisado nadie: la Antártida.

Aquí es cuando conviene repetirlo, para que quede bien claro: un continente que antes no ha pisado nadie.

Han encallado en la isla de Livingston, que forma parte de un archipiélago denominado Shetland del Sur. El San Telmo vara, según creen los investigadores, cerca del cabo Shirreff, en la parte norte de la isla. No se trata de una posibilidad descabellada, pues si alguien pone un barco a la deriva en el punto exacto donde el San Telmo fue avistado por última vez, acabará en la isla de Livingston. Las corrientes son lo suficientemente constantes como para asegurarlo, igual que los vientos que soplan durante las tormentas. Fue un golpe de suerte, buena o mala, que acabaran allí. Pero acabaron y esa es la clave de todo. No es necesario que uno sepa adónde va para reclamar la honra de haber descubierto un lugar. Bien lo saben los españoles, pero también los ingleses, los franceses, los holandeses y cualesquiera otras gentes que han andado, durante siglos, navegando por esos mundos de Dios.

Porlier y sus hombres, entonces, desembarcan. Lo sabemos por dos motivos. El primero, porque una expedición inglesa posterior descubrirá el pecio del San Telmo. Unos ingleses se plantan en aquella playa infausta y dicen: “Vaya, los españoles se nos han adelantado”. “¿Otra vez?”. “Pues sí, otra vez”. “¿Y qué tal si corremos un tupido velo y hacemos como que aquí no ha pasado nada? A fin de cuentas, somos ingleses y no entraremos en la historia gracias nuestra honestidad en los mares”.

Dicho y hecho, el capitán de aquella tripulación que en segundo lugar pisó la Antártida mandó que le recuperaran un madero del San Telmo para hacerse un ataúd con él y se marcharon por donde habían venido. De regreso a su base en Valparaíso, se llamaron andana y explicaron que no habían visto a nadie y que Inglaterra debería atribuirse el honor de haber descubierto el continente helado.

Existe, no obstante, un segundo motivo para creer firmemente que en Livingston embarrancó el San Telmo y, con él, sus desdichados tripulantes: se han hallado restos arqueológicos. Al parecer, menores: retales de calzados españoles, una cuña para sujetar un cañón e incluso restos de la comida que llevaban a bordo y que, a luz de los hallazgos, consiguieron desembarcar.

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El San Telmo encalló en isla Livingston donde hoy está la base antártica española Juan Carlos I